domingo, 4 de agosto de 2013

Los cuentos de Carverish

4/Agosto/2013
Confabulario
Roberto Frias

¿Qué pasó? Lo que pasó es cosa bien sabida. A principios de los años setenta, Raymond Carver, escritor pobre y alcohólico, confió en uno de sus mejores amigos, el también escritor y editor, Gordon Lish, para que publicara sus cuentos. Lish se tomó el proceso de edición como una forma de escritura, sugiriendo a Carver cada vez mayores cambios que llegaron a modificar la intención autoral de la obra. Si bien los cambios de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? son importantes, nada como la brutalidad quirúrgica con la que Lish intervino los cuentos contenidos en De qué hablamos cuando hablamos de amor. Ahí suprimió la mitad de las palabras originales y reescribió diez de los trece finales. La crítica y el público celebraron el supuesto “minimalismo” de su autor. En un principio, Carver accedió a esta dinámica, pero su estupor y renuencia fueron en aumento hasta que decidió enfrentar el problema, poco antes de que comenzara el proceso editorial de su tercer libro, Catedral. El estilo de este libro, una vez liberado el autor de la injerencia de Lish, sorprendió a los lectores. Ahora los personajes eran más introspectivos; la redención, y también cierto sentimentalismo, hacían aparición. En esos cuentos, lo minimalista sale por la ventana para dar paso a la verdadera corporeidad literaria de la que su autor siempre había sido dueño. La vida de Carver cambió mucho, su relación profesional y personal con Lish terminó, se divorció para vivir con la poeta, narradora y ensayista Tess Gallagher, quien lo ayudó a dejar de beber. Sin embargo, después de la muerte de su esposo, Tess habría de asegurar que a ella también se le debían pasajes de la obra carveriana. Y no fue la última persona que intentaría semejante apropiación.

¿Por qué pasó? Como en una película noir, hay una zona de sombra donde se ocultan para siempre los detalles que podrían dar una explicación total. Lish, despedido de la editorial Knopf en 1994, comenzó a hablar cada vez más de lo mucho que Carver le debía. Al principio nadie quiso creerle pero ahora debemos rendirnos ante la evidencia. En tanto, Carver se fue a la tumba en 1988 sin haber dicho nada sobre el tema. Lo que Lish nunca ha revelado es por qué lo hizo. ¿Eran celos inconscientes? Lo más interesante de su posición es que debió serle obvio que jamás habría de recibir reconocimiento por su labor “creativa” y, sin embargo, quiso seguir de polizón en aquel barco resplandeciente. ¿Con eso se conformaba? La posición de Carver es más comprensible: el alcoholismo, la pobreza y el hambre artística pudieron obligarlo a someterse a un trato que luego se torcería.

A estas alturas, de lo que hablamos cuando hablamos de Raymond Carver es de tres autores: Raymond Carver, Gordon Lish y uno más al que se debería reconocer como Carverish. Tras su restauración, la ficción del primero resulta mucho más expansiva, llena de texturas, sentimientos, reflexiones, incluso digresiones. Respecto a la literatura de Lish, quien desde hace años se dedica en exclusiva a escribir, pongo tan sólo un ejemplo de su recepción. En diciembre de 1996, Karen Angel escribió sobre la novela de Lish, Epigraph, en The New York Times: “su lectura es tan insufrible como debió serlo su escritura”. Carverish es otra cosa. Innovador, minimalista, despiadado con el lector, efímero autor de tan sólo dos libros.

El incidente Carver ilustra a la perfección que la muerte del autor sucede hoy de otras maneras. En la tradición china, la idea del autor no tiene por qué estar ligada a una sola persona, puede tratarse de todo un grupo de personas, donde algunos de ellos pueden incluso pertenecer a épocas diferentes. La idea del autor individual, independiente de su entorno, es un concepto reciente en ese país. El hombre y su escuela, lo mismo daba. Lo importante era la tradición y el texto. Pero en occidente, donde el talento y la trascendencia se miden en una escala de unipersonalidades, donde el mercado, los abogados de derechos, las viudas, los académicos, los editores, los lectores y la prensa no saben qué hacer cuando hay más de un autor por obra, un enfoque de esta naturaleza incomoda. En esta cultura, las posiciones de Carver (sumiso y agradecido, dejando que su editor le reescribiera la plana) y de Lish (fagocito literario y editor de su propia actividad como escritor fantasma) eran insostenibles. Y es que esto no es la China sumida en el confucianismo, si acaso, y cada vez más, Chinatown.

En Estados Unidos, el editor es una figura que tiene autorización para trabajar con el manuscrito del autor a un grado que en Latinoamérica y España nos resulta quizá excesivo. Puede sugerir grandes cambios en una obra, desde el cambio de título hasta la transformación y la reestructuración de grandes porciones del texto sin que nadie se alarme. De un tiempo para acá, hay que sumar a esa ecuación a los directivos de marketing, ventas y publicidad, y hasta a los diseñadores. ¿Cuántos de los libros que hoy en día leemos son en su mayor parte lo que el autor tenía en mente y cuántos lo que el estudio de mercado sugiere que deben ser? Aunque también podríamos argüir que en esta nueva fase todo sigue dependiendo de la ética del editor. Y quizá, en los casos afortunados, podemos ver las huellas de una era distinta, donde la creación literaria y su proceso de edición se juntan para animar un forma colaborativa de escritura, interdisciplinaria (si es que el marketing se puede considerar una disciplina artística), y quizá muchos autores agradecen cada noche, antes de dormir, tener a ese editor que les mejoró el estilo.

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