sábado, 24 de agosto de 2013

Guillermo Sheridan ante López Velarde

24/Agosto/2013
Laberinto
Evodio Escalante

Como investigador de literatura, Guillermo Sheridan es un excelente novelista. Lo escribo en serio y después de leer Un corazón adicto. Una vida de López Velarde y otros ensayos afines (México, Tusquets, 2013). No ignoro qué pesquisas de Sheridan realizadas hace más de veinticinco años, cuando preparaba la primera edición de su “vida” de López Velarde, inicialmente publicada por el FCE, condujeron al descubrimiento de varios poemas juveniles del autor de La suave patria y a encontrar además un interesante acervo epistolar con quien fuera su amigo y mentor durante una primera época: Eduardo J. Correa. Por esos años, debe reconocerse, Sheridan no solo aporta materiales que serán recogidos por el fallecido José Luis Martínez en su edición de las Obras del poeta, sino que da a las prensas la primera versión de Un corazón adicto, y hace posible la aparición de un libro de López Velarde titulado Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles (1905–1913). Agréguese a lo anterior que también se debe a él un volumen que publica la Biblioteca Ayacucho de la Poesía y poética (2006) del jerezano, para el que redacta un prólogo muy completo.
Aunque es difícil entender cuál podría ser la diferencia entre “escribir una vida” y una “biografía” (es lo mismo pero cambiado: grafos vale por escritura; bios por vida), volví a leer Un corazón adicto con el mismo gusto y fruición con que lo hice hace un cuarto de siglo. El sarcasmo sutil, la ironía, la capacidad descriptiva e imaginativa, la fluidez toda de una prosa que siempre tiene muy en alto la figura del personaje que la suscita, a lo que agrego una documentación impecable, hacen de este libro un hito imprescindible para entender los avatares del autor de La sangre devota y de Zozobra. Los recursos narrativos de Sheridan son más que evidentes. Crea una verdadera novela documental, con monólogos, una intriga muy eficaz y una suerte de “teatro de voces” que monta al reconstruir un viaje por tren que hicieran escritores y políticos de la época a un homenaje que se habría de rendir en Jerez al escritor recién fallecido. En este ensamble de voces están las de Rafael López, José D. Frías, Enrique Fernández Ledezma, Manuel Horta, Jesús B. González, Manuel de Torre, Ernesto García Cabral, un diputado de apellido Güereca y un presunto sacerdote que debe travestirse de licenciado para no llamar la atención. Aunque solo aparece en la estación de trenes cuando el convoy va a partir hacia Zacatecas, Margarita Quijano, la última amada “imposible” de López Velarde, igual juega un papel no necesariamente menor en el relato. Como narrador, Sheridan puede ser tan eficaz (y a veces, incluso, tan irónico) como Ibargüengoitia.
A este despliegue de empatía literaria, empero, la edición de Tusquets añade cuatro textos del Sheridan ensayista de variopinto valor, que enseguida menciono: 1) “Pórtico: La poesía de Ramón López Velarde”; 2) “El joven López Velarde, los católicos y Eduardo J. Correa”; 3) “Entre la neurosis que finge y el alma de las cosas (La polémica de la nueva Revista Azul)” y 4) “Sobre la muerte de López Velarde.” El más sustancioso sin duda es el primero de ellos, inserto como prólogo en la mencionada edición de Ayacucho. En él, Sheridan se maneja como un verdadero experto en el tema, al que, sin embargo, se le pueden oponer algunos reparos. Primero, que se apoya demasiado en una tétrada canónica que estaría formada por Villaurrutia, Paz, Pacheco y Zaid, de forma tal que lo que ellos afirman resulta ser en casi todos los casos el punto final, cual si la de ellos fuera la verdad revelada. Sirva de ejemplo esta afirmación que me parece de escándalo: “Sus temas son pocos, sus intereses espirituales, reducidos. La historia está ausente de su obra….” Si esto lo hubiera escrito Enrique González Martínez en su reseña de Zozobra (1919), esto es, antes de la aparición de La suave patria (1921), podría pasar; pero lo escribe Paz a principios de los años sesenta, a más de cuarenta años de distancia. En un libro reciente, que será consulta imprescindible, Ramón López Velarde. El ángel que acompañó a Tobías, Víctor Manuel Mendiola ha señalado este grosero error. En el poema de López Velarde por supuesto que está la Revolución, y la hambruna de 1915, y la “mutilación” del territorio nacional a resultas de la guerra con los Estados Unidos en la época de Santana, además de la caída de la gran Tenochtitlán ante los embates del ejército de Cortés. Se necesita ser corto de vista para no darse cuenta.
Segundo, su escaso aprecio por La suave patria, el texto mayor de López Velarde, en lo que Sheridan sigue a pie juntillas una tradición que inicia con Villaurrutia y Cuesta y que Octavio Paz convalida a su modo.
Tercero, su idea un tanto esquemática de que López Velarde era un poeta “provinciano” y “católico”, lo que lo volvería adverso desde un principio a las “degeneraciones” del modernismo que se practicaría en la capital del país. La sana provincia frente a la Babel del vicio que ya era la urbe de los modernistas: esta dicotomía tajante no admite un análisis serio de la poesía del autor, quien ya desde La sangre devota (1916) reconoce dos influencias fundamentales: las de Othón y Gutiérrez Nájera. Si Othón podría caber dentro del cartabón de una literatura “sana”, “bucólica” y “virgiliana” (claro, forzando demasiado las cosas, pues el elemento concupiscente y nocturno aparecerá de modo inequívoco en la Noche rústica de Walpurgis y en los sonetos de En el desierto. Idilio salvaje), Gutiérrez Nájera se yergue como la figura rampante del decadentismo del que él funge como el “primer motor” en nuestro país.
Si Guillermo Sheridan leyera con atención, se daría cuenta que el poema juvenil que él cita para convalidar su tesis, “Del suelo nativo” (1907), no es tan profiláctico como cree. Al lado del elogio de la tierra bendita y el contorno benigno, junto a los preclaros héroes del terruño y la música de acentos virgilianos, dignos de celebrarse, por supuesto, aparecen las obstinadas nieblas de mi invierno y la noche sin fin de mi congoja, es decir, los gusanos mórbidos de una decadencia siniestra que es la responsable de las desolaciones interiores que experimenta el autor. ¡Todavía no cumple los veinte años y ya se siente viejo y desolado...! La mórbida melancolía ya está haciendo efecto desde entonces…
En una cosa tiene razón Sheridan: el joven López Velarde se revuelve a menudo contra el “decadentismo” en sus textos en prosa... pero esto no quita que él fuera, acaso sin saberlo del todo, un decadente al pie de la letra. Lo puedo decir con una fórmula: López Velarde era un decadentista malgrè lui même. Por algo firmaba algunos de sus textos con el seudónimo de Tristán. Esta consideración, comprobable en los textos incluso más tempranos del autor, deja sin sustento la tónica de los dos siguientes ensayos de Sheridan, quien se empecina en sostener que López Velarde formó filas con el malogrado proyecto de resucitar la Revista Azul. Si su nombre aparece en un primer número de la revista, esto no autoriza a considerar que estaba comprometido a fondo con esta empresa de claro corte reaccionario, ni mucho menos podría autentificar la aventurada atribución que sin mayores pruebas aduce Sheridan en el sentido de que el joven López Velarde leería sobre todo a los modernistas peninsulares antes que a los “afrancesados” (como Gutiérrez Nájera, supongo,) de su propio país.
La última propuesta de Sheridan, que convierte a López Velarde en un pachá de los prostíbulos, me parece pegada con alfileres. Sheridan pretende probar que el autor de La suave patria no murió de una neumonía…. ¡sino de una neumonía agravada por el padecimiento de la sífilis! Pese a las estrambóticas estadísticas sanitarias (el ensayista aduce que “el treinta por cierto de la población entre quince y treinta años” estaría infectada de sífilis en la capital hacia 1926), uno se queda con la impresión de que Sheridan no solo dramatiza demasiado sino que, esto es lo peor, confunde los síntomas de la sífilis con los de la gonorrea, como lo prueba su bizarra lectura del poema en prosa “La flor punitiva” del propio RLV. ¿Si la gonorrea “no florece” (sic), entonces por qué ese título del texto?

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