sábado, 24 de agosto de 2013

Las correcciones de Chumacero

24/Agosto/2013
Laberinto
Liliana Chávez

Cuando Inés Arredondo escribió Los espejos (1988), tenía nueve años sin publicar cuentos y se recuperaba de una operación de columna cuyo dolor apenas la dejaba trabajar. Para entonces ya había escrito tres libros de cuentos, una novela, un ensayo y varias traducciones al inglés y al alemán, se había casado y divorciado del escritor Tomás Segovia, y era madre de tres jóvenes.
La escritora sinaloense tomó un ejemplar del que sería su último libro y lo dedicó así: “Para la bibliotecomanía de Alí Chumacero, con un abrazo”, seguido de una firma temblorosa pero aún legible. Cuando recibió el regalo, el poeta y crítico ya contaba con premios nacionales e internacionales por su obra y en su trayectoria editorial se encontraban las correcciones a Pedro Páramo de Juan Rulfo y La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes.
Inés murió al año siguiente sin poder continuar el diálogo que Alí inició a través de la lectura de su libro, pluma azul en mano y sin piedad. ¿Qué habría pensado ella de haber vivido más que él para entrar en su biblioteca, ahora pública, y encontrarse con aquel obsequio plagado de signos que evidencian sus errores de puntuación, tiempos verbales, sintaxis y vocabulario?
En ese ejemplar, el perfeccionismo de una escritora capaz de pensar horas la palabra exacta y acudir a la imprenta a realizar las últimas correcciones se encontró con el perfeccionismo de un colega que creía que la crítica literaria complementaba a la obra. Esta es la historia de un libro, su escritora y su lector más crítico.
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Corregir, según la Real Academia Española, es enmendar lo errado. Advertir, amonestar, reprender. Hasta su muerte en 2010, Alí Chumacero logró reunir una colección de alrededor de 50 mil volúmenes, la cual fue adquirida por Conaculta para abrirla al público como una de las cinco bibliotecas personales que se encuentran en el complejo histórico de La Ciudadela (Biblioteca México). Entre los estantes de madera destaca uno singularmente en desorden pero con la peculiaridad de contener libros firmados por autores que dedicaban su obra al escritor nayarita. Solo en Los espejos encontré las marcas de corrección de Chumacero.
A lo largo de las 152 páginas del libro, Alí encerró en trazos poco uniformes las 110 repeticiones de la palabra “todos”, que podía asomarse hasta tres veces en el mismo párrafo. También detectó demasiados “y”, “desde” y “tenía”.
“El crítico debe ser un ordenador y un orientador, y mientras más críticos haya, mejor”, le dijo Chumacero alguna vez al escritor Marco Antonio Campos. Arredondo valoraba más la opinión de sus amigos que aquélla de la crítica, pero Alí era un amigo y un colega admirado.
Ana Segovia Arredondo recuerda la ortografía impecable de su madre. “Era muy exigente, releía lo que había escrito y también se lo daba a leer a sus amigos escritores (Juan Vicente Melo, Juan García Ponce, Tomás Segovia) para tener una opinión externa; si lo consideraba necesario hacía correcciones y cambios. Ya en la imprenta, ella revisaba las planas. Recuerdo que lo hacía cuando publicaba con Joaquín Díez Canedo en la editorial Joaquín Mortiz”.
La editorial que publicó Los espejos fue, precisamente, Joaquín Mortiz. Inés, sin embargo, no era la misma de sus primeros cuentos: “Estaba pasando por una etapa difícil, pues había tenido operaciones de columna y sufría de dolor, sin embargo, terminó de escribir su libro contra viento y marea”, relata Ana en entrevista.
Las costumbres de revisión que recuerda la hija, no obstante, contrastan con los hallazgos de la doctora Graciela Martínez–Zalce Sánchez, quien al comparar el manuscrito de su primer cuento, “La señal” (1965), con la versión publicada no encontró grandes diferencias. Esto prueba para ella el extremo trabajo de Arredondo antes de enviar su texto a la editorial: “Difícilmente en una obra tan compacta algo es gratuito”. Por lo tanto, y pese a las correcciones de Chumacero, la investigadora de su obra en la UNAM considera que no hay descuido en Los espejos, un libro que se caracteriza por ser “una continuación en su temática, en su estilo, en sus preocupaciones, pero llevadas al extremo”.
Quizá Alí pensaba diferente: “El crítico conduce no solo a la lectura de los libros que están apareciendo sino que contribuye a que el caos de la imaginación, o peor aún, de las imaginaciones, se perfile en una continuidad que al fin y al cabo creará lo que llamamos tradición de la literatura”.
Como crítico, Alí se consideraba un ordenador de la palabra del otro y así lo demostró con el libro de Inés. Las marcas indelebles permiten una nueva lectura sobre ambos autores. En el ejemplar se observa cómo una de las escritoras mexicanas más sobresalientes se muestra humanamente vulnerable, pero también uno de los editores más reconocidos evidencia sus obsesiones gramaticales, incluso sobre una obra publicada que no admitiría modificación.
Así, se deduce en la lectura que Alí prefería los puntos y aparte a los puntos y seguido, y que era enemigo de los puntos suspensivos, la separación silábica, los adverbios y gerundios. De hecho, Alí pensaba que uno de los retos del escritor era evitar los “que” y los gerundios: “El abuso de ambos denota pobreza de expresión”, le dijo a la revista Letralia.
Claudia Albarrán, investigadora de Arredondo en el ITAM, reconoce que Los espejos tiene debilidades técnicas y que es posible encontrarse algunos cuentos mejores que otros, pero lo considera un libro escrito con maestría y madurez, que da coherencia y continuidad a su obra previa. A pesar de la lectura inquisidora de Chumacero.
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Inés tomaba ventaja de su insomnio para escribir de noche. En el día trabajaba como profesora, redactora, traductora o investigadora para sostener a sus hijos. Solía escribir a máquina, aunque en sus últimos años de vida, cuando el dolor le impedía levantarse de la cama, dictaba sus textos o escribía a lápiz sobre papel revolución que apoyaba en una tabla de madera.
“Lo que más me impresionaba es que antes de escribir pasaba muchas horas reflexionando en silencio. La veía abstraída repasando cada escena de sus cuentos y buscando palabras exactas para ellos. Ya que tenía pensado el cuento completo, con todo y el desenlace que ella consideraba adecuado, se ponía a escribir”, cuenta Ana Segovia.
Los errores identificados por Alí Chumacero, por tanto, no encuentran fundamento en los hábitos de escritura de Inés, quien “tachaba, rearmaba, leía a sus amigos lo escrito, aceptaba los comentarios y reescribía hasta conseguir una versión que ella considerara digna”, según confirma Albarrán.
Estos hábitos, además, se parecen a los del poeta, según lo que él contaba: “Escribí siempre de noche. Redactaba el poema, corregía, lo pasaba en limpio, lo volvía a corregir. Puedo mostrar que un poema mío tiene hasta sesenta o setenta versiones corregidas. ¿Cómo los terminaba? Un poema no da más hasta que, leído en voz alta, el poeta cree que no le falta ni un punto ni una coma. No era raro que me tardara hasta un año en cerrar un poema”.
Cuando Alí recibió el libro de regalo tenía 70 años de edad, diez más que Inés. En lo personal, según Ana Segovia, Inés mantuvo una relación de amistad y aprecio por su poesía. En el terreno profesional, sin embargo, Claudia Albarrán deduce que no pudieron haber tenido oportunidad de convivir mucho, puesto que Arredondo no pertenecía a los mismos grupos literarios y nunca publicó en el Fondo de Cultura Económica cuando el poeta era pieza clave de la editorial.
Pareciera que más allá de la obsesión por la palabra exacta y una antología de Gilberto Owen que editaron juntos en 1979, entre la narradora y el poeta había poco en común. Ambos provenían de pequeñas poblaciones del país: Alí nació en Acaponeta, Nayarit, mientras que Inés creció en una hacienda azucarera de El Dorado, Sinaloa. Ambos continuaron estudios superiores en Guadalajara y publicaron desde la Ciudad de México. Sin embargo, el lenguaje empleado en la creación literaria era distinto.
Al criticar la obra ajena, Alí buscaba quizá lo mismo que en su propia escritura. Buscaba poesía, una poesía que huía del lenguaje coloquial y de la realidad inmediata. “Mi concepción estética, si pudiera llamarla así, sería la de la rosa que cae: escribir cosas que dicen otras cosas que dicen otras cosas”.
La estética de Inés era simplemente la opuesta, como ella misma lo expresó en una entrevista con Miguel Ángel Quemain: “lo que mi prosa quiere es ser perfectamente justa con lo que está sucediendo y con lo que piensan los personajes. No quiero que haya palabras de más ni palabras de menos ni me quiero meter en sus asuntos, y los calificativos que los pongan ellos y los verbos que los pongan ellos y yo, a economizar lenguaje para que puedan expresar más. Finalmente lo que más me interesa son los lectores, porque solo ellos, no la crítica, me van a decir si sintieron algo fuera de lo común.”
Por debajo de las incisivas marcas de tinta azul de Alí imponiendo una coma, dos puntos o advirtiendo redundancias, se lee una autora que prefiere los guiones largos a las comillas o la cacofonía de la reproducción de un discurso oral campesino a la hipercorrección del lenguaje culto. Porque al escribir su último libro, conforme rompía el camisón de fuerza de temas tabú para su época, como la sensualidad femenina, la homosexualidad, el erotismo o el aborto, quizá también estiraba sus palabras más allá de las normas gramaticales.
Obsequiar es, según la RAE, agasajar a alguien mediante un regalo. Al obsequiar Los espejos a Alí Chumacero, Inés Arredondo ofrendó su último libro a un lector que sabía cuál era su trabajo: completar y mantener viva la obra.

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