sábado, 3 de agosto de 2013

El norte en la literatura mexicana: ¿Tierras de nadie?

3/Agosto/2013
Laberinto
Gabriel Trujillo Muñoz

Algo grave les pasa a los críticos y académicos mexicanos cuando se acercan a la literatura del norte y la transforman en sus propios miedos e inseguridades. Me explico: para tratar a la literatura norteña hay muchas vías, experiencias, obras y autores a los cuales recurrir, una enorme variedad de géneros y estilos que por estas tierras se han dado en el último centenar de años para beneficio de la literatura mexicana en general. Pero cuando alguien decide hacer una recopilación de textos críticos sobre la misma y para legitimarse comienza por describirla como un monstruo (la narcoliteratura) y luego afirma deslindarse de tal criatura, indignarse ante su presencia, con la intención de mostrar que la literatura norteña no es como la pintaron ellos mismos.
Es decir, estos críticos son como el doctor Frankenstein: primero crean al monstruo y le dan vida y a continuación lo persiguen, lo atacan, lo hostigan para reivindicarse como los verdaderos adversarios de su propia creación. Imagínense que los críticos de la primera mitad del siglo XX, los que aplaudieron a la novela de la revolución mexicana en su retrato de la violencia como cosa cotidiana, hubieran acabado diciendo que eso no era literatura valiosa por el exceso de violencia mostrado por Azuela, Guzmán, Urquizo y Campobello, que México merecía una narrativa que no solo hablara de los pobres en armas como lo único representativo de nuestro país en ese conflicto social.
Pero a nuestros críticos actuales no les importa morderse la lengua con tal de estar al día con la última jerigonza académica, ya sea la literatura travestida, la desterritorialización de las identidades o la literatura bajo los efectos del neoliberalismo para explicar aquello que les molesta porque reta sus prejuicios sobre lo marginal y lo violento.
Al parecer la simulación, el tirar la piedra y esconder la mano, está en boga en la crítica nacional y el mejor ejemplo de ello está en la reciente publicación de Tierras de nadie (Fondo editorial Tierra Adentro, 2012). Sus recopiladores, Viviane Mahieux y Oswaldo Zavala, aseguran en su prólogo que la literatura del norte es “la desafortunada etiqueta por medio de la cual se busca consolidar como grupo a narradores de la violencia del narcotráfico y la miseria junto con sus efemérides biográficas. Al escritor del norte lo definen las balas zumbantes y las historias sórdidas de migrantes, los psicópatas metidos a narcos y el calor extenuante del desierto”, todo lo cual demuestra, según los autores de este libro, la representación de una literatura nacida del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y de una estética hiperviolenta, que está más cercana a las telenovelas que a la literatura con mayúsculas.
Varios de los participantes de este libro yerran en sus críticas al estigmatizar a la literatura del norte como una escritura comercial. Cierto: los medios y el mercado le han puesto la etiqueta de más impacto mediático: narcoliteratura. Pero igualmente cierto es que esta literatura no puede constreñirse, en su compleja creatividad, a tal etiqueta. Estos críticos, al ver el auge reciente de esta literatura, ignoran otras posturas críticas, como la de Rodrigo Pardo, investigador mexicano, quien en la revista Mitologías hoy (invierno 2012) afirma que “hay buenas y malas novelas policíacas y del género negro, en y sobre la frontera México–estadunidense, pero lo mismo sucede con cualquier otra temática o tradición narrativa. La violencia siempre nos incomoda, pero la solución no es mirar hacia otro lado, renegar de las novelas que la toman como pretexto o leit motiv; transformar de manera crítica la realidad, reflexionar sobre ello, es una necesidad y debe ser una obligación desde nuestra lectura de la narrativa actual”. Pero este consejo ha pasado inadvertido para Zavala, Mahieux y sus ensayistas, tan preocupados en poner el grito en el cielo ante una literatura que no cabe en sus esquemas teóricos, que se escribe ajena a sus escuelas de pensamiento coercitivo, libre de sus grilletes conceptuales.
En buena parte de los autores de Tierras de nadie hay una visión conservadora, jerárquica pero enmascarada con un lenguaje posmoderno, que se horroriza de que fuera del país solo se considere a esta literatura como representativa del actual momento que vive México, de que sean los hijos de los beat, los hiperrealistas y la novela negra los que ganaron la batalla cultural del siglo XXI mexicano. Los autores de esta obra solo ven a la literatura norteña en términos comerciales. No han entendido que esta literatura ha surgido de otros ámbitos editoriales menos prestigiosos y redituables: las publicaciones de los institutos de cultura y de las universidades de sus respectivas entidades (además de los centenares de editoriales independientes) que, con tesón y sin mediar el interés de la crítica nacional, han ido consolidando de cara al resto del país un corpus de obras que ha avanzado por diferentes rutas creativas, por distintas vías de expresión, crítica y reflexión. Y es que los ensayistas de Tierras de nadie se contentan con lo que tienen a mano y olvidan lo publicado en revistas como Quimera (España, 2005) o Iberoamericana (Alemania, 2012), donde se han discutido las aportaciones de estas literaturas periféricas a la literatura de lengua española, ya sea por su valor literario tanto como por la variedad de temas y estilos que en ellas coinciden y se exponen. Aportaciones que no se limitan a una etiqueta editorial ni a historias sórdidas o violentas, menos aún a una escritura masculinista cuando hay autoras de la talla de Rosina Conde, Rosario Sanmiguel, Nylsa Martínez, Beatriz Aldaco, Maricela Duarte, Eve Gil, Bibiana Padilla o Patricia Laurent Kullick.

Si vemos las distintas partes del libro, lo más valioso del mismo son sus ensayos sobre autores específicos (Daniel Sada, Carlos Velázquez, Miguel Tapia o David Toscana, entre otros). Lo peor son sus ataques gratuitos a la obra de Élmer Mendoza y la inclusión de los dos textos finales publicados con anterioridad en otros medios. Uno, el de Rafael Lemus, fue publicado y publicitado en la revista Letras Libres en 2005 y es una vieja diatriba según la cual la literatura del norte es simple y llanamente narcoliteratura y, por serlo, le causa grima, incomodidad, desasosiego crítico. Esta diatriba fue respondida por varios autores norteños en su momento, especialmente por Heriberto Yépez y Eduardo Antonio Parra, cuyos textos y señalamientos deberían haber aparecido en este libro para compensar los exabruptos y vituperios de Lemus. El otro ensayo final, cuya autora es Valeria Luiselli, fue publicado recientemente por la revista Nexos. Luiselli asevera que la literatura norteña, al igual que el resto de la literatura nacional, enarbola una “fascinación por lo marginal y lo violento” y expone, apesadumbrada, que ahora tal literatura es el “nuevo mainstream literario”.
Lo que enerva a Luiselli, sin embargo, es otra situación: que esta producción literaria se vincula “con cierta idea de la identidad nacional o regional” que ella considera obsoleta, limitativa. En realidad, Luiselli representa las contradicciones inherentes que este libro padece en general: por una parte asegura que “es absurdo e injusto criticar a un escritor por elegir escribir sobre un tema y no otro. Un escritor escribe como puede y sobre lo que le interesa” y al siguiente párrafo reprocha a ciertos escritores del norte que solo les interesa crear una identidad propia con sus narraciones. Luiselli parece ignorar que una identidad regional, sea fronteriza o no, central o periférica, se hace desde la matriz que ha moldeado a cada escritor como persona, se edifica desde el entorno en que cada narrador ha vivido y crecido. Pero como creador, cada escritor escoge la identidad que más le queda a la medida de su imaginación, a la amplitud de sus visiones, desde las realidades que hace suyas y que convierte en materia literaria, en casa propia, en mundo autónomo para que todos lo habitemos, para que todos lo conozcamos en sus complejidades y contradicciones, en sus diferencias y similitudes con nosotros mismos.
En Baja California, desde donde escribo este texto, la identidad literaria va desde el dj pop al autor cosmopolita, del rescatador de tradiciones autóctonas al poeta experimental tipo Fluxus. Las identidades, y más en las franjas fronterizas (que, por cierto, nada tienen que ver con el TLCAN sino con las zonas libres establecidas en los años treinta del siglo XX por Lázaro Cárdenas) son fluidas: nunca dejan de cambiar, de transmutarse en lo que cada quien sueña o anhela. Por eso mismo, la identidad fronteriza es un elemento de apertura antes que una limitación, una opción de libertad entre pasado y futuro, entre tradición y transformación, entre lengua y cultura.
De ahí que las “ficciones fundacionales” sean parte importante de la cultura fronteriza porque los literatos de estas regiones escriben en ciudades mayoritariamente nacidas en el siglo XX, en urbes que hace apenas cien años eran campamentos provisionales en medio de la nada. Lo fundacional no es en estas metrópolis cosa ajena, tiempo distante. Por el contrario, en estos espacios fronterizos donde todo parece recién hecho, civilización y barbarie siguen siendo las dos caras de la misma moneda, mitologías a flor de piel y realidades profundamente asimiladas como nociones básicas de supervivencia, paisajes indómitos en constante mutación y comunidades que aún tienen aires del viejo oeste. He ahí su vitalidad literaria, su fuerza matérica, frente a la posmodernidad y sus no–lugares. He ahí su pertinencia creativa, insoslayable, frente al resto de la literatura mexicana.
En todo caso, el gran problema de este y otros libros similares en su postura tendenciosa sobre la literatura del norte y sobre la literatura fronteriza (y aquí la frontera es otro concepto que los perturba y los pone a hacer gestos de horror), es que nuestra literatura no es solo novelas de la violencia (hoy escritas a lo largo y ancho del país), sino poesía de la aridez, ciencia ficción, fantasía épica, narrativa experimental, novela histórica, canto marítimo, poesía visual, ensayo posthumano, diario de viaje, mitología nativa, crónica urbana, metatexto y lo que se vaya acumulando gracias a la imaginación desatada de los autores norteños y fronterizos.
En nuestras letras el realismo es solo una de las muchas facetas de la creación literaria y no la principal. Si no lo creen así, pregúntenle a Federico Schaffler, a Patricia Laurent Kullick, a Néstor Robles, a José Javier Villarreal, a Carlos Adolfo Gutiérrez, a Fran Ilich, a Ignacio Mondaca, a Sergio Valenzuela, a Margarito Cuéllar, a Alejandro Espinoza, a Guillermo Lavín, a Lauro Paz, a Rosario Sanmiguel. La literatura del norte es tan diversa como cada uno de estos y muchos otros autores. Catalogarlos a todos ellos bajo la novela de la violencia solo para combatir la preeminencia del norte como un centro creativo de las artes mexicanas, es distorsionar la realidad textual, en obras y estilos, para beneplácito de una crítica incapaz de ver semejante riqueza literaria, incapaz de estudiarla en toda su diversidad de búsquedas y hallazgos, de lenguajes y tramas narrativas, de experiencias poéticas y acercamientos ensayísticos.
¿Por qué les duele tanto a la mayoría de los críticos compilados en Tierras de nadie, me pregunto, que los escritores del norte se sientan dueños de sus temas y señores de su imaginación? ¿Por qué no mencionan los puntos de vista de los críticos recientes de la literatura fronteriza/norteña, como Diana Palaversich, Édgar Cota, Salvador Ruiz, Fraucke Gewecke, Paul Fallon o Minni Sawhney? Tal vez porque saben (aunque no quieran admitirlo en público) que la literatura del norte y la literatura fronteriza llegaron a la cultura nacional para quedarse, para ser parte imprescindible del horizonte creativo del siglo XXI mexicano.
Estos críticos pueden desgarrarse las vestiduras conceptuales, desdeñar los logros de esta literatura, pero esa es la realidad de nuestro tiempo: el norte es uno de los puntos esenciales hacia el que apunta, aquí y ahora, la brújula de la creación literaria en nuestro país. Transformar la obra de los escritores norteños y fronterizos en una creación monotemática llamada narcoliteratura o en un “pobre regionalismo” es caricaturizarla, aceptar como real el cliché que ellos mismos han inventado y que ahora dicen combatir. Por eso los críticos de Tierras de nadie buscan exorcizar una literatura que les parece moralmente aberrante, literariamente inconsistente, sin percatarse que tales espejismos terroríficos hablan más de sus propios temores que de las obras que critican con tanta vehemencia. La literatura norteña y fronteriza como la prueba de Rorschach de la crítica nacional: una mancha que dice más de quien la ve que de quien la muestra en público.
Hoy en día, pésele a quien le pese, el norte —y específicamente el norte fronterizo— es ya un interlocutor de peso a la hora de hablar de literatura mexicana, a la hora de establecer el rumbo de nuestras artes. Y eso está sucediendo ahora mismo porque el norte/frontera no es tierras de nadie, como estos críticos pretenden hacernos creer, sino tierras de todos los que las toman para nutrir su creación, para fincar su fantasía, para fundamentar su pensamiento, para decir sus verdades. No más. No menos.

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