sábado, 12 de noviembre de 2011

El hombre que escribía en los cafés

Tomás Segovia Nació en 1927 en Valencia, España, y llegó a México en 1940. Poeta, ensayista, novelista, dramaturgo, traductor y editor, Segovia escribió una veintena de libros en los que confluyen la introspección, el refinamiento intelectual y la constancia del desarraigo. Ofrecemos seis acercamientos a su personalidad y a su obra, una de las cimas de la literatura en lengua castellana.

12/Noviembre/2011
Laberinto

Es tan altiva la mudez del gozo

Víctor Manuel Mendiola

Como muchos de mis compañeros de generación, conocí los poemas de Tomás Segovia antes que a él mismo en persona. Su figura irradiaba una luz desde una sombra nómada, porque siempre estaba cambiando de dirección y emprendiendo nuevos viajes para dar clases en otro país o para escribir un libro, bajo el apoyo de una beca de reconocimiento a la escritura. Por lo menos, así es como recuerdo la presencia invisible de Tomás en el mundo de los jóvenes que escribíamos poesía y estábamos ávidos de encontrar a todos los poetas del mundo y, en especial, a los que vivían en México.

Cuando leí su obra reunida marqué con asombro los dos poemas del comienzo del libro, “Cielo” y “Niño”, textos de una sencillez diáfana y luminosa, en un español grato y exacto. Al leerlos, no me di cuenta lo cerca que estaba Segovia de Juan Ramón Jiménez. La línea inicial de Poesía (1943-1976) dice “A solas/ con el cielo”, y el primer verso del segundo poema afirma: “Es demasiada luz”. Frases que podríamos reacoplar creando un nuevo poema que diría: “A solas con el cielo/ es demasiada luz”. Dos heptasílabos tan ligeros como bien templados, a pesar de que el primero está quebrado con malicia. En esos dos poemas advertí el talante despabilado y mañanero, verde y fresco de la sensualidad y de la inteligencia de Segovia. Muchos años después, ese espíritu elevado y de mañanitas reaparecería en muchos poemas y en una multitud de astillas de poesía en segundos. Por ejemplo: “como a la luz hay que nacer a la memoria” o “voy a un dentro / sólo de un fuera salgo”. O este otro increíble y poliédrico: “Es tan altiva la mudez del gozo”.

La primera vez que lo vi fue de manera fugaz. Mi amigo el poeta Manuel Ulacia me dijo con un mohín gracioso y con gusto: “Mira, ahí va Tomás Segovia”. Pasó corriendo en su viejo VW caqui, a un costado del bosque de Los Viveros, sobre avenida Universidad. Tenía cogido el volante con determinación y el mentón, la nariz y los ojos alzados en una leve pendiente hacia el cielo. Ese modo de conducir provocaba —en quien lo veía— una sensación extraña y simpática. El auto alzaba a Segovia y Segovia alzaba al auto. Seguramente para algunos la actitud “estirada” era un gesto desdeñoso. Para mí no. Representaba todo lo contrario. Él iba por el mundo igual que si anduviera buscando pájaros, la cesta colgante de una pelota de basquetbol o algo perdido que se encuentra más allá... quizás una bella mujer.

Cuando lo conocí personalmente, pocos años más tarde, en un seminario sobre el arte del verso, impartido en el Colegio de México, los poemas que había leído de él cayeron, como una blanca camisa movida por el aire, sobre el autor de Anagnórisis y de Figuras y secuencias. Tomás era un hombre bien erguido, de tórax amplio, casi deportivo, miembros flexibles, con el rostro alzado —como ya dije— y, a pesar de que era todavía un hombre que provocaba una impresión de juventud porque regalaba con facilidad una sonrisa libre, lucía un bigote entrecano y una melena completamente blanca, de una blancura no de vejez, sino de actividad y salud radiantes. Vestía de una manera informal, pero recargado apenas contra una elegancia sutil de colores claros en marrón o en azul (en las fotos muy conocidas del grupo de la revista Plural, en el extremo izquierdo, podemos intuir en blanco y negro esta apariencia de Tomás).

En el seminario, bajo un discurso clarificador y deseoso, Segovia brincaba de un poeta a otro para mostrarnos la eficacia del verso clásico y señalarnos cómo éste alimentaba al verso libre, brindándole un estribo y, a la vez, un punto de referencia a partir del cual era posible improvisar múltiples variaciones y encontrar otros asuntos. Recuerdo muy bien que, en ese curso, él nos sugirió leer y después discutimos “Leyes de la versificación castellana” de Ricardo Jaimes Freyre, tal vez el mejor ensayo escrito sobre este tema. En un monólogo pensado y repensado, Segovia nos hacía entender que un poema dependía de la forma, de las sílabas, de los acentos, de las imágenes en arreglos diversos, pero que aquéllas, éstos y éstas emanaban de la orilla contraria, de lo que anacrónicamente llamamos todavía contenido. Ahí descubrí que los poemas más libres eran casi siempre los cautivos en el rigor extremo o fascinados por una búsqueda insaciable. Segovia, que era un peregrino profesional, viajaba frente a nosotros en la movilidad de sus ideas y en la alfombra mágica de sus deseos. Nos observaba y echaba un ojo, en rápidos vislumbres, a nuestras hermosas compañeras jóvenes. En sus pupilas brillaba la sed de instruir e iluminar. La sed de enseñar, que muchas veces es un afán erótico. Cuando lo escuchaba y lo veía, su pasión volvía imposible pensar en cualquier clase de agotamiento y desaparición. A diferencia de algunos de sus contemporáneos, Segovia personificaba no tanto la fantasía, como Marco Antonio Montes de Oca, o la arena errante del tiempo, como José Emilio Pacheco, o la profundidad de las comedias —casi de cómic—, como Gerardo Deniz, y mucho menos el poder del dolor o del escepticismo, como Eduardo Lizalde, sino la representación elevada y muda del gozo de la vida. Por eso él escribió: “La carne es una lámpara”. Desde esta visión vuelvo a pensar, ahora que ya no está aquí, que es cierto: “todo está confundido difundido fundido”.

En torno a una mesa

Enzia Verduchi

Conocí a Tomás Segovia en el Café Comercial, en la glorieta de Bilbao, en Madrid, en diciembre de 2003. Mi querido e impetuoso anfitrión Alejandro Aura decidió que teníamos que mover las piernas, después de unas interminables conversaciones en torno a la captura de Saddam Hussein.

Más allá del chotis de Guareño: “Quiere usted tomar un café rico,/ acuda al Comercial/ que es exquisito”. No sólo sorbí el “café rico”, sino de pronto me vi sentada a la mesa de don Tomás, a quien primero había conocido como el traductor de Ungaretti en la década de los años ochenta, lo que me llevó después a leer sus versos. No pude hablar mucho, ora por la emoción, ora por la timidez, ora porque preferí escuchar a Segovia y Aura. Yo sólo quería decirle a Segovia que su versión de Sentimiento del tiempo del bardo alejandrino y su Anagnórisis me llevaron por la senda poética al igual que un joven Ungaretti fue guiado por Enrico Pea en otro lejano café conocido como la Baracca rossa, a principios del siglo pasado.

En un ensayo sobre el Quijote, Segovia señala: “Cuando volvemos la última página de un gran libro, nos quedamos un buen rato en una especie de flotación soñadora, dejándonos impregnar por la atmósfera largamente emanada de la lectura, una atmósfera a la vez vaga y punzante, inconfundible como el olor de un lugar y como él a la vez elemental y compleja. De esa ensoñación flotante y que no da pie tenemos que salir, como tenemos que salir de nuestros sueños dormidos so pena de no vivir entre nuestros semejantes. Pero a la vez sabemos que esa atmósfera incapturable, incompendiable, más husmeada que contemplada, sería lo único que valdría la pena comunicar a un semejante con el que quisiéramos compartir la experiencia de esa lectura”. Así, por más de cinco décadas Tomás Segovia nos ha ofrecido “la atmósfera incapturable” de Nerval, Hugo, Breton, Rilke y Shakespeare, por citar algunos.

La vida cotidiana, la realidad, el lenguaje, la belleza y la errancia se conjugan en la obra de Segovia; son la materia —a su vez— de su “atmósfera incapturable” que una desea transmitir, compartir, celebrar por su transparencia. Cito unos versos del “Ceremonial del moroso”:

Y este episodio inenfocable
Sé que no acabará por decirme su nombre
Yo iba a algún otro sitio pisando algún
camino
Un camino tan mío como de cualquier otro
Un camino de todos que está ahí sin ser
de nadie

Segovia nos hace parte de su aventura, como indica Octavio Paz: “La verdadera vida no se opone ni a la vida cotidiana ni a la heroica; es la percepción del relampagueo de la otredad en cualquiera de nuestros actos, sin excluir los más nimios”. Todos somos ese hombre que transita en ese “quieto doblez del mundo”, que observa llover sobre los huertos así como “la anchura ingrávida del alba”, que sigue a los paseantes en un domingo gris, disfruta la sensualidad del mediodía y tras la ventanilla del tren bautiza paisajes serenos.

Todos en torno a la mesa del Café Comercial, en el centro del enjambre, donde se hace un silencio, sólo para decir que la atmósfera de la poesía de Tomás Segovia no es “incapturable”; es esencial. Esencial como la luz en las mañanas.

En Las Chufas*

Marco Antonio Campos

Hay escritores que suelen representar emblemáticamente un café: Peter Altenberg y el Central de Viena, Jean Paul Sartre y Les Deux Magots en París y Ramón Gómez de la Serna y el Antiguo Café y Botillería del Pombo. La memoria del café se asocia de inmediato con la figura de ese personaje. Peter Altenberg, “el poeta sin casa”, como lo llama Claudio Magris en El Danubio, acampaba física y literalmente en una mesa del Central. Cuando uno conversa con otras gentes sobre Tomás Segovia en su juventud y madurez lo asocian con los cafés, y sobre todo con uno, el Chufas o Las Chufas, de la calle López, donde fue imagen cotidiana entre 1947 y 1962. Segovia nació en Valencia, España, en 1927, pero llegó a México en 1940. Para Segovia el café ha sido una múltiple representación de la vida. “A mí me gustan los cafés con ventana y luz, por donde puede verse pasar la vida y por donde cruzan las muchachas. No me gustan los cafés elegantes; prefiero los que tienen las huellas diarias y donde los meseros no se comportan con una insoportable solemnidad”.

A Segovia le enorgullece decir que nadie ha vivido la vida de los cafés como él. No sólo ha llegado a ser una segunda casa, sino a veces la casa. O si se quiere, una animada combinación de casa y estudio. En sus largos años de parroquiano en Las Chufas, Segovia no sólo hacía tertulia, sino leía, escribía, recibía correspondencia y le anotaban avisos y recados telefónicos. Él lo ha dicho: “No creo que nadie de mi generación de ninguna parte del mundo ha estado tan integrado a los cafés como yo. ¿Por qué esa rara necesidad? Me doy explicaciones. Desde que empecé a escribir he tenido siempre horror a ser un espectador inerte de la vida o de la no vida. De huir de la realidad o de encerrarme en la torre de marfil. Eso ha derivado en mi marginación. Nunca he podido escribir en un sitio silencioso. Si estoy tranquilo en mi escritorio, rodeado de papeles y libros y de mi computadora, me esterilizo. Me siento un oficinista a sueldo para escribir poemas. ¿Y cómo explicar ‘una oficina de versos’? Si estoy así, empiezo a mover el cenicero, o creo oír que gotea la llave del baño, o empiezo a ponerme nervioso porque no encuentro las llaves, o voy a la cocina a beberme un vaso de agua. En el café es otra cosa: entro y salgo simbólicamente de allí, algo a veces me distrae, pero cuando me concentro lo hago del todo, y cuando dejo de concentrarme, me descansa ver mucho a la gente”. Al cumplir 70 años, uno de los escritores mayores del siglo XX, el triestino Claudio Magris, a su manera, dijo algo semejante en una entrevista: “Odio el silencio de las bibliotecas; escribo en el tren y en el café”.

En esa dirección, mientras el café y su perfil literario empezaban a languidecer al promediar los años cincuenta en la Ciudad de México, Segovia fue, quizá sin saberlo, el más obstinado sobreviviente del naufragio. Preservó como nadie la relación café y literatura. Segovia ha sido fiel a esta relación desde los años en Las Chufas, pasando por la temporada de Montevideo (Tupinambá y Sorocabana), siguiendo por otros locales en sus regresos mexicanos (Konditori, Kineret, Auseba, Duca d’Est, Gandhi), hasta el madrileñísismo Café Comercial.

En 1947 Segovia se apareció por primera ocasión en Las Chufas, invitado por el pintor y escritor transterrado Ramón Gaya. Tenía veinte años. Si para Segovia los exiliados republicanos estaban al margen de la sociedad mexicana, el solitario y disidente Gaya estaba al margen del margen. A la mesa de Gaya llegaban Soledad Martínez, el poeta Juan Gil Albert, muy valorado hoy en España, y otros que, en su recuerdo, “eran marginales de lo marginal”.

Luego de la tertulia de Gaya, Segovia se integró en Las Chufas a otra de poetas ligeramente más jóvenes que él. De alguna forma surgió de ella una pequeña revista o pequeña plaquet a la que titularon Hojas, y la cual duró seis o siete números, y donde publicaron miembros del grupo: Michèle Alban, Enrique de Rivas y José María Gironella (quien después sería famoso como pintor).

Gran parte de la obra de Segovia se ha escrito en cafés: poemas, ensayos, artículos, relatos… Uno de sus más significativos poemas, “Del natural”, tiene como motivo y fondo la vida de asiduos parroquianos en Las Chufas:

Estoy en el café afuera cae la tarde
leo un libro que habla de la guerra de España
es un libro sereno y sin embargo arde
el día moribundo está hermoso me extraña

qué lentitud el tiempo nostálgico se aleja
volviendo la mirada hacia atrás como Orfeo
nos dice un largo adiós conmovido y nos deja
aquí como de piedra y sin ningún deseo

oh corazón ahito y avariento oh indolencia
en la mesa de al lado con mucha vehemencia
un hombre aceitunado y fuerte explica cómo
ilumina su vida la cría del palomo

más allá dos amantes con la misma cuchara
sorbiendo helado apagan sus miradas
ardientes
él es casado y mientras le acaricia la cara
siente un frío nocturno de insomnio entre
los dientes

una mujer se va otra ríe otra fuma
la vida se desdice y cambia como espuma
dice siempre otra cosa pero es la misma rima
“En el 36 el mundo se nos venía encima”

El alejandrino final, el terrible y desolador alejandrino, nos da toda la dimensión trágica de la derrota, del exilio y de la vida destruida de tantos refugiados españoles.
_____
* Extracto del libro El café literario en la Ciudad de México en los siglos XIX y XX, Aldus, México, 2001.


Tomás, el Nómada

José de la Colina

Una tarde, cuando, hacia la primera mitad de los años cincuenta, Tomás Segovia y yo conversábamos ante una mesa del café Las Chufas (en el corazón de la Ciudad de México), le oí decir, con naturalidad, sin tono de frase marmórea, eso que nunca he olvidado y que me sigue pareciendo la mejor definición del en principio indefinible fenómeno espiritual que es la poesía: “Un poema no es algo que está escrito en una página, sino algo que sucede entre esa página y el lector”.

Ha ocurrido desde entonces más de medio siglo de amistad entre Tomás y yo, de participación de los dos en no pocas publicaciones y actos y empresas y aventuras culturales, y desde luego de cálidas y a veces tempestuosas reuniones con Inés Arredondo (que fue su compañera y madre de algunos de sus hijos) y con Juan García Ponce y Juan Vicente Melo y Huberto Batis y algunos otros. ¿Qué ha pasado?, me pregunto, ¿no habíamos quedado en que nos iríamos juntos?

Y ahora que él ha fallecido a las no más de tres semanas que en una de sus casas temporales y/o alternativas estuvimos charlando él, su compañera María Luisa Capella y yo, sé muy bien que cada vez que relea uno de sus poemas o de sus ensayos, ocurrirá de nuevo la anagnórisis y Tomás resurgirá de la página y vendrá hacia mí, intensamente vivo como uno de los grandes poetas de habla española y como el constante Nómada, el español en México, el mexicano en España, que siempre encontrará casa en cada uno de sus lectores.

“Me interesa más la vida que la literatura”

José Ángel Leyva

Tomás Segovia volvió de España para morir en la tierra de sus hijos y de su adolescencia, en el México de su primera juventud, donde se formó intelectualmente y nunca dejó de ser un español con espíritu migratorio. Una de las mentes más brillantes de su generación.

Pocos días antes de viajar a México tuve esta conversación con Tomás, a quien siempre advertí a caballo entre lo español y lo mexicano. Lo que sigue es un fragmento del texto que él mismo revisó y aprobó.

¿Qué representa para ti la experiencia en la Red, el contacto diario con interlocutores próximos y lejanos?

En la informática, como en todo, desconfío de los dogmas. Por un lado, no creo que haya muchos escritores que hayan programado, como yo (hace años), su propio procesador de palabras. Más tarde manipulé un poco los que fui adquiriendo para hacer con una impresora común y corriente ediciones caseras de mis libros, y hace unos años que tengo un blog modestamente diseñado por mí. Pero por otro lado nunca he acabado de sumergirme en la mentalidad cibernética. No entiendo del todo las “redes sociales” y desconfío muchísimo de esos espacios tan obviamente manipulables para fines publicitarios o sabe Dios qué.

¿Qué vínculo hallas entre tu actividad artesanal de editor de libros y tu afición de cibernauta?

En parte ya respondí tu pregunta. Añadiré que esas dos actividades se parecen en la medida en que son dos maneras de escapar al círculo tradicional de comunicación con los lectores: dos maneras de regalar lo que uno escribe negándose a convertirlo en vergonzosa mercancía. Pero se distinguen en la medida en que regalar un libro a alguien sigue siendo un acto mucho más personal y humano que colgar algo en la red.

¿Qué piensas de la escritura transversal, además de ejercerla, y cómo logras ordenar y administrar tu paso de un género a otro: cuento, ensayo, artículo, novela y poesía?

Yo soy del tipo de escritor que no tiene ninguna dificultad para cambiar de género. (Por cierto, olvidas que tengo también una obra de teatro.) Nunca trato de hacer relatos poéticos o ensayos con suspenso porque, además, en nuestra época los géneros son lo bastante flexibles para que no haya que forzarlos. Reconozco sin embargo que en mis dos novelas, la publicada y la inédita, el tono ensayístico ocupa más lugar que en muchas novelas, aunque tampoco falta en muchas otras. He meditado sobre eso, pero éste no es el momento de hablar de ello. En cambio, puedo ir más al fondo y proponer que la diversidad de mis géneros es consecuencia de mi actitud básica ante la literatura: es ante todo la vida, no la literatura, lo que me interesa; es lo que la escritura revela, no la escritura misma. Otra cosa en la que soy muy poco moderno.

La extensión y diversidad de tu obra me conduce a la pregunta ¿cómo quieres ser recordado: como poeta, ensayista, intelectual, escritor, editor, académico?

Supongo que eso no es asunto mío, sino de la posteridad, si es que se acuerda de mí. Desde mi perspectiva, es como si me preguntaran cuál de mis hijos quisiera que se acordara de mí. No sabría responder.
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La versión íntegra de esta entrevista puede leerse en La Otra, revista de poesía, en su edición de octubre-diciembre de 2011.

Una forma de la amistad

José María Espinasa

Hace ya más de veinticinco años, cuando Luis Hernández Palacios me propuso hacerme cargo de la Dirección de Publicaciones de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), se dio una suma de circunstancias muy afortunadas. Algunas de ellas de carácter administrativo: diversas razones habían hecho que el presupuesto para hacer libros no se hubiera ejercido —yo entré en octubre— y no hubiera realmente tiempo de ejercerlo. El papel estaba entonces muy caro y en una movida muy arriesgada se decidió comprar una gran cantidad y contar con una provisión para el siguiente año. La decisión funcionó, pues el papel siguió subiendo y nosotros contábamos ya con él, y en tal cantidad que nos permitió negociar coediciones con otras instituciones. Pero sobre todo la apertura de Hernández Palacios a propuestas ambiciosas hizo que la UAM doblara su producción editorial anual en la Dirección de Difusión Cultural y recuperara la periodicidad mensual de su revista Casa del Tiempo.

Entre las propuestas que Hernández Palacios aceptó fue la de publicar en tres tomos los ensayos completos de Tomás Segovia hasta esas fechas. Escritor admirado por los que formábamos el equipo de Publicaciones —Javier Sicilia, Ernestina Loyo, María Baranda, Carlos Gaytán. Alberto Schneider, Natalia Rojas, María Luisa Vázquez, Carlos Miranda—, sus libros nuevos de poemas o ensayos se los disputaban el Fondo de Cultura Económica, Vuelta y El Equilibrista, por lo que una manera de publicar algo suyo era reeditar libros anteriores y se nos ocurrió la idea de juntar sus libros Actitudes y Contracorrientes. Hacía mucho que se habían agotado. De allí surgió casi naturalmente seguir con los ensayos que estaban desperdigados en revistas.

No teníamos experiencia en reuniones de esa envergadura ni contábamos con archivos electrónicos de los libros, así que hubo que levantar la tipografía, con los consabidos errores, y hacerlo un poco intuitivamente y sin ningún aparato crítico. Segovia, que ya vivía en España por esas fechas, fue paciente y ayudó en lo que pudo, pero cometimos errores que ahora nos harían sonrojar (sobre todo la cantidad de erratas en el primer volumen). Sin embargo, desde la aparición del primer tomo (1988), el proyecto fue muy bien recibido por el público, la crítica, e incluso en la UAM fue muy elogiado. Tanto que, según supe después, los buenos comentarios que un miembro del Consejo Universitario expresó en una reunión hicieron que el rector nos diera más presupuesto y facilitara la aparición del segundo tomo, Trilla de asuntos (1990, de casi 600 páginas). Un tercer tomo, bastante más delgado, apareció en 1991, con el título de Sextante. La recopilación de los ensayos y notas dispersos contribuyó a revelar al extraordinario ensayista ante el público.

A la salida de Hernández Palacios y la dispersión de su equipo no se continuó con el cuarto y quinto tomo que estaban más o menos planeados. Fue una lástima, ya que Difusión Cultural se había apuntado un gol con esos tomos, y podía haber explotado la línea editorial de Obras reunidas con autores cercanos a la UAM y de suma importancia en el medio académico y cultural. Pienso, por ejemplo, en que la UAM hubiera sido la indicada para hacer una edición de la narrativa completa de Severino Salazar, profesor en la Unidad Azcapotzalco durante muchos años. O incluso en las traducciones: se había publicado la poesía completa de Eliot —elaborada por José Luis Rivas, hoy inencontrable— y el primer tomo de la poesía completa de Saint John Perse.

Javier Sicilia inició una espléndida labor al frente de Ixtus, Ernestina Loyo se fue al Fondo a trabajar en las colecciones infantiles, Natalia Rojas y Carlos Miranda a Tierra Adentro, yo a La Jornada Semanal y Tierra Adentro. Tomás Segovia fue una presencia cotidiana en muchas de las cosas que hacíamos, con poemas, ensayos, cuentos, sugerencias, ideas y comentarios. Por eso, cuando se fundó Ediciones Sin Nombre Tomás Segovia se volvió casi de inmediato un referente de la editorial, y hoy contamos con 20 libros suyos publicados. Sin embargo, la aventura de sus ensayos completos (habría que pensar en unos siete u ocho tomos) nos excede. Sin duda es una tarea pendiente para el Fondo de Cultura Económica.

Publicar libros, me queda claro, es una forma de la amistad. Pero también es una forma de incidir en la cultura de tu tiempo. Editar a un autor, que además es un amigo y un maestro, es una manera de leerlo pegado al texto, a la letra, se diría: uno puede sintonizarse con sus cambios y virajes de intereses. Segovia no ha sido un ensayista con método, o su método ha sido el azar, la circunstancia y el deseo. Su único libro sistemático, Poética y profética, termina por ser un brillante alegato a favor de la libertad asistemática. Ese camino al garete o al socaire termina por volverse una necesidad y —como su primer libro— una actitud. Eso ha permitido, incluso impulsado, que se puedan hacer cortes longitudinales en su obra: por ejemplo los dos libros que publicó El Colegio de México, Sobre exiliados y Sobre lingüística, en los que el método se revela de través o a contracorriente.

En un momento, en España, Tomás Segovia se lanzó a un extraño proyecto: publicar sus libros en lo que llamó El taller del poeta, en bajos tirajes que regalaba a sus amigos (y a quien se los pidiera). La propuesta era doblemente provocadora: señalaba que quien quisiera podía tomar y publicar sus textos, o saquearlos impunemente, sin tener que responder ante ninguna ley, no desde luego ante la del derecho de autor, que, como sabemos, en los últimos años es en realidad una ley de la propiedad privada y refleja una ideología. Los editores —Ediciones Sin Nombre en México y Pre Textos en España— pedimos nuestro ejemplar y miramos para otro lado.

Entre las muchas lecciones que me han dado la persona y la obra de Tomás Segovia, editar su obra no ha sido la menor. Su trabajo en ese terreno, pocas veces atendido, es sin embargo muy importante, desde sus primeras colaboraciones en la revista Presencia de Jomí García Ascot, hasta su labor en la Revista mexicana de literatura y su pasó por Plural. Hace unas semanas se le rindió un homenaje repartido entre distintas ciudades: Monterrey, la Ciudad de México, Morelia —en el Festival de Poetas del Mundo Latino, en una emocionante y emotiva lectura final—, Aguascalientes —donde se le entregó el Premio Víctor Sandoval, junto a Juan Gelman— y San Luis Potosí. Su esfuerzo por compartir su poesía, con su voz lastimada por la enfermedad, fue en realidad otra, nueva, muy alta, lección editorial.

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