domingo, 20 de noviembre de 2011

Cioran y la sorna de la ironía

20/Noviembre/2011
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

Como Borges, como Kafka, Emil Michel Cioran fue un criptohumorista en el que alentaba una flema que inflama insoslayablemente su estilo, incluso cuando se pone serio y sentencioso. Lugar común de un cómodo fatalismo postexistencialista que, asumido sin el necesario sesgo que lo vuelva soportable, no deja de rentarlo como otro profeta de la falsa expectativa, siendo rumano aprendió a escribir en el mejor francés una prosa porosa donde el pesimismo es carta de ciudadanía y el desenfado la trapacería secreta de un íntimo odio que se volvió episodio cotidiano: “¿Qué hace usted todo el día? Me soporto.”

Esther Seligson fue su primera orgullosa traductora al español; Savater y Paz los avatares que descubrieron para el lector hispánico a un filósofo legible cuyos desplantes eran tan atractivos como su incalculable sentido del humor, rasgo a menudo escamoteado por quienes están más dispuestos a enaltecer su intransigencia intelectual que a festejar sus dotes histriónicas, su impecable amor a la paradoja. ¿De qué otro modo leer sus aforismos, molde en que mejor cuaja su pensamiento, sino como una diatriba que se muerde la cola? ¿Cómo puede uno “creerle”, sentirse seducido por sus reflexiones, cuando él mismo se encargó de decir que “si creemos tan ingenuamente en las ideas es porque olvidamos que han sido concebidas por mamíferos”? Y no es que sea inadvertible eso que Christopher Domínguez califica de “dicha de la reconciliación” en su prosa, vale decir, la “provocada por el verdadero desengaño”, sino que, asimismo, resulta muy evidente que su heterodoxia, su de(sen)cantada poesía conceptual, va facturada por la gracia del humor, ese lujo de la ambivalencia al que, como escribió Gómez de la Serna, es a lo que menos puede salírsele al paso.

No entiendo cómo el mismo Domínguez registra en su obra un “esfuerzo maniático por desterrar de ella todo lo que fuera lírico”, cuando la buena sazón de su escritura –iba a escribir: estilo– reside precisamente en cómo encarama en su modelo para armar tantos venablos verbales que es imposible seguir adelante si no se está asimismo dispuesto a reír un poco: “Sobre un planeta que compone su epitafio, tengamos la suficiente dignidad para comportarnos como cadáveres amables.” Como Borges, como Kafka (que son Twain y Bierce mirados a contraluz, es decir, decanos de la incertidumbre y el pasmo con que nos petrifica el humor), Cioran asume la sorna de una ironía que se baja de su pedante pedestal para mejor mirarse a sí misma en la escandalosa incandescencia del asombro: lo terrible, lo inaudito, lo irremediable es lo que en verdad incita la sonrisa. “El espermatozoide es un bandido en estado puro”, así como la leucemia “el jardín donde florece dios”, frases cuyo negro desencanto es al mismo tiempo un homenaje a la vida tal como nos negamos a verla.

“Solo tiene convicciones quien no ha profundizado en nada”, escribió alguna vez este advenedizo de sí mismo, dispuesto siempre a responder con desplantes de un humor que pervierte toda verticalidad, que no osa decir su nombre porque entonces se vuelve estatua de sal, chiste obligado. Pero su obra seguirá sin duda cortejando tejones en las madrigueras del pensamiento, lectores lúcidos o despistados, porque el magnetismo que genera es irremediable. Y también, sobra decirlo, porque, como él mismo lo sentenció, “una obra vive por los malentendidos que suscita”.

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