domingo, 15 de mayo de 2011

Irvine Welsh, el mudo irreverente

15/Mayo/2011
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Catapultado a la fama con su primer novela, Trainspotting (1993), Welsh ha recorrido un peculiar camino para volverse, quién lo pensaría, un escritor que ha dejado de reírse de todo y de todos.

En sus primeras novelas era claro que Welsh traía el alma guarra por delante, y sus escenarios y personajes eran los inmediatos de su entorno escocés y de los barrios pobretones donde el futbol, la cerveza imparable, el rock donde se venera al muy respetable Iggy Pop y, por supuesto, el sexo como sea y con quien sea, son los temas de lo inmediato y sobre los que encaminan sus esfuerzos mentales esos peculiares antihéroes, muchos sumidos con placer y sin culpa en el submundo de los narcóticos. El Mark Renton que interpretara Ewan McGregor en la también exitosa película hecha con bastante fidelidad al libro, ha quedado como una referencia cinematográfica por su doloroso transitar entre las crudas casi mortales de la heroína inyectada y la asimilación a una sociedad entre capitalista y burguesa en la que termina por aterrizar luego de su ejercida amoralidad. El monólogo inicial de Renton, donde explica que él, como miles más, escoge conscientemente la parte oscura (drogas en lugar de coches o estudios, o bienes desechables o mil cosas más que la sociedad espera de sus integrantes activos) incluso fue hecha canción en el segundo soundtrack de la película. Welsh, como muchos otros autores importantes, escribe en su dialecto nativo, sea o no correcto según la ortografía académica. Lo cual, por supuesto, resulta anulado con las traducciones, casi todas hechas en España, de esa peculiar como sonora jerga escocesa. Sin quererlo, esas traducciones nos remiten a la época donde todas las versiones de obras de fantasía o de ciencia ficción eran hechas en España, y así resultaba que los demonios alienígenas decían hostias, jolines y modismos peninsulares que restaban eficacia a la pelandrujada foránea.

La eficacia narrativa de Welsh no se ha perdido, pero ha evolucionado en su estilo. Desde los monólogos y las divagaciones sobre la “cultura pop” de los drogadictos de Trainspotting (que repiten en la secuela Porno, 2002; donde Sick Boy termina en la industria de la pornografía cinematográfica, para regocijo de quienes queríamos saber más sobre Spud, Renton, Sick Boy y el violento Begbie), Welsh ha transitado en forma y fondo para llegar a su reciente Crimen (2010, una notable novela negra sobre las mafias pederastas y los asesinos en serie, tanto en Londres como en Miami) con una clara fluidez en la literatura casi picaresca que, desde el principio, muestra a una sociedad donde lo sórdido no esconde la mirada burlona pero analítica del narrador. La forma de su escritura incluye juegos tipográficos y conceptuales, como en Escoria (1988), donde incluso el parásito estomacal (la solitaria) irrumpe en la divagación del protagonista (su anfitrión) para encimar sus pensamientos a media página. En una metáfora muy lograda, el gusano representa al propio huésped, un policía corruptazo que carcome a la sociedad en la propia institución encargada de poner orden, a pesar de que el sargento Bruce es una persona a la que ni su familia tolera y por eso lo dejan con sus adicciones a la mala comida, la mala bebida, la cocaína y la pornografía. Welsh empata la tipografía con la trama y nos recuerda que así como los adictos son humanos, también son espejo de una sociedad donde las “instituciones democráticas” sólo esconden males mayores que la oligarquía prefiere ocultar en un doble discurso que nos suena cercano en el México de las muertes violentas, como espectáculo y pantalla; por ello, el policía es tan escoria como los asesinos que busca.

Entre los textos psicodélicos y la fama cinematográfica de Acid house (1994), Welsh traslada la locura futbolera de Londres a África con Las pesadillas del marabú (1995), donde el hincha futbolero Roy Strang se va en busca del marabú (peculiar pájaro, símbolo de la crueldad y la depredación) para hacer otra metáfora donde ese animal es una sociedad malsana en la que sus pesadillas se hacen realidad en el propio personaje cuyas pulsaciones mentales forman parte de la trama, al estar en coma luego de la violación de una mujer que decide con rabia devolver la piedra y tallarla en la herida. Nuevamente la tipografía logra presentar varias voces al mismo tiempo (lo que piensa Roy en su voluntario descenso a la inconsciencia, lo que le dicen los visitantes e incluso lo que éstos piensan).

Temáticamente, Las pesadillas se hermana con Crimen: en ambos se establece la relación entre la propia violación del violador y la que impone a sus víctimas. Parte de la honestidad literaria de Welsh es anteponer lo inobjetable: el cuerpo y el sexo, pero también las vivencias imperecederas: en Porno, los personajes discuten sobre el viejo tema: ¿qué tiene que ver la pornografía con el sexo? Nada, todo es actuación: “A ver, ¿en la vida real quién tiene penetraciones triples en su vida sexual?” “No, sí es real. Tiene que serlo. Cuando te follan te follan, es una de las pocas cosas que quedan en nuestras vidas que es real, que no es un montaje.” Así, Roy es un prefacio para el inspector Ray Lennox de Edimburgo, quien en Crimen, luego de resolver un atroz asesinato con violación, es enviado a “relajarse” a Miami, donde se involucra “accidentalmente” (nada es azar, ya se sabe) con las víctimas, algunas voluntarias, de una red de pederastas y sus depredadores, quienes hacen convenciones públicas y con mensajes cifrados planean cómo detectar y atacar a madres solteras o divorciadas a lo largo del territorio gringo. Lennox tiene resabios de su afición al futbol, pero es apenas un pretexto para su actuar entre la locura de pretender combatir la criminalidad, aunque sea como una revancha personal por el abuso sexual sufrido en su infancia, y la imposible resignación de percibir que la maldad existe sin explicación ni justificantes.

Welsh ha dejado de reírse, pero no de escribir con poderío.

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