domingo, 15 de mayo de 2011

Arlt y Onetti: los siete locos y el viento

15/Mayo/2011
Jornada Semanal
Matías Cravero

En abril de 1900, Buenos Aires presencia el nacimiento de Roberto Arlt. De infancia pobre, en su juventud tuvo que desempeñar los oficios más variados, buscando la siempre difícil supervivencia en aquellos albores del siglo XX. Fue pintor de brocha gorda, aprendiz de hojalatero y peón en una fábrica de ladrillos, entre otros métiers.

En julio de 1909, Montevideo es testigo del nacimiento de Juan Carlos Onetti. Su infancia y juventud se desenvuelven en un contexto de austeridad material.

En su adolescencia Juan Carlos trabaja como portero, mozo de bar y vendedor de entradas en el futbolero estadio Centenario.

En 1934, mientras vivía en Buenos Aires, su amigo Ítalo Constantini (Kostia) le propone ir a ver a Roberto Arlt, que por esa época trabajaba para el diario El Mundo, con la intención de mostrarle la novela inédita Tiempo de abrazar, que Onetti acaba de finalizar. Del encuentro, el mismo Onetti relató lo siguiente:

Me estuvo mirando, quieto, hasta colocarme en alguno de sus caprichosos casilleros personales. Comprendí que resultaría inútil, molesto, posiblemente ofensivo hablar de admiraciones y respetos a un hombre que siempre estaría en otra cosa [...] Arlt abrió el manuscrito con pereza y leyó fragmentos de páginas, salteando cinco, salteando diez. De esa manera la lectura fue muy rápida. Yo pensaba: demoré un año en escribirla. Sólo sentía asombro, la sensación absurda de que la escena hubiera sido planeada [...] Luego dejó el manuscrito y le preguntó a Kostia:

–Decime vos, ¿yo publiqué una novela este año?

–Ninguna. Anunciaste pero no pasó nada.

Arlt comenzó a hablar con cierto exhibicionismo de sus Aguafuertes, culpándolas de tenerlo demorado. Finalmente dijo:

–Entonces, si estás seguro de que no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año.

Sin embargo, la novela nunca llegaría a publicarse totalmente. Sólo apareció un fragmento difundido por el diario Crítica y titulado “La total liberación.”

Ambos escritores cruzan con frecuencia el Río de la Plata. Buenos Aires/Montevideo, Montevideo/Buenos Aires. Ambos consiguen empleo como periodistas, y lentamente comienzan a publicar sus relatos y novelas. Tienen varias aventuras existenciales, viajan, triunfan en algunas cosas, fracasan en otras. El argentino muere en 1942 de un paro cardíaco. El uruguayo fenece en 1994 como consecuencia de una insuficiencia renal aguda.

Ahora bien, la intención del presente artículo no es realizar un repaso exhaustivo por las biografías de estos autores. El presente texto simplemente se propone reflexionar sobre dos libros que son altamente recomendables y que se hallan vinculados, atravesados por puentes que desafían las distancias físicas y temporales.

Adictos al cáñamo indio

Corría 1929 cuando la Editorial Claridad decide publicar Los siete locos. Esa novela de Arlt suscitaría en Onetti los siguientes comentarios, sobre la obra en sí misma y sobre el autor:

Había nacido para escribir sus desdichas infantiles, adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le sobraban. Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales interrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar piadosamente que Arlt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el idioma de los mandarines; pero sí dominaba la lengua y los problemas de millones de argentinos, incapaces de comentarlo en artículos literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo como amigo que acude –hosco, silencioso o cínico– en la hora de la angustia [...] Hablo de arte y de un gran, extraño artista.

En Los siete locos sus protagonistas se hallan empeñados en renovar la sociedad a través del asesinato. Por eso Erdosain planea fabricar armas bacteriológicas que diezmen a la humanidad. Así sólo quedarían unos pocos supervivientes tras el rociado masivo con microbios de la peste bubónica y el cólera asiático. Los dueños del mundo, una banda de cínicos y asesinos, educarían al puñado de varones y mujeres seleccionados para dar comienzo a una nueva etapa histórica. Las enseñanzas estarían basadas en una fe ciega en dios y los ángeles, que no serían meras entelequias conceptuales, sino realidades concretas, o mejor dicho, realidades apócrifamente materializadas por los dominadores del mundo, a través de distintos artilugios técnicos:

Una aristocracia de cínicos, bandoleros sobresaturados de civilización y escepticismo, se adueñaba del poder, con él a la cabeza. Y como el hombre para ser feliz necesita apoyar sus esperanzas en una mentira metafísica, ellos robustecerían el clero, instaurarían una inquisición para cercenar toda herejía que socavara los cimientos del dogma o la unidad de creencia que sería la absoluta unidad de la felicidad humana, y el hombre restituido al primitivo estado de sociedad, se dedicaría como en tiempos de los faraones a las tareas agrícolas. La mentira metafísica devolvería al hombre la dicha que el conocimiento le había secado en brote dentro del corazón…Toda ciencia será magia. Los médicos irán por los caminos disfrazados de ángeles… El hombre vivirá en plena etapa de milagro, y será millonario de fe.

Pero Erdosain sabe que más que una teleología o un conjunto de fines inmutables, el grupo de locos del que va a formar parte se adhiere a la necesidad de transformar el mundo. Y si para hacerlo, en determinada coyuntura hay que abandonar el proyecto de instauración de la fe absoluta por otro, por ejemplo de corte bolchevique, no se debe dudar.

En cuanto a la cuestión de la toma del poder, el Astrólogo, líder intelectual de la banda, es muy claro en sus apreciaciones:

Y aunque muchas veces se había dicho que si tenía oportunidad de poder asesinar a alguien no desperdiciaría la ocasión, volvió a detener sus preocupaciones en aquellos tiempos de misterio. Luego saltó de allí a la imaginación de una dictadura, que se sostendría mediante el terror impuesto por numerosas ejecuciones y el medio de anular esa repugnante impresión momentánea era representarse a los fusilados como hombres horizontales. En efecto, se imaginaba en el centro de la llanura el pequeño cuerpo de un hombre tendido, y al comparar la longitud del muerto con la de los millares de kilómetros que medía la tierra por él tiranizada, se apoderaba de la certidumbre que la vida de un hombre no tenía ningún valor. El otro se pudriría bajo la tierra, mientras que él, eliminado el obstáculo humano cuya longitud era la millonésima parte de la tierra suya, avanzaría hacia todas las conquistas.

A mi entender es factible que Arlt haya llegado a diagramar el plan de acción de los conspiradores de su novela a partir de un rastreo etimológico. La palabra “asesino” deriva del árabe hassasin y significa “adictos al cáñamo indio”. Entonces, cuando uno encuentra semejante definición etimológica, es más que tentador el deseo de indagar el nexo entre un fumador de hachís y la persona que asesina, es decir, mata.

Pues bien, indagando se llega a la historia del “Viejo de las montañas” y su panda de maleantes. En el último tercio del siglo XII dc, al norte de Persia, Hassan-i-Sabbah (“El viejo de las montañas”), consiguió levantar un palacio entre los escarpados cerros de la zona. Desde allí reclutó a un conjunto de hombres temibles que le juraron total fidelidad. Los malhechores cometían todo tipo de delitos: robos, secuestros, torturas y violaciones. La fe ciega en su líder surgía de la peculiar estrategia con la que éste los cooptaba. Se presentaba ante ellos como el enviado de Alá, los introducía a sus infrecuentes jardines, les proporcionaba abundante cáñamo indio y delicioso vino, los invitaba a copular con voluptuosas mujeres durante días y días. Luego les decía que si querían seguir disfrutando de esos tremendos gozos, tenían que salir a depredar los caminos y poblados hacia los cuatro puntos cardinales.

Es por eso que del nombre Hassan deriva el término hassasin y de este último surge el vocablo “asesino”.

Y justamente Arlt, cuando los conspiradores conversan buscando la mejor forma de atraer voluntades a su causa, pone en boca del Astrólogo la idea de inventar un Dios, un Dios de la selva o las montañas, que será representado por algún actor joven. Se imprimiría entonces una cinta cinematográfica en la que se vería al joven Dios haciendo milagros variopintos. En cuanto a las características fisonómicas del Dios y otras tácticas de reclutamiento (piensen en Hassan) dice el Astrólogo:

Elegiremos un término medio entre Krisnamurti y Rodolfo Valentino… pero más místico, una criatura que tenga un rostro extraño simbolizando el sufrimiento del mundo. Nuestras cintas se exhibirán en los barrios pobres, en el arrabal. ¿Se imagina usted la impresión que causará al populacho el espectáculo del dios pálido resucitando a un muerto, el de los lavaderos de oro con un arcángel como Gabriel custodiando las barcas de metal y prostitutas deliciosamente ataviadas dispuestas a ser las esposas del primer desdichado que llegue?

Una vez más, el fin es la transformación de la sociedad, la liberación del superhombre dormido, existente sólo en algunos pocos individuos. El asesinato y la desvergüenza son los medios. La instalación de prostíbulos financiará sus cometidos. Por todo esto es que el Astrólogo afirma inmutable: “Seremos bolcheviques, católicos, fascistas, ateos, militaristas, en diversos grados de iniciación.”

Y además, no podemos olvidarnos del Erdosain sufriente y angustiado. El Erdosain prostibulario, puro, ingenuo, amargo, abatido, impetuoso. Una suma de contradicciones en constante movimiento dialéctico. El Erdosain inventor, tramando creaciones de difícil o imposible concreción. El mismo Arlt soñaba con hacerse rico a través de algún invento exitoso. En esa búsqueda es que funda junto con el actor Pascual Naccaratti la sociedad arna (Arlt/Naccaratti), instalando un pequeño laboratorio químico en Lanús, provincia de Buenos Aires. Lo máximo que llegaron a crear y patentar fueron unas medias “impermeables”, reforzadas con caucho, que nunca serían comercializadas.

Sólo con vino puedo aguantar los reportajes

En 1979 la editorial española Bruguera publica Dejemos hablar al viento, contundente novela de Juan Carlos Onetti. Y tildarla de contundente pareciera ser un mero y banal recurso de escritura. Pero en verdad es una novela rotunda y categórica. Sus personajes se mueven entre “Lavanda” y “Santa María”, dos ciudades que no están registradas por ninguna cartografía tradicional, pero que tienen una nitidez única en el mapa onettiano. Tal vez sea por su clima mesopotámico, por sus humedades y descascaramientos, pero lo cierto es que son urbes que se sienten extremadamente reales. Como reales son los personajes que las habitan.

El texto es hipnótico, con lenta y desganada maestría nos sumerge en un sugestivo entrevero, donde la locura, el absurdo y el suicidio rondan ávidos de combustible.

En Dejemos hablar al viento aparece con fuerza la cuestión de la fe. Y no como una fortaleza, o como una inclinación laudable de la civilización cristiana, sino como un chancro del espíritu. Algo que nos vuelve intransigentes, esquemáticos, fatalmente recurrentes. Eso lo entiende Medina, el comisario y pintor de cuadros:

Desde muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre. La fe los obliga a la acción, a la injusticia, al mal; es bueno escucharlos asintiendo, medir en silencio cauteloso y cortés la intensidad de sus lepras y darles siempre la razón.

Al igual que los personajes principales de Los siete locos, el Medina de Onetti se muestra marxista si conversa con un marxista, freudiano si charla con un fanático del médico austríaco, patriota si su interlocutor es un pundonoroso militar.

Medina es un bebedor y un mujeriego empedernido. El licor de caña es su favorito. En cuanto a las mujeres, no exige demasiados requisitos, aunque tiende claramente hacia las más jóvenes.

En una entrevista en la que le preguntaban por la leyenda negra que lo rodeaba, según la cual, entre otras cosas, era un inescrupuloso que tomaba a la gente como conejillo de indias, Onetti contesta que no es así, que él no es un alcohólico mujeriego. Entonces la periodista le dice: “Sin embargo, se casó cuatro veces y desde que llegué se tomó sus buenos tres vasos de vino.” La respuesta, ingeniosa y mordaz: “Sólo con vino puedo aguantar los reportajes.” Su entrevistadora, María Esther Gilio, insiste: “¿Usted no cree que la leyenda tiene un buen pie en su literatura?” “No, mi literatura es una literatura de bondad. El que no lo ve es un burro.”

Y ambas cosas son ciertas. Es decir, sus personajes tienen matices inescrupulosos, pero también sacan a relucir un fondo de bondad. Tal es el caso de Medina, cuando se apiada de la frágil Juanina, a quien encuentra en la playa. Se acerca a ella, charla, se interesa por sus cuitas, y luego le ofrece alojamiento en casa de Frieda. O cuando el recio comisario ayuda una y otra vez a Seoane, pese a no estar seguro si es verdaderamente su hijo. Lo andamia económica y emocionalmente.

Medina, como buen comisario, tolera los delitos siempre que él esté al tanto de quién y cómo los comete, además de quedarse con alguna que otra prebenda por su magnánima tolerancia. Pero una tarde de otoño, en la ribera oriental del río Uruguay, al encontrarse con un contrabandista, la delgada línea que los separaba del lado de los maleantes acaba por borrarse:

Aceptarle dinero hubiera sido lo mismo que quedarme en Santa María o continuar siendo yo. Y agrego, por si a usted le importa, y da lo mismo que lo sepa o no, que le importe o no, que cobre sueldo en uno o en los dos servicios de información, que el pibe Manfredo sigue navegando. Si alguna vez tropezamos, sólo se trata de un saludo de mano levantada, una sonrisa y un desviar de ojos. Como comprenderá, aquella tarde supimos que éramos amigos; no mucho pero para siempre.

Medina hacía meses que seguía la pista del famoso contrabandista el “pibe Manfredo”, y cuando finalmente descubre su guarida, en vez de detenerlo se sienta con él a beber coñac y a fumar. Comprende que los unían más cosas de las que los distanciaban. Luego cruza en la lancha del pibe hacia su exilio en Lavanda, donde retomará su antigua pasión de pintor. Y aunque tras difusos meses retorne a Santa María y vuelva a ejercer como comisario, nunca se borrará de su conciencia la idea clara e irreversible de que entre policías y ladrones la distancia se reduce únicamente a un absurdo espejismo, socialmente construido con “inocente hipocresía” e imbecilidad:

Y ellos continuaban avanzando, sin saber, atravesando el vino de la primera misa, la lucha por el pan de cada día, la ignorancia y la necedad.

Avanzaban, alegres, distraídos, pocas veces dudando; tan inocentes, relajados o tiesos, hacia el hoyo final y la última palabra. Tan seguros, comunes, callados, recitadores, imbéciles.

El hoyo los había estado esperando sin verdadera esperanza ni interés…

Las ruinas que se amontonan sobre las ruinas

Parafraseando al tango, se puede afirmar que el siglo XX ha sido problemático y febril. Y nuestros dos autores, en la barca-orbe, sacudidos por el oleaje. Arlt fue contemporáneo de buena parte de los fenómenos más escabrosos de la centuria. Onetti estuvo directa o indirectamente atravesado por todos ellos. Sobre el “ángel de la historia” escribió una vez Walter Benjamin:

Ha vuelto su rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

Y las ruinas de sus propias biografías, más las ruinas generales de la historia, sin lugar a dudas pesaban sobre los espíritus de estos dos grandes escritores. Pesaban y rechinaban, exudando su vejez acre y abatida. Pero ellos, que coquetearon tantas veces con la idea del suicidio, no se dejaron aplastar. No fueron ingenuos, mas tampoco fatalistas.

Quizá la frase de Medina permita entender por qué Arlt y Onetti no se mataron y siguieron en la maroma hasta el final: “Me gusta todo, me gusta ser feliz con todo. Eso pasa cuando uno se entera a tiempo, y se entera de veras, de que nada importa y de que las comprensiones posibles son infinitas e inseguras. Me gusta vivir.”

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