El Cultural
Roberto García Bonilla
A la memoria de Federico Álvarez Arregui
La desmesura que rodea a algunos seres nos deslumbra, entonces los vemos entre fulgores y sombras con ojos parpadeantes y, al valorar sus acciones, usualmente la cordura no nos acompaña. Pareciera que la originalidad de esas figuras excepcionales por su talento y extravagancia, no es asimilable para quienes sufren de indolencia o envidia. Juan José Arreola Zúñiga (Zapotlán, el Grande —ahora Ciudad Guzmán—, 21 de septiembre 1918; Guadalajara, Jalisco, 3 de diciembre de 2001) es uno de los seres ensombrecidos por su propio lumen. Su vida y su obra son un modelo de entrega al arte y de minucia estilística en la creación literaria. Envuelto en los vaivenes de la grandeza y el desarraigo, de la singularidad y el olvido. Como pocos escritores en nuestras letras, él no necesita presentación. De él se recuerdan, sobre todo, sus encantados parlamentos, improvisados ante micrófonos de mesas redondas, de la radio y de la televisión. Su obra ahora vive una época de relecturas y valoraciones inéditas.
Juan José Arreola nació el 21 de septiembre de 1918 en Zapotlán, el Grande —donde Alfredo Velasco fue su primer guía literario— y desde pequeño se desempeñó en múltiples oficios hasta sumar una veintena, tan distintos como relojero, carpintero, tipógrafo, granjero, panadero, maestro de secundaria, vendedor de sandalias en abonos y comediante. Fue pionero de los talleres literarios, en espacios como La Casa del Lago, que el mismo bautizó y dirigió (1959-1962), además de corrector, editor y traductor. Becario de El Colegio de México (1947), en el Centro Mexicano de Escritores perteneció al primer grupo de becarios (1952), además de dar nombre y ser director literario de la compañía teatral Poesía en Voz Alta (1956). Practicó el ciclismo y el ping-pong, aunque el ajedrez fue su pasión más grande:
Yo no he dedicado a la literatura ni la milésima parte de lo que he dedicado al ajedrez. Pronto me di cuenta de dos cosas: de que la literatura y el ajedrez son imposibles, [de que] es el único juego que vale la pena jugar porque nos sobrepasa, como las piezas de Shakespeare, las novelas de Dostoievski o los más grandes poetas de la humanidad.1
Louis Jouvet y Jean-Louis Barrault fueron sus maestros en la Comedia Francesa, pero su legado —que no ha tenido la resonancia de su imagen— son las quinientas páginas contenidas en Varia invención (1949), Confabulario (1952), cuentos
—Bestiario (1958), que incluye Cantos de mal dolor y Prosodia—. También está el resto de su obra narrativa: La feria (1963) —novela— y Palindroma (1971), que contiene Variaciones sintácticas y Doxografías. Libros menos conocidos son Gunther Staphenhorst,2Ramón López Velarde: El poeta, el revolucionario [1988] (Alfaguara, 1997) y el poemario Antiguas primicias (1996, Secretaría de Cultura de Jalisco). Hacia 2003 se publicaron varios libros de y en torno a Arreola: la reedición de Inventario (selección de artículos periodísticos de mediados de los años setenta, publicado originalmente en 1976 por Grijalbo); la compilación de la llamada prosa oral realizada por Jorge Arturo Ojeda y publicada en los libros Y ahora la mujer… (1975) y La palabra educación (1973, SEP Setentas); Juan José Arreola. Breviario alfabético, con selección y prólogo de Javier García-Galiano; Arreola y su mundo de Claudia Gómez Haro. Acaso los más importantes sean las 29 entrevistas reunidas por Efrén Rodríguez en Arreola en voz alta, además de Prosa dispersa, 43 textos casi desconocidos, algunos inéditos, compilados por Orso Arreola, quien también escribió en coautoría con su padre uno de los testimonios directos del escritor: El último juglar. Memorias de Juan José Arreola (1937-1968). Otro título es Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso (Conaculta, 1994). Y Orso, hijo del escritor, publicó Juan José Arreola, vida y obra (Secretaría de Cultura de Jalisco).
—Bestiario (1958), que incluye Cantos de mal dolor y Prosodia—. También está el resto de su obra narrativa: La feria (1963) —novela— y Palindroma (1971), que contiene Variaciones sintácticas y Doxografías. Libros menos conocidos son Gunther Staphenhorst,2Ramón López Velarde: El poeta, el revolucionario [1988] (Alfaguara, 1997) y el poemario Antiguas primicias (1996, Secretaría de Cultura de Jalisco). Hacia 2003 se publicaron varios libros de y en torno a Arreola: la reedición de Inventario (selección de artículos periodísticos de mediados de los años setenta, publicado originalmente en 1976 por Grijalbo); la compilación de la llamada prosa oral realizada por Jorge Arturo Ojeda y publicada en los libros Y ahora la mujer… (1975) y La palabra educación (1973, SEP Setentas); Juan José Arreola. Breviario alfabético, con selección y prólogo de Javier García-Galiano; Arreola y su mundo de Claudia Gómez Haro. Acaso los más importantes sean las 29 entrevistas reunidas por Efrén Rodríguez en Arreola en voz alta, además de Prosa dispersa, 43 textos casi desconocidos, algunos inéditos, compilados por Orso Arreola, quien también escribió en coautoría con su padre uno de los testimonios directos del escritor: El último juglar. Memorias de Juan José Arreola (1937-1968). Otro título es Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso (Conaculta, 1994). Y Orso, hijo del escritor, publicó Juan José Arreola, vida y obra (Secretaría de Cultura de Jalisco).
Su labor como editor es invaluable en nuestras letras. Publicó las revistas Eos (1943), y Pan (1945), que dejó para irse a París unos meses. El número uno de la jalisciense Eosapareció en julio de 1943 y el número cuatro, en octubre de ese mismo año, editada por Arturo Rivas Sainz y Juan José Arreola: “Cuando le di a leer [a Rivas Sainz] mi primer relato, ‘Hizo el bien mientras vivió’, me dijo entusiasmado: ‘Esto hay que publicarlo cuanto antes, te propongo que hagamos una revista literaria de carácter monográfico para publicar íntegro el texto’”.3
De 1946 a 1948 trabajó en el Fondo de Cultura Económica. Dio nombre a los Breviarios, colección para la cual tradujo La isla de Pascua, de Alfred Métraux; El cine, su historia y su técnica, de Georges Sadoul; El arte teatral, de Gaston Baty y René Chavance, y El arte religioso de Émile Mâle. Entre 1950 y 1953 apareció la primera serie de Los presentes, con títulos de autores que ahora son imprescindibles en la literatura mexicana. La segunda serie apareció entre 1954 y 1957. Incansable, también editó los Cuadernos y Libros del Unicornio (1959-1964) y entre 1964 y 1967 publicó la revista Mester, de la cual aparecieron doce números, producto del taller literario del mismo nombre.4
De casi todos los creadores se dice que su mejor obra está por llegar o nunca llegó. Este aserto, que no deja de ser lapidario, en Arreola se acerca a la certeza por más de una razón: la devoción, la libertad y el respeto con que asumió la literatura, desde una postura lejana al mercantilismo y la complacencia que hoy reina en los medios literarios y académicos. Este respeto entraña un rigor y autocrítico, también ya muy adelgazado en nuestros días.
LA AUTOCRÍTICA EN ARREOLA no es sinónimo de aislamiento, mientras el silencio escritural —que, como observamos antes, no fue total— parece directamente proporcional a esa especie de máquina parlante, dirigida por una lucidez excepcional, en la que se convirtió el escritor. Ello dio lugar a su llamada prosa oral, la cual Orso Arreola propone distinguir de la prosa escrita, de la cual muchos hemos gozado, aunque sea de manera accidental. Esta capacidad verbal parece ser uno de los motivos por los cuales abandonó la escritura de la auténtica literatura, como él decía; confesó varias veces sentirse ya no un escritor sino un hablador. Recordaba que siempre tenía posibilidades de hablar, en cada ida a la universidad, en los pasillos de Filosofía y Letras, por todas partes. Concluía que la capacidad verbal de algunos escritores —como Oscar Wilde— había perjudicado su obra: “Alguien que tiene cierta posibilidad de manifestar el ser de manera verbal, ¡qué terrible peligro! Porque uno se saquea a sí mismo al hablar”.5
Se repite que la vocación y la constancia distinguen a un escritor de un simple contador de historias o un cronista, pero el temperamento marca más el destino de un ser que sus hábitos e inclinaciones. Arreola dijo ser un escritor que no trabajó nunca:
Yo no he escrito en mi vida más que unas semanas. Eso es todo. Y entre esas semanas de escritura a veces pasaban años, no de esterilidad, porque yo vivía una vida muy rica: estaba enamorado, y no me iba a poner a escribir. Siempre me dediqué a la mujer amada de una manera enloquecida y sólo tomaba la pluma cuando venía la ruptura. Por eso casi todos mis textos están escritos en un estado de depresión amorosa.6
Hay que leer entre líneas y cuidarse de la literalidad al oír a conversadores y oradores experimentados como Arreola. Estas palabras son las de un superdotado que tenía cabal conciencia de cuanto decía y hacía; eso muchas veces le sirvió como muralla de protección hacia los otros. Muy pocos han podido penetrar su obra; sabe que “la gente no puede menos que aceptar que escribo bien y que soy un artesano de calidad. Esta es acaso mi única virtud”.7 En este “acaso” más que duda hay simulación. Sabiendo que hay más virtudes, señala en la misma conversación: “Soy un escritor más difícil de lo que parezco, un escritor que premia a sus lectores por la facilidad de la escritura. Pero cuando alguien quiere meterse, ¡ay de él!, no logrará entrar mucho, porque es demasiado hondo el terreno”. Arreola no puede concluir con más convicción la idea: “Tengo pasajes de escritor imposible, porque yo mismo no los entiendo y no puedo adivinar hasta dónde llegué […] En ‘La mujer amaestrada’, por ejemplo, hay momentos en los que no sé qué pasó”.8
VAYAMOS A LOS INICIOS editoriales del escritor que a los diez años sentía que ya era germen de poeta “porque sentía la marea. Esa marea de la que habla Stephen Dedalus en el Retrato de un artista adolescente de Joyce y que no era otra cosa que la inspiración”.9
Transcurría el año 1944 cuando Alfonso Alba lo presentó con Antonio Alatorre. El autor de “El guardagujas” trabajaba en el periódico El Occidental. “Con él compartí —evoca el cuentista— el gusto por las ediciones críticas. Estuvimos juntos con don Alfonso Reyes y Raimundo Lida en El Colegio de México. También trabajamos juntos con don Daniel Cosío Villegas”.10 A los dos meses de haberse iniciado esta amistad, Alatorre se convenció de que no sería abogado; su vida cambió con las nuevas lecturas: Rilke, Cocteau, Neruda, García Lorca, Papini. La vocación de maestro de Alatorre, la libertad y el entusiasmo fueron virtudes que signaron a Arreola: “Me tomó de la mano y de la manera más natural del mundo se hizo mi maestro […] ocurrió una auténtica transfusión: […] me contagió su experiencia, y yo conseguí hacerla mía […]; después de unos diez meses de magisterio, me juzgó lo suficientemente déniaisé para acompañarlo en la aventura de Pan”.11 Hay que recordar que, años más tarde, también fueron discípulos de Arreola José Emilio Pacheco, Vicente Leñero, Alejando Aura, René Avilés Favila, José Agustín y Federico Campbell.
Entre marzo y abril de 1945, Arturo Rivas Sainz presentó a Juan José Arreola y a Juan Rulfo a través de amigos mutuos, como Ricardo Serrano. En ese tiempo, “Rulfo trabajaba en algo vagamente relacionado con Aduanas, a pocos pasos del periódico Occidental, en un edificio y una oficina y un escritorio que andaban por el rumbo de lo gris y melancólico”.12
En su breve y casi milagrosa vida, Pan proyectó e irradió a tres de los más importantes pilares de nuestra literatura: Juan José Arreola, Juan Rulfo (1917-1986) y Antonio Alatorre (1922-2010). Sus tirajes no rebasaban los cien ejemplares y estaba lejos tener anuncios que dan cuenta de la época en publicaciones como Taller y El hijo pródigo.
Los editores de Pan fueron lectores privilegiados de Rulfo, aunque antes Efrén Hernández (1904-1958) se ganó la confianza del autor de “La vida no es muy seria en sus cosas”. Este fragmento de relato —el primero que publica Rulfo— aparece en la revista América en junio de 1945; un mes después, Pan publica “Nos han dado la tierra”. Casi todos los cuentos que luego conformaron El llano en llamas los dio a conocer la revista América, que también estuvo a punto de publicar Pedro Páramo.13
Alatorre recuerda que la revista jalisciense, que publicó siete números entre junio de 1945 y febrero de 1946,
fue mero juego, diversión pura. Arreola y yo, cuando la hicimos, andábamos en las nubes. Soñábamos y era placentera la ilusión de que nuestros sueños iban cuajando en algo concreto […] Los primeros que recibían Pan eran, naturalmente, los tres amigos que formaban, con Arreola y conmigo, la tertulia literaria de Guadalajara […] Arturo Rivas Sáinz, Adalberto Navarro Sánchez, y un señor Ríos. Nos reuníamos a platicar y a divagar en el café Nápoles, y pasábamos buenos ratos, especialmente cuando teníamos visitas de la metrópoli: Alí Chumacero, rebosante de anécdotas; Lupe Marín, paisana de Arreola, inolvidable; y el agudo y cáustico Octavio Barreda.14
La amistad entre Arreola y Rulfo fue muy intensa en los meses previos al viaje de Arreola a Francia. Se encontraban en el café Nápoles, con frecuencia iban al cine y alguna vez el escritor de Zapotlán fue a escuchar música clásica a la casa de su amigo de Sayula.15
Arreola se fue a París en noviembre de 1945 y le dejó la revista a su amigo y hermano de Autlán, Antonio Alatorre. Cuando el escritor de Sayula les entregó el cuento “Nos han dado la tierra”, “¡Vaya si fue sorpresa! […] Lo mejor de Pan, lo más original en ese momento, lo más alto, son sin duda los cuentos de Arreola y de Rulfo”.16
Arreola habló siempre afectuosamente de su amigo de Sayula; la memoria le trae a un hombre tímido, un poco huraño, que le sorprende con narraciones que no podía creer; pareció crearse entre ambos una complicidad silenciosa.
Los cuentistas jaliscienses se encontraron de nuevo en 1947 en el departamento que Arreola habitaba en la Ciudad de México. Luego fueron vecinos en la calle de Río Pánuco. Ya en el Fondo de Cultura Económica, Arreola promovió la publicación de El llano en llamasy de Pedro Páramo. Con los años se dejaron de ver. Pero al menos en los testimonios escritos y las presentaciones públicas se advierte en ambos admiración y un mutuo respeto. Ambos escritores compartieron éxitos y fracasos personales en la década de los cincuenta. Luego se distanciaron. “Recuerdo que la última vez que platiqué con Rulfo fue dentro de un avión que volaba sobre la cordillera a 20 mil pies de altura. Regresábamos desde Buenos Aires, donde los dos asistimos a la Feria del Libro [1979]. Hablamos durante diez horas. Juan me reveló en las alturas muchos aspectos de su alma que yo desconocía”.17
La historia con sabor a leyenda en torno a la ordenación definitiva de Pedro Páramo merece una mención aparte:
Sobre una mesa enorme, entre los dos [Rulfo y Arreola] nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas… Dios existe, yo creo en Dios. ¡Esa tarde existió! Y yo no tengo más mérito que haberle dicho a un amigo: “Mira, ya no aplaces más. Pedro Páramo es así”.18
En una ocasión le pregunté a Antonio Alatorre: “¿Entonces sí es cierto que Arreola le dio el orden al texto final?”. El filólogo respondió enfático:
Si Arreola hubiera inventado eso después de la fama de Rulfo, se podría sospechar. Pero me lo contó cuando estaba sucediendo. Yo estoy al corriente de la gestación de Pedro Páramo. Arreola me dice: “estoy entusiasmado con lo que he visto, el problema es que Rulfo no sabe cómo darle forma”.19
En otro momento, Alatorre escribió que el propio Arreola le contó que puso sobre una mesa
… los distintos montoncitos de cuartillas, y comenzamos a acomodarlos mientras yo le decía esto aquí, esto quizá después, esto mejor hacia el comienzo. Tardamos varias horas, pero al final Juan estaba ya más tranquilizado […] Yo creo que cualquiera que fuera el orden que se diera a los fragmentos, existiría Pedro Páramo igual, dejando sólo la parte final exacta como está.20
Por su parte, José Emilio Pacheco desmintió esta versión medio centenar de veces, restituyendo a Rulfo la autoría absoluta de Pedro Páramo: “Por esos años Juan José Arreola dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de rescribir gratuita y generosamente muchos libros ajenos —pero en modo alguno los de su amigo Rulfo”.21
La literatura de Arreola y la de Rulfo son distintas en su temática: ambos representan un cambio significativo en la literatura mexicana y coinciden por la calidad de sus obras. Emmanuel Carballo señala en un texto publicado en marzo de 1954 en Revista Universidad de México:
Arreola nació adulto para las letras, salvando así los iniciales titubeos. Poseedor de oficio y malicia, dueño de los mecanismos del cuento, rápidamente se situó en la primera línea. En cambio, Rulfo es cuentista de cámara lenta que silenciosamente se ha venido colocando entre los más significativos […] Arreola es la corrección y la fiesta del lenguaje; Rulfo, la muerte y el triunfo del pueblo. Arreola planta sutiles casos de conciencia, intrincado problemas intelectuales; Rulfo, patentes problemas del diario subsistir, elementales y hondos […] Los mundos de ambos novelistas, distintos en esencia, coinciden, sin embargo, en la piedra de toque de cualquier obra artística: la calidad.22
Arreola vio en el texto de Carballo —que mostraba su literatura como innovadora, distinta de los herederos de la Revolución Mexicana— un endurecimiento de las posiciones de los “rulfistas” y los “arreolistas”; los nacionalistas y los universalistas respectivamente. El autor de Confabulario explicó esas pugnas formales e ideológicas de modo más individual: aunque desde la publicación de El llano en llamas (1953) hubo quienes quisieron enemistarlos, “me limito a decir que Juan y yo éramos ‘la yunta de Jalisco’, porque los dos nos llamábamos igual, nacimos casi el mismo año y en la misma región de Jalisco”.23
Rulfo, es curioso, llegó a decir que él no se fijaba “bastante” en el estilo. En 1981, al compararse con Arreola confesó, a un lado de su amigo en el Centro Pompidou:
Es un cultista […] no le interesa contar una historia, sino cómo contarla. Es un estilista en realidad, cosa que muchos de nosotros no. […] Nunca pude captar su estilo. Ante la elevada calidad que él tenía, yo busqué, como dijo cierto compañero, el sincretismo entre lo español y lo indígena. […] Juan José Arreola buscó la cultura europea mientras yo apenas intenté querer alcanzar la cultura mexicana. Por eso hay esa especie de diferencia en los estilos y aun en los temas.24
La abundancia de anécdotas, opiniones y —en menos proporción— análisis entre ellos son tantas y diversas que pueden concluirse muchas interpretaciones sobre “la yunta de Jalisco”. Se ha especulado mucho sobre la enemistad entre ellos; Max Aub, por ejemplo, señala en sus Diarios que se odiaban.
La relación entre Arreola y Rulfo —más allá del anecdotario, teñido de claroscuros— nos revela las grandes coincidencias en dos personalidades tan contrastantes; dos maneras distintas de enfrentar la vida cotidiana con visiones sobre el mundo y la creación, en esencia, semejantes. Ambos se sentían desarraigados en el mundo; ninguno de los dos creía ser bondadoso; fueron enfermizos casi toda su vida. La literatura nunca pudo ser para ninguno de los dos un oficio y menos una profesión. Estaban conscientes de la escritura como arte y el desarrollo histórico de la literatura, pero sin decirlo directamente aceptaron la presencia de la inspiración, más como un don para aquellos tocados por el genio que como impulso natural para enfrentar el papel en blanco. Esa idea de la literatura como una totalidad, donde la visión del mundo se inserta en una escritura cuyo cuerpo es poesía —es decir prosa poética— llevó a los dos escritores jaliscienses al silencio creativo, rodeado de leyendas y entredichos.
Para los críticos aparecen nuevos retos: enfrentar con hondura y constancia el corpuscreativo de Juan José Arreola.25 Y, entre tantos temas importantes, uno significativo será observar las diferencias y semejanzas entre la prosa oral y la prosa escrita, así como la real influencia en nuestra literatura.
En el caso de Rulfo el camino es inverso; la desmesurada bibliografía en torno a su obra tuvo su auge al término de la década de los ochenta y principios de los noventa. Hoy se vive un momento de transición; luego de varias décadas de la fascinación por la muerte y la reivindicación de la esencia de lo propio, de lo mexicano, corresponde a los jóvenes lectores encauzar las nuevas lecturas de Rulfo, que en los últimos lustros han sido reveladoras alrededor de la fotografía y, más recientemente, en torno a su vínculo con el cine, amén de trabajos biográficos. Ahora las investigaciones más esmeradas que conocemos en torno al escritor de Apulco se dirigen por una parte a su vida, más que a su obra, lo cual puede implicar una desmitificación o una deificación; por otra, los estudiosos están realizando más una suma de la crítica por más de medio siglo, planteando nuevos enfoques y temas de análisis. Buscan distintas metodologías, nuevas maneras de enfrentar a un autor cuyo inefable poético ha llevado su obra de la exégesis interpretativa al paulatino silencio: el mismo que llevó a cuestas con dignidad los últimos 31 años de vida.
Notas
1 Efrén Rodríguez, “Hay que hacer tablas con la vida”, en Arreola en voz alta, Conaculta, México, 2002, p. 360.
2 Gunther Staphenhorst se publicó en 1946 y fue reeditado en México por Aldus en 2001.
3 Orso Arreola, El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, Diana, México, 1998, p. 180.
4 Sobre la labor del editor Juan José Arreola, véase de Oscar Mata Juan José Arreola, maestro editor (Ediciones sin nombre-Universidad Autónoma Metropolitana, 2003) que registra los proyectos mencionados, sus autores y sus títulos.
5 Mauricio de la Selva, “Autovivisección de Juan José Arreola”, en Arreola en voz alta, Conaculta, México, 2002, p. 76.
6 Héctor de Mauleón, “No me interesa nada, sino lo imposible”, en Arreola en voz alta, Conaculta, México, 2002, p. 356.
7 Idem.
8 Ibid., pp. 356-357.
9 Veáse Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso, Conaculta, México, 1994, p. 18.
10 Orso Arreola, op. cit., p. 199.
11 Antonio Alatorre, “Juan José Arreola”, en Letras Libres, núm. 10, octubre de 1999, p. 85.
12 Antonio Alatorre, “Presentación” de Pan en Revistas Literarias Modernas, Eos, 1943. Pan, 1945-1946, FCE, México, 1985, p. 224.
13 Sergio López Mena, Los caminos de la creación en Juan Rulfo, UNAM, Biblioteca de Letras, México, 1993, p. 59.
14 Véase Antonio Alatorre, “Presentación” de la revista Pan, op. cit., p. 224-226.
15 Juan José Arreola, “Juan Rulfo y yo: La yunta de Jalisco”, unomásuno, 25 de enero de 1986, s/p.
16 Véase Antonio Alatorre, ibid., pp. 219-238.
17 Juan José Arreola, “Juan Rulfo y yo: La yunta de Jalisco”, op. cit.
18 “¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?” (A. Ponce, A. Alatorre y Juan José Arreola), en Homenaje a Juan Rulfo, recopilación, revisión de textos y notas de Dante Medina, Universidad de Guadalajara, Jalisco, 1989, pp. 208-209.
19 Roberto García Bonilla, “Mirada de la memoria”, entrevista con Antonio Alatorre, Los Universitarios, núm. 87, septiembre de 1996, p. 13.
20 Antonio Alatorre, “La persona de Juan Rulfo” en Literatura Mexicana, vol. X, núms. 1-2, 1999, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, pp. 244-245.
21 José Emilio Pacheco, “Obras completas de Juan Rulfo” (Inventario), Proceso, núm. 39, 1 de agosto de 1977, p. 56.
22 Emmanuel Carballo, “Arreola y Rulfo” (fragmento), en Joseph Sommers, La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, SepSetentas, núm. 164, 1974, México, pp. 23-25.
23 “¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?” (A. Ponce, A. Alatorre y Juan José Arreola), en Homenaje a Juan Rulfo, Recopilación, revisión de textos y notas de Dante Medina, Universidad de Guadalajara, Jalisco, 1989, p. 209.
24 Juan Cruz, “Juan Rulfo desde Las Palmas” (entrevista con Juan Rulfo), en Thesis, núm. 5, año II, abril de 1980, p. 50.
25 El estudioso que ha confrontado con más minucia y rigor el imaginario respecto de la afinidades, diferencias y leyendas en torno a Juan José Arreola y Juan Rulfo es Felipe Vázquez. Véase Rulfo y Arreola. Desde los márgenes del texto, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2010.
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