El Cultural
Diego José
El hallazgo de la unidad poética orilla al artista a la ingrata voluntad del perfeccionamiento. Richard Ellmann1 recuerda en la biografía de W. B. Yeats, The Man and the Masks, que a la edad de veintitrés, el escritor tuvo una revelación que lo acompañó durante su vida creativa. El biógrafo recoge las palabras de Yeats que rememoran tal descubrimiento: “Esta oración tomó forma en mi cabeza, sin que mi voluntad lo quisiera, como se forman muchas oraciones cuando estamos medio dormidos: ‘Clava tus pensamientos en la unidad’. Por días no pude pensar en otra cosa, y por años ensayé todo lo que hice bajo esa sentencia”. Yeats interpretó aquel momento como el signo que encauzaría su proyecto poético. La búsqueda de una forma consistente, melodiosa y penetrante que aporte unidad a la voz poética es, probablemente, la mayor aspiración de quienes escriben poesía. Pocos poetas pueden gozar y padecer la certeza de haber encajado su obra en la unidad. Alí Chumacero pertenece a esta minoría.
Octavio Paz2 advirtió desde la publicación de Imágenes desterradas (1948) la exigente pericia de su autor. En una carta enviada un año después de la publicación del conjunto de poemas, Paz celebra que acaso el nayarita sea demasiado dueño de los instrumentos de su oficio. Entiendo que se refiere a la decantación del lenguaje, al estricto sometimiento del ritmo templado por la correspondencia métrica, al uso magistral de la pausa en soberbios encabalgamientos y cesuras, como bien ejemplifica este fragmento de “Amor entre ruinas”:3
Sube la espuma, hacia el aliento asciende
nacida de este sueño que en alas se desata,
hiriente, desolada, afirmando en los labios
su duro incendio congelado
y su lento sabor a mar que nos satura
con un turbado anhelo,
dejándonos tan solos con la noche,
tan íntimos en ella que su apagada imagen somos […]
ESTE SOMETIMIENTO FORMAL aparece desde Páramo de sueños (1944) como una suerte de vocación lírica, donde el eco de asonancias y prosodias dirige el empuje emocional de los poemas, llevándolos con buen aire a integrar los aspectos sensibles, intelectuales y expresivos, como sucede en “A una flor inmersa”, “Vencidos”, “Espejo de zozobra”, “Poema de amorosa raíz” y “Amor es mar”. El páramo aludido es la desolación de quien reconoce su fin, idea que muy probablemente coincide con el tono de la época, el descubrimiento de la filosofía existencialista y el psicoanálisis. En el poema “Debate del cuerpo”4 se halla en ciernes la línea que acompañará al resto de su obra lírica: una preocupación por contrastar los matices del deseo con la precariedad de la vida, pues el amor —incluso en su más candente llama— evoca la muerte que nos sitia desde la propia vida:
cómplice de mi ser que contra el tiempo me levanta
con su voraz sentir la vida adentro
o:
convencido
de que existo en la vida de mi piel,
habitando el sepulcro de mi cuerpo.
El adiestramiento verbal de su estilo alcanzó en el último conjunto una profundización que dio cabida al equilibrio estético que se había propuesto. Cada poema de Palabras en reposo(1956) se convierte en una pieza de enigmática orfebrería, concluyente por irrepetible, cuya estructura abarca un complejo sistema de relaciones de significados donde la metáfora, efectivamente, contiene y envuelve los símbolos que potencian el sentido del poema. En su Teoría de la interpretación, Paul Ricœur5 señala “que ciertas experiencias humanas fundamentales componen un simbolismo inmediato que preside sobre el orden metafórico más primitivo”. El continente poético de Chumacero da cabida a la exploración y explotación de estos símbolos, donde Eros y la Muerte se anudan, debaten y se celebran en el poema. Sin duda, su más ambiciosa prueba es “Responso del peregrino”:6
En ti mis ojos dejarán su mundo,
a tu llorar confiados:
llamas, ceniza, música y un mar embravecido
al fin recobrarán su aureola,
y con tu mano arrojarás la tierra,
polvo eres triunfal sobre el despojo ciego,
júbilo ni penumbra, mudo frente al amor.
Ricœur7 subraya: “Este simbolismo originario parece adherirse a la más inmutable forma humana de ser en el mundo”. La sola sospecha de la muerte en el reflejo de la mirada del otro —el ser amado que nos reviste de esperanza— despierta la angustia de amar y saberse inmerso en la tempestad del existir: ¿podrán, en el amor, reencontrarse los amantes “a la hora solemne de la hora / el día de estupor en Josafat, / cuando el juicio de Dios levante su dominio”?8 ¿Puede un poema expresar tan desgarrador deseo y hacerlo con una solidez que hace temblar? Se justifica, entonces, que el hallazgo de la unidad en la expresión se tradujera en su posterior elección por el silencio.
SIN DEMASIADOS RIESGOS se puede afirmar que Alí Chumacero desarrolló el ideal plástico, melódico y simbolista de la estética de los Contemporáneos. Él comprendió la actitud oficiosa de sus maestros y asumió la herencia como quien se abraza a un destino. El proyecto generacional de Villaurrutia, Gorostiza, Cuesta, Owen —con quienes coincide en la necesidad de equiparar el impulso emotivo con el ejercicio del intelecto— rindió su mejor y última cosecha precisamente en Palabras en reposo. Me refiero, por una parte, a la plasticidad de imágenes que cifran el sentido profundo del poema, a la puntual asociación entre lo discursivo y lo simbólico, y a una peculiar reflexión de los sentidos, que sugiere la delectación de las palabras por el recuerdo afectivo más que por la vivencia concreta.
La aspiración de su poesía consiste en prolongar el sentimiento genésico del poema en una idea que deviene símbolo emocional, donde el lector reinventa la significación de las sensaciones porque se encuentra ante una experiencia distinta y única que, a decir de Jacques Maritain, “se basta a sí misma”.9 A Chumacero parece interesarle el aspecto subjetivo de la vivencia, en tanto comprensión de lo sentido.
Siguiendo la lectura que hizo el poeta de la obra de Villaurrutia, encuentro no sólo el paralelismo entre ambos autores, ni únicamente la síntesis que reconoció el nayarita en la herencia del más intimista de los Contemporáneos, sobre todo descubro el soporte que le permitió desarrollar su propia arquitectura poética (a veces, para ir tras los pasos de un poeta es conveniente echar un vistazo a su obra crítica). Los dos aprendieron de Baudelaire, Verlaine y Mallarmé a concebir el poema como el desarrollo de las sensaciones, que son el portal de la experiencia poética: asidero de imágenes que derivan en un universo autónomo. Si la emoción sufre un proceso hasta convertirse en idea y luego en símbolo, el poema se convierte —para Villaurrutia como para Chumacero— en una apuesta por reproducir en sus diferentes variantes la resonancia de lo sentido más que la inmediatez objetiva de lo que sentimos, en una operación donde, como puntualizó el nayarita, “la emoción se somete a la estricta vigilancia de las facultades intelectuales, en un justo equilibrio”,10 idea que después apuntaló con este juicio que resume su propia poética: “La emoción, vínculo inmediato con el mundo, se convierte ahí en ideas que, acariciadas por el verso y volcadas en palabras, llegan a construir el poema”.11 La concepción del símbolo implica asimilar una cosa en otra con toda su capacidad referencial. De esta manera, las metáforas de Chumacero no son simples alusiones al orden físico, en cuanto semejanza con éste; constituyen una aproximación a la raíz de los significados y pretenden tocar las experiencias fundamentales de lo humano.
La condición inaprensible de las sensaciones, la simbología del roce, el aliento y el contacto aportaron a su poesía una connotación anhelante que lo emparienta con la sensibilidad de Nostalgia de la muerte, pero que tensiona más aún sus metáforas para gozar de la dicha que cada estrofa constituye, en un sentido que lima el entendimiento dejando su huella en el imaginario colectivo:
Ven a morar en mí, acércate a mi duelo
bajo mis brazos fatigados
y el callado rumor que nos desciñe;
vuelca tu aliento estremecido,
el dolido perfume de tu cuerpo,
desnuda, sola rosa aérea,
flor que en la sábana deshiela
mas no se rompe y sí naufraga
en la isla frutal de nuestro lecho.12
La fugacidad de la caricia es evocada por la significación que sugiere, también por la distancia que permite vislumbrar el silencio reflexivo en que se sumerge el poema: arde la emoción, sí, pero no claudica a su afán de satisfacer al pensamiento con el rumor de una idea común a la poesía de todos los tiempos: la avidez de los sentidos es una prueba de la inminencia de la muerte. Paz le escribe a Chumacero en aquella carta de 1949: “Todo poeta, si lo es de verdad, es un hombre que cada vez que escribe se plantea auténticamente vida y muerte de manera concreta y personal”.13 Leamos la culminación de ese doliente canto erótico que es “Amor entre ruinas” para encontrar el vivo temblor de la existencia:
Vivo bajo la piel
y soy la sombra sólida que contra el sueño lucha:
respiro inconsolado reposando
en tus labios los míos temblorosos,
agonizante entre tus manos
como un náufrago o ala sin espacio,
dejando inmóvil mi desnudo
tal un sonido amargo de sílabas deshechas,
y soy un balbuceo,
un aroma caído entre tus piernas rocas:
soy un eco.14
El vacío que se percibe en el poema se traduce en un anhelo que finalmente es recogido, interpretado y reconstruido por el intelecto: más que piel, tacto y desgarradura, su evocación posterga y amplía el sentir que se anticipa a la experiencia, con un apetito que goza y se deleita en el reconocimiento de su propia finitud, pero que paradójicamente, acepta que “el reino de la dicha sólo sea / tocar, oír, oler, gustar y ver / el despeño de la esperanza”.
ALÍ CHUMACERO DESCRIBIÓ la sensibilidad de Villaurrutia en un juicio que bien puede aplicarse a su propio quehacer poético:
un poeta singularmente entregado a erigir la elegía de un mundo cuya aprehensión se halla a la mano, y en el cual es posible comprobar secretos significados, extraños testimonios y posiciones imprevistas. Es un ir más allá de lo que los sentidos perciben y captar con la palabra el hálito de la materia, con intenciones de petrificar lo que se evapora, cumpliendo de ese modo una tarea inevitable de toda poesía.15
Esta necesidad lo llevó a pretender que una pieza verbal pudiera fijar las variantes del mundo sensible y afectivo: ¿acaso un símbolo no es algo petrificado en su pureza evocativa? Hölderlin16 clamaba porque le fuera concedido alcanzar “el poema” para “por una vez” haber “vivido como un dios”. La fatalidad poética consiste en oponer la perfección formal del poema a la fallida condición del mundo, pero en su arrojo, el poeta comprende que su palabra, al fin, es un simple eco, una estela “que se apaga en el silencio”.
Notas
1 Richard Ellmann, Yeats: The Man and the Masks, W. W. Norton, New York, 1979, p. 118.
2 Octavio Paz, Generaciones y semblanzas. Obras completas, Vol. 4, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, p. 289.
3 Alí Chumacero, Poesía, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, p. 100.
4 Ibid., p. 53.
5 Paul Ricœur, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, Siglo XXI, México, 2006, p. 78.
6 Chumacero, op. cit., pp. 138-139.
7 Ricœur, op. cit., p. 78.
8 Chumacero, op. cit., pp. 138-139.
9 Citado en Alí Chumacero, “Acerca del poeta y su mundo”, Alí Chumacero de bolsillo, Gobierno del Estado de Nayarit. Universidad de Guadalajara, México, 1990, p. 82.
10 Ibid., p. 120.
11 Ibid., p. 121.
12 Chumacero, Poesía, op. cit., pp. 104-106.
13 Paz, op. cit., p. 291.
14 Chumacero, Poesía, op. cit., pp. 105-106.
15 Chumacero, Alí Chumacero de bolsillo, op. cit., p. 124.
16 Friedrich Hölderlin, Poemas, traducción de Luis Cernuda, Visor, Madrid, 1985, p. 35.
No hay comentarios:
Publicar un comentario