ContraRéplica
Minerva Margarita Villarreal
La poeta uruguaya Ida Vitale recibirá mañana el máximo galardón que otorga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara: el Premio de Literatura en Lenguas Romances. A esta distinción se sumará en abril próximo el Premio Cervantes, el Nobel de las letras hispánicas. Una trayectoria brillantísima se ve recompensada con honores del más justo merecimiento.
“Primero te retraes,/ te agostas,/ pierdes alma en lo seco,/ en lo que no comprendes,/ intentas llegar al agua de la vida,/ alumbrar una membrana mínima,/ una hoja pequeña./ No soñar flores”.
Qué significa este detenerse ante la embestida de “lo que no comprendes”. ¿Por qué “lo que no comprendes” te despoja? ¿Quedas en un aturdimiento? ¿Es un vértigo? ¿Un blanco? ¿Se detiene y te absorbe? ¿Por qué “lo que no comprendes” puede abultarse y crecer hasta llegar a despojarte? ¿Qué significa perder “alma en lo seco”? ¿Por qué me retraigo, por qué me disminuyo ahí, en ese rincón, que puede ser un llano, donde a bocanadas el vacío avanza para tragarme? ¿Es una disolución? Me voy empequeñeciendo y me acuclillo y hundo. Me voy deshaciendo pero estoy aquí. En este desmembramiento. En este deslumbramiento invadido de sombra. Previo a que ocurra el poema. ¿Se me va el alma en esto? La verdad, sí. Rumia que rumia el lenguaje ante las emociones que lo invaden y no encajan, porque no encuentran nombre, no llego al “agua de la vida”. Y la clave no está en “soñar flores”, sino en someter al inconsciente para que no sucumba ante lo fácil. ¿Se puede someter al inconsciente? ¿Acaso logra uno controlar un sueño o desviarlo o evitar un recuerdo o pensar decir algo y decir otra cosa? Pero en esa zona la clave está en sólo aspirar a dar luz a lo que apenas percibimos. Sumergirte en el asombro. El umbral adonde entras trastocada. Y no hay vuelta de este trance estático. Hay un poema, una “sobrevida”.
Veamos cómo nombra Ida Vitale el alumbramiento. Lo expone sin decirlo. Evidencia ese territorio donde encontrarse es perderse. No lo ve: lo padece, lo contempla. Se somete. Allí muchas fuerzas en ebullición potencian una nueva realidad.
“El aire te sofoca./ Sientes la arena/ reinar en la mañana,/ morir lo verde,/ subir árido oro”.
¿Podría haber mayor nitidez en la revelación de un presente entrampado en el progreso que ejecuta a la naturaleza y nos empeña en la aridez del oro? Este final de estrofa es apabullante, tanto en su música como en su síntesis: esgrime y desnuda. Doce sílabas dispuestas a desmantelar y evidenciar: “morir lo verde/ subir árido oro”.
Mientras la desmesura invadía la neobarroca realidad de América Latina en su poesía y la acumulación, el agregado, la perífrasis y la serialidad permitían desplegar el fragmento como un todo y a su vez, ese todo potenciaba un fragmento de una totalidad más amplia, siempre disponiendo del lenguaje, sus aliteraciones y paronomasias como espejos de continuidades y desdoblamientos, de desengaños de un carnaval privilegiado por la abundancia; nuestra poeta permaneció en su camino desbrozando una brecha, fiel a ese momento anterior de la poesía hispanoamericana al que pertenece, y en el cual el surrealismo ejerció una gran influencia. La imaginación de estos poetas exploró la realidad onírica que restalló en el poema haciendo un milagro de la fugacidad. Gonzalo Rojas, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Olga Orozco, Eduardo Lizalde, entre otros, mantienen este latigazo de electricidad en sus poemas.
Las características de la poesía de Ida Vitale son el acierto y la contundencia en la brevedad, la imagen atesorada tan nítidamente que revela secreta y silenciosa, sin aspavientos ni pretensiones, sometida al cerco del misterio: no justa ni precisa: expresión a secas. Ida tiene una inteligencia cosmogónica y una fina y aguda sensibilidad. Con ambas viaja haciendo trayectos con el microscopio, que le heredó una tía a la que nunca conoció, hacia las “membranas mínimas”, hacia el latido del corazón de un pájaro, hacia la intimidad más pura, más honda, donde el umbral suele abrirse y la transportación es una fuga hacia el encuentro.
Sus encuentros son extraordinarios, ocurren, como el poema, en su persona física. No sabemos si es llamada por un ave o es capaz de atraer a un ave, el caso es que un colibrí se ha posado en su mano, y no una vez. Cuenta con un oído donde la sobrenaturaleza le participa, por ejemplo, una voz, otra, ajena, que está allí para dictarle. E Ida no se rinde. Tiene pacto con la vida y es capaz de dejarse tomar por el misterio, esa zona, ese aliento, ese umbral que puede llegar a subyugarnos.
Su poesía es inquietante, no irrumpe con el relámpago de un vértigo iluminado, ni con la sonoridad galopante del arrebato; es sosegada, directa y, sin embargo, trémula. En ella guarda la llave de la revelación, y por momentos entramos en un universo que nos atraviesa.
“Pero, aun sin ella saberlo,/ desde algún borde/ una voz compadece, te moja/ breve, dichosamente,/ como cuando rozas/ una rama de pino baja,/ ya concluida la lluvia”.
¿Podríamos pedir más? Y sin embargo, la contundencia es un broche de oro místico, como el ángel que atravesó con su dardo candente el pecho de Teresa de Jesús:
“Entonces, contra lo sordo/ te levantas en música,/ contra lo ardido, manas”.
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