La Jornada Semanal
Juan Vadillo
Todavía recuerdo el sonido del gis que trazaba los dibujos del sexo de los animales. Era mi primera clase de iniciación a la investigación; esperaba que me enseñaran a poner puntos y comas en las citas bibliográficas; no obstante, el profesor Huberto Batis dibujaba en el pizarrón las distintas maneras en que los animales hacen el amor: las jirafas, los peces, los reptiles, las tortugas; sus descripciones nos iban sumergiendo en un mundo que se alejaba poco a poco de las fichas bibliográficas, para adentrarnos en la médula de la investigación: la curiosidad y la pasión por lo desconocido.
Ese mismo día el profesor Batis, con un saco gris desaliñado, nos reveló su verdadera línea de investigación: “soy pornontólogo –nos dijo–, especialista en las putas.” En ese momento todos los poemas dedicados a las prostitutas despertaron a los fantasmas de la Facultad. El profesor Batis no sólo desdibujaba la línea sutil que separa lo erótico de lo pornográfico, sino que, más allá de eso, nos invitaba a fijarnos en la belleza de lo grotesco. Con los ojos abiertos a esta belleza nos hablaría de las ménades dionisíacas que desgarran al macho cabrío con las manos, de los asesinos en serie, de incestos, burdeles, violaciones y orgías. Siempre irreverente, indecoroso, desbaratando los cánones, borrando las fronteras, creando puentes entre la cultura de masas y la torre de marfil. En una misma clase podíamos pasar del de la teoría de los símbolos de Cassirer, a la buenísima actriz de telenovela, y, por qué no, aplicar la Poética de Aristóteles a la telenovela de horario estelar.
La mirada del profesor Batis contemplaba todas las perspectivas, cada una de ellas era igualmente importante y necesaria en el intento de comprender un entramado que se desvanecía entre los dedos, es decir, para comprender la literatura y la vida. En este sentido nunca olvidaré aquella cita de Octavio Paz en voz de Huberto Batis: “Ni son molinos, ni son gigantes, son molinos y son también gigantes.” Lo primero que hice al llegar a mi casa ese día fue leer el ensayo de Paz “La ambigüedad en la novela” (donde aparece esa cita), no porque alguien me hubiera obligado a hacerlo, sino simplemente por curiosidad. Esa era la forma de enseñarnos del maestro Batis, como si él supiera que en otro mundo –mucho más interesante que el orden cronológico del programa de estudios– hay una lectura que nos corresponde justo en el momento en que el texto se entrevera con la vida. De tal suerte que, igual que en muchas culturas orientales, el azar era fundamental. Por eso Huberto podía saltar de un tema a otro, de un autor a otro, de un poema a otro. Esta disparidad, en vez de marearnos, nos hipnotizaba, nos estimulaba, nos dejaba vislumbrar que en la literatura, igual que en el universo, todo está relacionado, todo tiene que ver, todo es parte de todo, en el sentido borgeano, todo se desprende de unas cuantas metáforas.
Una tarde, después de clase, entré en una librería que está a orillas de las islas que rodean el edificio de rectoría de la unam; por casualidad me asomé al escaparate y, sin conocer al autor, me sorprendió el título de un libro: Estética de lo obsceno. Me acerqué un poco más para descubrir que el autor era el profesor Batis. Se trataba (en términos de Batis) de una serie de “exploraciones pornotópicas;” una suerte de crónicas bibliográficas en que, nuevamente, la curiosidad del profesor se desplegaba en un surtidor de imágenes e imaginerías, sin ningún tipo de discriminación de procedencia o nivel cultural, donde la descripción de una fotografía pornográfica podía convivir perfectamente con un desnudo renacentista. Al leer este libro comprendí por qué me daba morbo Lyn May, por qué las travestis de Insurgentes son hermosas. Más aún, por qué el morbo y el fetiche están íntimamente ligados a la literatura, ya que ambos se nutren de la fantasía.
“La palabra es erótica en sí misma –nos decía el profesor– incluso, es pornográfica; por eso, como pornontólogo, yo mismo me puse el apodo de Perberto Batis.”
En la clase del profesor nos disfrazamos de romanos a la hora de acercarnos a la poética de Horacio; hicimos centones, cadáveres exquisitos, cuentos pervertidos, anagramas, palíndromos, caligramas, es decir jugamos con las palabras, las exprimimos, las tendimos al sol, encontramos su esencia lúdica y erótica.
Lo que queda es pensar que Huberto está vivo en las palabras, en toda esa expresión erótica que él sabía encontrar en las palabras, en sus cadencias, melodías y ritmos, duermevelas, ensoñaciones, perversiones, evasiones, delirios, pornografías, ecuaciones, sentidos y sinsentidos, es decir que está vivo en todas las miradas que comparten, con la mirada de don Quijote, la posibilidad de soñar otros mundos más allá de lo que llamamos realidad
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