Confabulario
Martín Solares
Les doy mi palabra: una vez, hace casi 30 años, una amiga me leyó el párrafo más famoso de Palinuro de México: “Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos deliberadamente. Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo, hacíamos el amor diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles, hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados, hacíamos el amor igualmente. Por último los domingos hacíamos el amor religiosamente. O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso. Hicimos también el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le llamábamos hacer el amor científicamente. Pero también hicimos el amor yo a ella y ella a mí: es decir, recíprocamente. (…) Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor ilegalmente. Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente. Y, sobre todo, hacíamos el amor físicamente. También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando. Y sobre todo, y por simple razón de que yo lo quería así y ella también, hacíamos el amor voluntariamente”.
Luego, esa amiga me dijo “Ahí está el autor”. Fue en una cafetería de la feria del libro de Guadalajara. Imposible olvidar la combinación que llevaba el poeta: traje azul cielo, camisa rosada y corbata amarilla. Tenía que ser él, por supuesto. Su traje era llamativo, pero el párrafo era inolvidable. Minutos después, cuando se anunció que la FIL daría un gran premio al mejor escritor cada año, él improvisó unas palabras encendidas y certeras, en las que solicitaba que no fuera otro premio más, otorgado por criterios geriátricos, ni el botín de una camarilla, como tantos premios mexicanos, sino que efectivamente se diera a un escritor ejemplar, a uno que hubiera aportado algo esencial al arte de la literatura, a fin de que la literatura siguiera con vida, no fingiendo que era literatura, cuando eran palabras moribundas. Lo aplaudimos de pie y fui a conseguir Palinuro de México.
Leí esa novela en treinta días, y el trigésimo primero corrí a buscar Noticias del Imperio. Fueron treinta días más de gran alegría. Luego, José Trigo. Lo leí como en trance. Cuando terminé, por ahí de 1991, había cambiado mi idea de lo que podía ser una novela, de las cosas que un novelista podía hacer con las palabras, y gané la convicción de que la sorpresa novelesca no sólo se produce con las peripecias de los personajes, sino con el sentido del humor, con el uso literario de la historia, con el momento en que se ponen a jugar nuestras palabras, y producen, por precisas, la música del lenguaje. Lejos de contentarse con provocar en sus novelas el convencional “¿Y ahora qué va a pasar?”, que siguen tantos narradores, y cuando está bien logrado no es poca cosa, Del Paso prefirió la senda de Joyce, de los surrealistas, de la poesía de vanguardia, de los escritores más libres, y demostró que provocar el “¿Y ahora qué va a pasar?” es tan importante como el “¿Y ahora, cómo nos van a contar esta historia?”
Sus arranques son muy diferentes, pero todos majestuosos. En José Trigo lo impresionante es que de una sola primera palabra surge la magia pura: vemos el polvo del camino elevarse y flotar y crear una iluminación particular en cuanto aparece el hombre de cabello encarrujado y entrecano. Si Rulfo dijo con sequedad y puntería “Pedro Páramo”, don Fernando, más exuberante y desbordado, agregó “José Trigo”.
Porque el fantasma de la medicina habitó el corazón de Fernando del Paso durante su juventud, el arranque de Palinuro describe con una nitidez clínica, propia de la ciencia mexicana, cómo ese mismo fantasma se apareció en la vida de un joven estudiante a lo largo de su breve y maravillosa existencia. Y concluye con algo cercano a la perfección cuando ese héroe se convierte él mismo en materia de disección para otros jóvenes y desbalagados estudiantes de medicina, como lo fue él.
Noticias del Imperio tiene el comienzo más delirante, más libre, más impresionante que quepa esperar de una novela histórica. A la zaga le va cualquier comienzo que ustedes puedan imaginar, porque no vemos cómo se desnuda, sino cómo se viste ante nuestros ojos la emperatriz Carlota Amelia, capa tras capa de atributos reales y existenciales. Debe ser el primer caso en que, en lugar de correr el telón, un novelista añade otros más, que van creando a su extraordinaria heroína.
Linda 67 arranca con un amanecer en San Francisco y con un olor a tabaco que no debería estar ahí. Usando sus recursos literarios de siempre, Del Paso demostró que la novela policiaca también puede estar inundada de poesía, a través de los presentimientos siniestros y los temores de sus protagonistas.
Esa amiga se fue, pero poco a poco descubrí que había otros lectores de Del Paso entre mis amistades, y muchos de ellos se sabían también la misma frase. Todos aspirábamos a conocerlo y a conversar con él, pero a todos nos ganaba la timidez. Finalmente me mandaron a verlo, les doy mi palabra, y le dije: Somos 30 lectores suyos, cada uno ha leído al menos una de sus novelas, pero hay quienes las han leído todas. ¿Aceptaría platicar con nosotros? Del Paso dijo que sí y preparamos la reunión a la brevedad. Rogelio Flores Manríquez nos prestó su bellísimo Cine Roxy un sábado a las diez de la mañana y Del Paso llegó puntual. Al ver cómo entraban la luz y las palomas por el cascarón de ese cine antiguo, sin sillas, que la noche anterior había sido escenario de un concierto de rock, y que desde las nueve refulgía bajo los trabajos de un trapeador diligente, Del Paso sonrió: “Cuánta belleza”. Luego caminó por la nave central, llegó al escenario y aunque había tenido un infarto meses antes, Del Paso subió de un salto. No fue a él, sino a las amigas que aún estaban repasando sus ejemplares de Palinuro a quienes casi les da otro ataque, al verlo llegar con un traje blanco y una corbata verde perico. Del Paso estuvo con nosotros hasta la una de la tarde, y respondió a las preguntas más complejas con gran generosidad. Nos habló de su amistad con Rulfo y Arreola, de los sacrificios que hizo para escribir sus tres novelas, siempre robándole tiempo a sus trabajos como publicista en México, como periodista en la BBC, como diplomático en Francia. Y nos contó algo que escuché varias veces después, en boca de sus amigos. Cuando le preguntamos si podía dar un consejo para quienes desean empezar a escribir nos explicó que más que un consejo compartiría un secreto: carguen ustedes con una libreta siempre, y apunten ahí todo lo que les cause curiosidad, asombro, duda, sorpresa, emoción. Apunten los nombres de los libros que desearían leer y de las películas que deberían ver, de las canciones que deberían escuchar y de las historias que desean conocer; apunten también las palabras que ignoren, las palabras que los diviertan, las que los perturben, las que les parezcan fascinantes o extraordinarias. Si tienen un poco de suerte, apunten también esas frases que escuchan en la calle y que les parece que raspan o acarician su sensibilidad; quizás algún día, pronto o tarde, no lo sé, cuando hayan llenado suficientes libretas y encontrado suficientes palabras, lograrán escribir un cuento o una novela con lo mejor de todo eso que, para entonces, ya formará parte de ustedes.
Por otros escritores me enteré después que Del Paso efectivamente cargaba esas libretas en su juventud y apuntaba los autores que mencionaba Juan Rulfo, los poetas a los que se referían Álvaro Mutis y Juan José Arreola, las películas que sugerían Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, para después ir a encontrarse con ellas.
Convencido de que entre la imagen de José Trigo caminando por las calles de Nonoalco-Tlatelolco y el presidente Juárez al que le vierten agua hirviendo sobre el pecho escaldado para tratar de reanimarlo, Del Paso había aportado mucho de novedad a la literatura mexicana, fui a entrevistarlo años más tarde. “Un escritor no debe preocuparse por ser original”, me dijo, “sería una pérdida de tiempo. La originalidad se da o no, pero no es algo que haya que poner por sobre las cosas que importan en la literatura, que son las palabras”. En lugar de preocuparnos por no repetir lo que ya existe, había que dejar de angustiarse y más bien crear lo que uno trae dentro, de la mejor manera posible, y la originalidad, poca o mucha, llegaría en la misma medida en que hayamos puesto nuestra honestidad al servicio de la creación.
Quiso el azar que encontré una conferencia suya en una revista muy vieja, en un stand de una modesta universidad centroamericana. Se llama “La novela que no olvide”, y resultó ser su discurso de recepción del premio Rómulo Gallegos. Cuando cité ese discurso durante la entrevista, detuvo en seco mi grabadora: “¿Cómo conoce ese discurso? ¡Yo mismo no tengo una copia!” En ese momento saqué y le regalé la revista. Se me han olvidado muchas de las cosas asombrosas que me dijo sobre las estructuras de sus novelas, sobre la creación de sus personajes durante esa conversación que publiqué en otro periódico, pero no se me olvida verlo ahí, sonriendo delante de la revista: “Esto no es un discurso, es un boomerang. Las palabras de uno siempre regresan, ¿no cree?”
Así lo dijo, palabras más, palabras menos.
Yo lo escuché. Les doy mi palabra.
Hoy que nos falta don Fernando del Paso, lo único que se me ocurre es cuántas palabras suyas que tomó de la lengua castellana andan por ahí como nuevas, recién pulidas y cintilantes, pícaras y juguetonas, provocando nuestras sonrisas, nuestra sorpresa y nuestra gratitud por la manera en que puede combinarlas un auténtico escritor, para sorpresa de todos, en cada una de sus novelas. Cómo pueden cambiar nuestra idea de la vida y la literatura. Admirablemente. Magistralmente. Asombrosamente. Encendidamente. Literariamente. Algunos piensan en él y les vienen a la mente las primeras líneas de Noticias del Imperio. A mí me basta invocar un párrafo suyo para recordar toda la emoción, toda la intensidad que hay en cada uno de sus libros y que serán siempre de sus lectores, de las amigas que lo leen y hacen que otros tipos, menos sensibles, corran también a leerlo. Esas palabras de don Fernando del Paso durarán tanto tiempo como duren los boomerangs, como duren las novelas, como dure la literatura, como duren las palabras que siempre regresan.
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