sábado, 8 de diciembre de 2018

Halago de Ida Vitale

8/Diciembre/2018
Laberinto
Aurelio Major

Si la república literaria es en realidad una aristocracia, el poeta es el que ostenta el más alto título de nobleza. En los usos modernos el poeta no se equipara nunca al escritor o al novelista, pues la poesía es la meta más eminente de las letras. Sobra decir que me refiero a la poesía que también podría expresarse en prosa. ¿Pero de qué poesía se trata? La de la interrogación de los límites de la escritura y del replanteamiento de la función del lenguaje en el mundo, la de la tradición de la ruptura:


Avanza recto el amatista, 
                                         sin ambages,
da, cruento, 
                    sobre el amaranto carmesí
y centellea en el sumiso cristal.
Cuesta sobreponerse a este doble poniente.
Esa vidriada imagen que te ciega,
como a veces el mundo,
aquí, donde nada puede durar,
pronto será flamante ruina.
En tanto, multiplica runas
de dramático aviso
que dicen malandanza y danza
de la muerte
y aguardas ver tu reflejo allí,
humo flotante: 

       Es amargo ser Tántalo. ¿Vale amar? 
       Igual pasas crujía, 
       inauguras tus peores augurios.

Mientras llegue la noche,
una vez más cerrada, sigilada,
sigues, válganos Dios,
macerando en ese mismo alcohol
la pupila, el pabilo del alma
que ve los males que la matan.


Por ello hay premios literarios que prestigian su trayectoria al conceder un reconocimiento como este: el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances se realza aún más al haber precedido apenas unas semanas al Cervantes, y no ha hecho sino refrendar aquello de lo cual los lectores de Ida Vitale nos hemos venido preciando desde siempre, y a los inminentes, a los que “les espera un placer que no se sospechan”, como afirmó Álvaro Mutis. Su obra, desde 1949, es una depurada criba de poesía, ensayo y varia invención sometida a la intensidad de los estratos de la exigencia crítica y sus tradiciones, una “voz delgada y firme”, de “buen amianto poético” llegó a decirse de esta en los años sesenta, aunada a la levedad y a la escéptica ironía que subraya la importancia de la literatura considerada como literatura y no como instrumento: “una construcción no usual, no desgastada por el uso”, que desplaza, decanta y cuestiona la lengua:


Tristeza trae el crepúsculo
–entremés tramontano–
trivial tragedia trae
trunca luz al tirarse 
trampolín es la noche,
como esta mesa, oscura 
desetrelladamente.
Nos vaciamos a cántaros.
Y es un deslizamiento opaco
lo que doramos vida.
Y han destruido los últimos
árboles de la calle.


Una obra inteligentísima, de una falsa transparencia, sustentada en el misterio, ajena a “todo nacionalismo literario, en lo que éste tiene de limitación provinciana y resentida, de desahogo de la mediocridad”, como escribió de su admirada generación, la del 45 uruguayo, su amigo el crítico Emir Rodríguez Monegal.

Es consabido que Ida Vitale nació en 1923 en Montevideo, el puerto del Conde de Lautréamont, de Jules Supervielle y de Jules Laforgue, donde estudió humanidades y fue docente de literatura hasta los años setenta. También es conocido que un poema de Gabriela Mistral leído en la infancia le inculcó la fascinación por el misterio y el placer y la energía de su desciframiento o que la indeclinable curiosidad y luego asombro legado por el mundo de plantas y animales vaticinaron su destino y es permanente presencia en su obra, pero se recuerda algo menos que lo auguraron José Bergamín —que escribió sobre ella en 1947: “das fuego a sombra, en la ceniza llama,/ asombras si iluminas, verde rama”—, y Juan Ramón Jiménez, otra influencia decisiva, el cual afirmó al recibir su segundo poemario, Palabra dada, que había llenado su nombre de misterio y encanto, y la incluyó, por su “penetración naturalísima”, en una presentación antológica de poetas jóvenes en Buenos Aires en esos años.

Las adversidades políticas la forzaron, como a tantos otros intelectuales de su país, al exilio: residió en México entre 1974 y 1984 con su marido, el inolvidable poeta y profesor Enrique Fierro, y aunque con él volvió unos pocos años al Uruguay, a finales de los ochenta se estableció en Austin, Texas, hasta este mismo 2018, cuando ha vuelto de nuevo a la Muy Fiel y Reconquistadora Ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo. El propio Enrique Fierro solía repetir con su habitual ingenio, “gracias al exilio, que me ha dado tanto”. Lo que sigue ocurriendo ahora mismo desde que el filósofo nos echó a ladridos de su estremecedora república. La obra de Ida Vitale fue acogida en Plural y enVuelta, revistas fundadas y dirigidas por Octavio Paz, las cuales permitieron la confluencia de los esencialmente afines en un amplio grupo intelectual hispanoamericano que entendía la poesía, la crítica y la experiencia literaria en libertad, y en debate contra todo provincianismo y totalitarismo. Algunos de ellos, como Olga Orozco o Tomás Segovia, han precedido a Ida Vitale en este premio. La república literaria mexicana entonces ha de seguir agradeciendo por su parte que Ida Vitale no solo residiera tantos años aquí, sino que su obra se mantuviera siempre vinculada a esa generosidad recíproca. Pero la biografía del poeta importa, en realidad, más bien poco. Su obra y sus lecturas (“lectura: espejo ustorio donde lo consumido nos consume”, ha escrito) son su biografía. Y más en el caso de ella por su conocido desdén antipublicitario. Digamos que los orígenes rurales del autor de la Eneida, que Horacio fuera hijo de un esclavo o que Ovidio muriera en el exilio, son apenas relevantes ante las obras que releemos. Es más, ¿quien recuerda a los benefactores de ellos, a sus poderosos y encaprichados contemporáneos que comían lenguas de ruiseñor o mantenían tibias su piscinas de oro? ¿O a quiénes va dirigido este poema de Ida Vitale que es también nuestro?: 


Agradezco a mi patria sus errores,
los cometidos, los que se ven venir,
ciegos, activos a su blanco de luto.
Agradezco el vendaval contrario,
el semiolvido, la espinosa frontera de argucias,
la falaz negación de gesto oculto.
Sí, gracias, muchas gracias
por haberme llevado a caminar
para que la cicuta haga su efecto
y ya no duela cuando muerde 
el metafísico animal de la ausencia. 


Podría postularse que el obstinado tono algo solemne que Henríquez Ureña había detectado en la poesía mexicana debe recibir de cuando en cuando necesarias pedagógicas sacudidas uruguayas, entre otras muchas que le hacían falta. Y no porque, permítaseme la provocación, no se hubiera leído con atención al hoy casi olvidado Supervielle, del cual Ida Vitale nos ha dado espléndidas traducciones que algún editor avezado haría bien en recuperar, al permanente Lautréamont y muy poco a Laforgue, o porque Herrera y Reissig afinara la sensibilidad o fecundara la fantasía verbal de López Velarde, sino porque son antídoto, aunque no el único, contra el mefítico adocenamiento, como un ruido de fondo en el paisaje de la poesía nacional. En Ida Vitale se añade la inextricable presencia moral de su obra, de una lucidez casi sabia, sustentada además sobre un humor refinadísimo sobre todo en su prosa, de sordina sobre los énfasis excesivos, sobre los intelectuales baratos, y acallador de chulería ilustrada y de cabezas que embisten, como describía a sus compatriotas Machado, una inteligencia que se toma en serio lo escrito, con una sonrisa, pero no a uno mismo, con risa. “Existen muchas especies de humor —escribe en su Léxico de afinidades—: el más sutil es el que se aclimata en el misterio”.

El ejemplo de Octavio Paz, las lecturas de Gaston Bachelard o las de Felisberto Hernández, la pintura de Klee o de Morandi, la imprescindible presencia de la música culta, la orgánica integración de las vanguardias poéticas como un modo de entender la literatura, una escritura que tiene “el don de apresar la vida sin detener su flujo”, como señala el crítico José Luis Gómez Toré, el rigor y filo de las preguntas y problemas que plantea sin enunciarlos del todo, el intrínseco carácter lúdico o el desplazamiento de los límites en casi toda su obra, y la paradoja que tiende un sutil puente con el lector de su poesía, le han deparado siempre una suerte de cauta confianza en el futuro, un deber de fe que no ha seguido caminos fraudulentos gracias además a una moral política irreprochable, y que a sus 95 años de edad convierte su obra, ejemplarmente, en una de las más jóvenes de la lengua.

En uno de sus poemas más recientes Ida Vitale escribe:


Olvida, sí, el delirio
de luchar con augures
y escombros. Mira sin afirmar.
El futuro no es tuyo.


Es cierto y no es cierto, porque ese futuro es ahora, es de su obra y es todo suyo.

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