domingo, 20 de enero de 2019

Sobre prólogos y otros textos olvidados: tres momentos de las antologías mexicanas

20/Enero/2019
La Jornada Semanal
Enrique G. Gallegos

En 2018 se cumplieron noventa años de la publicación de la Antología de la poesía mexicana modernafirmada por Jorge Cuesta. Las antologías son recortes de la realidad y, por ello, no son simples selecciones neutras, técnicas u objetivas como sugiere Cuesta, sino que también son operaciones literarias, estéticas, políticas y sociales. Esto significa que el recorte se realiza desde un lugar y ese lugar está cargado de significaciones y presupuestos. No existe el lugar neutro desde el que se pueda hablar, como quiere hacer creer el purismo literario, el cientifismo social o el formalismo filosófico y jurídico. La mayoría de las antologías suelen anunciar sus justificaciones, definiciones y selecciones en introducciones o prólogos y éstos raras veces son objeto de reflexión, pues lo que se cuestiona es la selección de poemas y poetas. No es para menos: pasan por ser lo subsidiario o la prótesis de lo antologado. En las líneas que siguen dejo de lado las selecciones y someto a discusión esa prótesis para sugerir que su accidentalidad sólo es aparente.
Quizá lo primero que habría que destacar es que la misma palabra “antología” entró en crisis. Hasta antes de Poesía en movimiento. México 1915-1966 de Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis era el término legitimado para hacer ese recorte, pero a partir de ese libro se ha optado por usar eufemismos, sinónimos y expresiones análogas. Paz, por ejemplo, afirma que lo de ellos no es una antología sino un “experimento”; en 1971 Zaid la metonomiza para hablar de “ómnibus” y en 1980 recurre a una expresión cargada de implicaciones políticas: “asamblea”. Con el tiempo se incorporaron otras expresiones: reunión, muestra, mapa, inventario, panorama, atlas… hasta la esquizofrenia de negar que la antología sea antología. Por demás, esta crisis particular no hizo sino expresar la que también sucedía en dominios más generales (filosóficos, sociales y culturales). Habría que recordar que Lyotard le dio su última forma discursiva en 1979 con la conocida expresión de “crisis de los relatos”.
Quizá la antología que sienta una serie de precedentes en las prácticas antologadoras sea la firmada por Jorge Cuesta. Esa antología se divide en tres partes: las dos primeras contienen una selección de poemas realizada por los Contemporáneos, mientras que la última, de poetas que hicieron su propia selección (o sea, algunos Contemporáneos se autoinvitaron). Cuesta apela a la analogía con la fotografía para explicar la selección y esa analogía no es inocente, pues se sabe que ésta se pretende más “objetiva” que la pintura y no admite dudas sobre la supuesta fidelidad a la realidad. Entre los argumentos presentados para justificar la selección destacan que han considerado la singularidad y peculiaridad del poema, la poesía como perfeccionamiento e innovación, originalidad del autor, de lo cual también se infieren una serie de pautas metodológicas (las pretensiones de “impersonalidad”, el corte temporal y espacial con pretensiones de imparcialidad, las autoinclusiones, definiciones y tradiciones literarias, que al no ponerse en tensión con los poemas, no pasan de vaguedades y generalidades, etcétera) con implicaciones culturales, pues también cobijaron prácticas –lo quieran o no, lo sepan o no– en las particiones del poder político-poético (becas, financiamiento público, reconocimientos, premios, incentivos, publicaciones, etcétera.).
Desde entonces algunos de esos argumentos se han utilizado en no pocas antologías. Revísense las presentaciones de Antología de la poesía mexicana moderna de 1940 de Manuel Maples Arce, La poesía mexicana moderna de Antonio Castro Leal, de 1953, La poesía mexicana del siglo xx de Carlos Monsiváis y la antes citada Poesía en movimientos, ambas de 1966 y de no pocas de las antologías que se han publicado en los últimos treinta años, y se constatará que comparten, con sus matices, algunas de esas justificaciones.
Quizás el siguiente momento en el armado conceptual de las justificaciones o prólogos de las antologías está dado por una tensión entre dos visiones sobre la función y naturaleza de la poesía. La primera sostenida por Octavio Paz en Poesía en movimiento y la segunda por Carlos Monsiváis en La poesía mexicana del siglo xx. No es gratuito que ambas antologías hayan sido publicadas el mismo año: 1966; un período complejo, de tensiones sociales, luchas políticas y cuya marca fue la rebelión estudiantil del ’68 contra las formas de vida adultocráticas. Este es el marco social y cultural en el que habría que interpretar por qué con todas sus similitudes y coincidencias (Monsiváis cita a Paz y Paz cita a Monsiváis), también se oponen en el nivel más esencial. A Paz le interesa destacar la ruptura, el cambio y el perpetuo movimiento en la poesía; si bien refiere contextualizaciones sociales e históricas, su análisis no excede los límites especializantes de la historia de la poesía, sus tradiciones, influencias, cambios y rupturas; mantiene la cuña decimonónica del autonomismo de la poesía y refuerza el ghetto social al que se la ha recluido desde finales del siglo xix. Por ello, no sorprende lo gratuito de la última parte de su presentación donde pone en “juego” a los poetas jóvenes con el Y King o Libro de las mutaciones. Esta estrategia retórica especializante, devenida circular y endógena, será retomada en los prólogos de dos antologías de grupos políticos enemistados: El manantial latente de Lumbreras y Bravo y La luz que va dando nombre: veinte años de la poesía última en México. 1965-1985, de Calderón, Escobar, Mendoza y Solís. Estos dos prólogos muestran en miniatura una de las patologías sociales más significativas del altocapitalismo: la incapacidad de cierta crítica para comprender que la poesía (y cualquier otro fenómeno autonomizado), cuando ha llegado a un punto de autopercepción, sólo se puede potenciar en lo que ella no es; o para decirlos en otros términos, si bien es fundamental el momento de la autonomización para adquirir cierta especificidad, su fetichización ha conducido a su vaciamiento y nulidad estética. Hay que salir del poema, para regresar a él con mayor fuerza.
Carlos Monsiváis, por su parte, si bien reconoce las especificidades del lenguaje poético y sus pretensiones autonomizantes, resalta que la poesía es un espacio donde también se registran los conflictos sociales, las tensiones epocales y las aspiraciones políticas; de aquí que el fondo de la lucha no sólo sea, como en Paz, entre tradición e innovación, sino también entre libertad, poder, colonialismo y sometimiento; es decir, lo que excede al poema y al excederlo, lo clarifica y redimensiona. Pero Monsiváis tiene el cuidado de no reducir la poesía a epifenómeno. Un caso singular que se hace eco de esta visión es la antología Atlas inverso de la poesía. 36 poetas nacidos en los 60, de Andrés Cisneros. La palabra “atlas” ya está en Zaid, pero lo inverso, como su nombre lo indica, intenta hacer una lectura de la poesía en reversa a las antologías “institucionalizadas”. Si bien polemiza con el discurso de las “antologías oficiales”, no se asume como una “contraantología”; de hecho, rechaza esa simplificación y la cultura victimizante; por ello evita hablar de los poetas olvidados, ninguneados, oprimidos y cualquier otro lenguaje quejumbroso o maniqueo.
Las dos argumentaciones de Paz y Monsiváis podrían servir para plantear metodologías antagónicas y sentar las bases para una posible teoría de las antologías; la primera enfatizaría la singularidad y autonomía de fenómeno poético, su propia historia, sus tradiciones, cambios y movimientos literarios, lingüísticos y de contenido, pero tiene el nocivo efecto de reducir la poesía a un ghetto y borrar sus potencialidades políticas, sociales, culturales y epistemológicas; la segunda, sin dejar de insistir en que el poema es lenguaje, en esa medida está atravesado por luchas, tensiones y problemas de la sociedad y la cultura de su momento, aquí el riesgo es inmovilizar el poema y hacer de él una plasta social, una radicalidad heterónoma y un artefacto de la indiferencia. La poesía sería un campo de doble tensión: hacía dentro de su propia tradición y hacia lo que ella no es. Me parece que esta es la orientación que muestra Evodio Escalante en Poetas de una generación: 1950-1959, pues sintetiza ambas posibilidades realiza un análisis puntual de los poemas, sus singularidades, tradiciones y a su vez los sitúa en coordenadas sociales y políticas.
La crisis del sistema político a finales de los ochenta, el aumento de la población, la difusión de la educación universitaria, el “malthusianismo literario”, la aparente proliferación cultural y el abaratamiento del soporte material y técnico de la edición en los noventas, entre otros fenómenos sociales, abrieron lo poético a otras expresiones y tendencias, tensionaron y complejizaron el espacio público social, cultural y poético. Esto se hizo evidente en 1980 con la introducción de un término político a las antologías por parte de Zaid: “asamblea” y su insistencia en la figura del lector. Con Zaid podríamos pensar en un tercer momento en el armado conceptual de las justificaciones de las antologías, pero hay que ser cautos: si éste momento no se acompaña de los dos anteriores, se constituye en el punto más débil y, por momentos, demagógico. Habría que recordar que la figura del lector fue posibilitada por el surgimiento de las estéticas de la recepción, así como por la aparición en los años ochenta de la sociedad civil y los movimientos sociales, incluida la figura bucólica del ciudadano. El ciudadano es a la política lo que el lector es a la cultura. Y en México, ciudadanos y lectores son sostenidos por una retórica demagógica y abstracta porque suelen ignorar que exigen un conjunto de condiciones materiales de vida; si no se consideran estas condiciones, la apelación al lector por parte del antologador es tan demagógica como las propuestas del diputado.
Quizá el ejercicio más significativo de los últimos años sea el de Juan Domingo Argüelles. Es incuestionable que Domingo Argüelles se ha constituido en el más importante antologador de la poesía mexicana; sin embargo, la serie de justificaciones que plantea en el “Prólogo” al segundo volumen de su Antología general de la poesía mexicana empobrece la rica tradición que se había construido en los momentos antes descritos. Extraño, puesto que Domingo Argüelles –poeta y lector sensible– es uno de los que mejor conocen la poesía mexicana de los últimos decenios (treinta años de “oficio antológico”, dice de sí mismo). De hecho, hay que dejar en claro que su trabajo, a pesar de lo ingrato que ha de resultar, es quizá uno de los más plurales y valiosos de los últimos tiempos y, por ello, debería constituir otro momento en esa rica tradición antologadora. Un cuarto momento que sin fetichizar la autonomía y singularidad del fenómeno poético tampoco deja de reconocerse como espacio atravesado por tensiones sociales, políticas y estéticas. Sin embargo, algo paso. Me explico.
Si bien retoma esta nonagenaria tradición y participa de sus justificaciones (la analogía de la fotografía, las ideas de tradición e innovación, la apelación al lector, etcétera), el principal problema de Domingo Argüelles es que parte de una serie de presupuestos insostenibles. Resulta discutible que el antologador siga enganchado en las vacías discusiones del “fin de las ideologías” y paradójicamente presente un prólogo ideologizado por una visión cultural tamizada por una suerte de individualismo radical. Da la impresión de que el antologador vacía a la poesía de las posibilidades sociales y políticas y la vuelve una especie de gesta narcisista, caprichosa e individualista. Habría que tener presente la aguda observación de Evodio Escalante: donde la historia retrocede, “retrocede para incrustarse de otro modo en la letra”. A Domingo Argüelles le pasa como a los mitómanos del liberalismo y contractualismo: creen que el individuo aislado es la piedra de toque de la sociedad. La insistencia del antologador en el fin de las ideologías, la supuesta inutilidad, el absolutismo de la experiencia individual y la defensa del gusto, hay que ponerla en relación con la ideología neoliberal que se asentó en México desde los años ochenta y hoy se encuentran firmemente establecida en amplios sectores de la cultura. Si no deja de ser polémico justificar una antología apelando al lector –por las razones mencionadas líneas arriba y que además desfondan la riqueza de la tradición antologadora–, rechazar las críticas con el argumento de “si no te gusta, haz la tuya propia”, es un contrasentido, pues si la principal justificación de la antología es el lector, cuando descalifica de antemano las posibles críticas no hace sino despreciar al mismo lector al que se dirige.
Como sea, los tres momentos en las justificaciones de las antologías –Cuesta, Paz/Monsiváis y Zaid– posibilitan un encuadre metodológico y teórico en el que las presentaciones, prólogos e introducciones –tal y como sucede con la mejor crítica literaria– se sostienen por sí mismos como piezas literarias y se constituyen en verdaderas tradiciones del reflexionar poético. En cierto sentido, las justificaciones son una versión de la misma crítica literaria. Más aún, como señala Susana González, el antologador es una rara mezcla de crítico, historiador, seleccionador y decantador. El antologador podría hurgar en el campo agonal del lenguaje, en las continuidades y rupturas de las tradiciones, en los vaivenes del lector, los mecanismos de recepción y escritura, las tensiones y luchas sociales, políticas y cultu­rales, para ahondar, clasificar, seleccionar, proponer y discutir libros, grupos, poemas y contextos sociales, políticos y culturales. Cualquier debilitamiento de estos momentos termina por empobrecer a las antologías y a la misma tradición poética, por más que se crea que los prólogos, las presentaciones e introducciones son meras prótesis a los poemas. Pero lo cierto es que el poema nunca habla por sí mismo, siempre existen mediaciones, justificaciones y lecturas desde ciertos lugares: lo que sucede es que éstas se han normalizado al grado de volverse imperceptibles. Por ello decía al inicio que esos lugares suelen estar cargados y esa carga es la que hay que volver consciente y desplazar. A propósito de la estética, Adorno lo planteó de mejor manera: “la identidad estética ha de socorrer a lo no-idéntico que es su oprimido”. Lo oprimido del poema es aquello que el antologador, mediante una nueva constelación de poemas, trata de hacer cantar. La poesía no se entiende sin el canto y la opresión. Si la poesía se canta a sí misma, se comprende mucho mejor con lo que ella no es. Este no debe retornar a las antologías

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