Confabulario
Rodrigo Mendoza
El concepto de ciencia ficción —especialmente hablando de literatura— no suele asociarse con México ni tiende a ser parte de su identidad artística. Históricamente, pareciera que la ciencia ficción ha pertenecido a las letras de habla no hispana. Ray Bradbury, H.G. Wells, Isaac Asimov, Julio Verne, Ursula K. Le Guin, Stanislaw Lem y Richard Matheson son ejemplos concretos de una literatura que casi siempre ha sido importada.
Pero ¿qué es la ciencia ficción? Entendemos como tal a toda narración que involucre indirectamente un discurso científico, sin importar que sea comprobable o no. De ahí se desprenden las variantes evolutivas; de exploración espacial; de invención científica; de escenarios apocalípticos —a partir del cambio climático, de un fenómeno natural, de un conflicto bélico, etc.—, entre otras.
El asunto es que México ha construido su propia idea de la ciencia ficción a través de alguno de los autores ya mencionados o bien por medio de decenas de películas hollywoodenses que invaden los cines cada año. Pero esa visión no le pertenece al mexicano por completo. Forzosamente le resulta ajena, lejana a sus circunstancias. Y eso se debe a que es difícil imaginarse una invasión extraterrestre en una ciudad ya de por sí tan caótica y desquiciada como la Ciudad de México. Impensable también es un desarrollo eficiente de la inteligencia artificial en instituciones nacionales que todo el tiempo sufren de corrupción y recortes de presupuesto. El futuro, entonces, es asumido por el mexicano como una extensión más de su terrible presente.
Uno de los argumentos que los detractores de la ciencia ficción mexicana esgrimen es que México no es un país de primer mundo y, como tal, no produce tecnología ni puede considerarse un centro científico históricamente, a diferencia de muchos países europeos. Pero eso es un error. Cada año, grupos de jóvenes van al extranjero a participar en concursos de robótica, química o matemáticas y regresan con varias medallas en la maleta; un egresado del IPN desarrolló la televisión a color y un egresado de la UNAM se hizo acreedor al Premio Nobel de Química. Por supuesto que México gestiona espacios para la ciencia. Y aunque es cierto que, como creador de tecnología, México no es un país de vanguardia, sólo hace falta mirar alrededor para darse cuenta de cuánta tecnología es utilizada en el país. Y es precisamente como consumidores que los mexicanos están muy al corriente de la dependencia y el aislamiento que ésta provoca en su vida diaria.
No obstante, la ciencia ficción mexicana va más allá de la aplicación de la tecnología. Tiende, más bien, a ser oscura, pesimista y sobrecogedora más que deslumbrante. La tecnología y el futuro dejan de ser milagrosos o interdimensionales para abrir camino a la introspección, a los rumbos insondables del porvenir, ocasionalmente a la desesperación, y a la falta de fe en la especie humana.
Así, pues, dentro de la ciencia ficción mexicana pueden hallarse ejemplos de escritores que, por increíble que parezca, incursionaron en esta narrativa, tales como Amado Nervo, Dr. Atl, Martín Luis Guzmán, Julio Torri, Rafael Bernal, Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis e Ignacio Padilla. Este recuento rescata cuatro de estas figuras literarias que inusitadamente abrieron un espacio entre su producción para la ciencia ficción y a cuyos textos vale la pena acercarse. No obstante, conviene hacer un pequeño paréntesis antes de comenzar.
La historia de la ciencia ficción en México comienza en 1773 con Manuel Antonio de Rivas, un monje franciscano radicado en Yucatán que escribió el primer esbozo cienciaficcional de toda Latinoamérica llamado Sizigias y cuadraturas lunares ajustadas al meridiano de Mérida de Yucatán por un anctítona o habitador de la luna y dirigidas al bachiller Don Ambrosio de Echeverría, entonador que ha sido de Kyries funerales en la parroquia del Jesús de dicha ciudad y al presente profesor de logarítmica en el pueblo de Mama de la Península de Yucatán, para el año del señor 1775. Es un relato sobre un viajero que llega a la Luna en un misterioso —y un tanto inexplicable— vehículo. Allí conoce a sus habitantes, quienes le dan permiso de recorrer el satélite para realizar las mediciones que le permitan al viajero conocer su diámetro. Por proponer una vida más allá de los confines de nuestro planeta, así como asegurar que en el Sol se encontraba el centro del infierno, Manuel Antonio de Rivas fue sometido a un tortuoso proceso inquisitorial. Al ser escrita en 1773, Sizigias y cuadraturas lunares todavía no conseguía trazar muy bien la línea que divide la ciencia ficción de lo fantástico. Como documento histórico resulta, acaso, más valioso por ser la prueba de que la ciencia ficción en México tiene sus raíces mucho más profundas de lo que se puede creer.
Si bien el caso de Manuel Antonio de Rivas es insólito, siendo honestos tampoco puede afirmarse que él mismo haya sido una figura literaria relevante. Aunque indiscutiblemente se le debe la gestación de la ciencia ficción y lo fantástico en tierras latinoamericanas, su nombre no puede relacionarse con algo más allá de eso.
El nombre de Amado Nervo, a diferencia de De Rivas, conserva ecos más relevantes en la literatura nacional. Fue uno de los escritores de finales del siglo XIX y principios del XX que más se acercó a la narrativa cienciaficcional, especialmente en sus cuentos. La producción poética de Nervo es la que quizás ha moldeado su figura literaria, pero son sus creaciones cuentísticas las que encierran sus verdaderas obsesiones, tales como la posesión de cuerpos ajenos, el entendimiento pleno de la mente y su ferviente preocupación por lo que le deparaba el futuro a la raza humana. Uno de esos cuentos es “La última guerra”, publicado en 1906, en el que utiliza una perspectiva evolucionista para armar una narración apocalíptica en la que se pregunta si en verdad los humanos somos la cima de la pirámide evolutiva. “La última guerra” propone un escenario en el que la humanidad superó su naturaleza violenta y asumió una actitud pacífica consigo misma. No obstante, al mismo tiempo, el reino animal ha evolucionado al punto de adquirir una forma de conciencia avanzada que le permitió conspirar para recuperar el mundo que otrora le perteneciera por completo. El escritor nayarita inserta una visión crítica sobre la naturaleza destructiva de la humanidad que, aunque en su narración pudo corregirse eventualmente, no alcanzó a evitar que los errores cometidos desde el nacimiento de la especie humana hacia el reino animal fueran la clave de su propia destrucción. Por eso resulta fascinante que el futuro imaginado por Nervo sea irremediablemente destructivo aunque no quiera serlo.
El caso de Nervo ilustra muy bien la poca difusión que este género literario tan arriesgado dentro del canon mexicano halló a principios del siglo pasado y que, con el paso de los años, no mejoró mucho.
Otro escritor que compartió esa visión arriesgada de Nervo fue Rafael Bernal. Si bien es cierto que Bernal demostró su talento narrativo con sus tramas policiacas y se ganó un lugar en la historia de la literatura de este país con El complot mongol, de 1969, ya había incursionado en la ciencia ficción 22 años antes con la desconcertante Su nombre era muerte. A pesar de que Amado Nervo ya se había acercado a los peligros de la evolución, Bernal logra darle un giro más siniestro: toma a los insignificantes mosquitos para maquinar el fin de la civilización. Además, Bernal aprovecha para alejarse de los espacios urbanos que casi siempre enmarcan la ciencia ficción y traslada su historia a la profundidad de la selva, envolviendo su novela con una atmósfera húmeda, desconocida y caótica. El escritor capitalino plantea, así, una peligrosa pregunta: ¿qué formas de vida se esconden en la enorme geografía terrestre? De tal forma que Su nombre era muerte se aventura a imaginar que la amenaza de vida inteligente no necesariamente tiene que venir del espacio ni del asombroso desarrollo tecnológico: también puede originarse en nuestro propio mundo, justo frente a nosotros. Esta novela relata la historia de un alcohólico misántropo que toma la decisión de vivir en el corazón de la selva chiapaneca, alejado del resto del mundo. Ahí consigue descifrar el lenguaje de los mosquitos para después enterarse de que se comunican entre ellos en todo el planeta y que no consideran a la humanidad como una especie inteligente, sino más bien como una fuente de alimento. Estos insectos le revelan al narrador que se harán con el control de la Tierra mediante la lucha cuerpo a cuerpo contra los seres humanos. Sorprende la forma en la que Bernal consigue dotar a sus mosquitos con rasgos de soberbia y tiranía que recuerdan al totalitarismo y que reflejan indirectamente a la humanidad en su avaricia por creerse superior al resto de las especies terrestres.
Aunque Amado Nervo y Rafael Bernal no son recordados por sus brillantes incursiones en la ciencia ficción, el nombre de Juan José Arreola puede vincularse, si no exactamente con la ciencia ficción, sí con una narrativa cuya imaginación raya a menudo en lo experimental. Así, pues, en 1952, Arreola escribió en su mítico Confabulario cuentos que marcaron un nuevo rumbo para la literatura mexicana del siglo pasado. Uno de ellos es especialmente relevante para este texto porque demuestra la habilidad narrativa de Arreola para imaginar circunstancias que rozan lo absurdo: “Baby H.P.”, en el que el escritor describe, como si estuviéramos ante un infomercial común y corriente, un pequeño artefacto que, mediante pulseras, anillos y broches conectados a los niños pequeños, recibe la energía que estos emanan para convertirla después en electricidad. Si el argumento suena familiar es porque la película Monsters Inc. (2001) usa, a grandes rasgos, una idea semejante. La diferencia es que en aquel filme la energía se obtenía a partir de los sustos y los gritos de terror. Medio siglo antes, Arreola ya había vislumbrado una historia igual de disparatada pero que, gracias a la forma en la que es narrado, “Baby H.P.” se siente como algo real, como un artefacto que puede ser comprado en cualquier tienda departamental, aunque el propio Arreola, con su característico sentido del humor, deja espacios para la suspicacia sobre la funcionalidad del artefacto. Sorprende, entonces, la maestría del jalisciense para, indirectamente, entablar una discusión sobre la publicidad engañosa televisiva que hoy consumimos todo el tiempo. Dentro de la producción literaria de Arreola, que muchos atinarían a adjetivar como inclasificable, destaca este relato, no tanto por adelantarse a la película de Pixar, sino especialmente por revelar el genio creativo de su autor, capaz de vislumbrar los alcances inventivos de la tecnología.
Veinte años después, el también inclasificable Salvador Elizondo publicaría en El grafógrafo un cuento titulado “Futuro imperfecto”, en el que su alter ego se incluye como un personaje y narrador que vive frustrado debido a que no puede escribir un texto que le ha sido encargado por Ramón Xirau para la revista Diálogos. No obstante, se encuentra con un viajero del tiempo llamado Enoch Soames, un escritor e investigador literario —que es, a su vez, el personaje de un cuento escrito en 1916 por el autor británico Max Beerbohm—, quien viajó cien años en el futuro para ver cómo trataría la posteridad su obra literaria. Es en ese futuro donde se encuentra al narrador a quien le entrega el texto encargado por Xirau ya escrito. El cuento es breve pero las paradojas temporales que involucra son francamente fascinantes, además de que el aire borgeano de manuscrito-encontrado-procedente-de-espacios-inciertos impregna cada párrafo. Así es como Elizondo arma una narración futurista compleja que, inusitadamente, se aleja de los tópicos comunes de la ciencia ficción —salvo el manejo del tiempo— y se acerca a una que casi nunca se explora en esta narrativa: la metaliteratura.
Es claro que Nervo, Bernal, Arreola y Elizondo son escritores que se ganaron un espacio respetable dentro de las letras mexicanas por obras que no se parecen en mucho a lo aquí descrito, lo que ha llevado al desconocimiento general de sus aproximaciones cienciaficcionales. Una verdadera lástima porque su capacidad creativa desbordó los límites tan solemnes que la literatura mexicana por momentos pretendía trazar sobre sí misma. En cualquier caso, se trata de cuatro textos —cinco si contamos el documento histórico más que narrativo de Manuel Antonio de Rivas— que reflejan perfectamente la concepción nacional de la narrativa de ciencia ficción. Como puede verse, no se trata de una imitación de los moldes importados, sino de una reconfiguración de las más hondas inquietudes del mexicano.
Es necesario, también, incluir a Emiliano González y su novela breve Rudisbroeck o los autómatas, publicada dentro de Los sueños de la bella durmiente (1978), una obra que marcó una reconfiguración de la narrativa cienciaficcional y fantástica mexicana. A pesar de que se publicó a finales de la década de los setenta, González logró componer una serie de relatos que, aunque bebían de los grandes maestros de esta narrativa —Poe, Lovecraft y Borges—, los dotó de una perspectiva que, si bien dejaba un tanto de lado lo tecnológico y apocalíptico, es cierto que era mucho más visceral, más grotesca. Así, Rudisbroeck o los autómatas encierra un viaje a una ciudad misteriosa llamada Penumbria atrapada en un eterno crepúsculo en el que brujas y hadas conviven al mismo tiempo con ilusionistas y autómatas. González reconcilió lo fantástico, lo cienciaficcional y lo terrorífico para diseñar un espacio en el que las historias no tienen inicio ni final; en el que el tiempo parece no avanzar; en el que todo aparenta haber salido de la peor pesadilla. A partir de esta obra, que todavía sigue siendo anómala dentro de los parámetros de la narrativa nacional, la composición de la ciencia ficción sería cada vez más atrevida, más compleja temáticamente, mucho más oscura en su planteamiento y cada vez se hermanaría más con el terror, lo fantástico y la narrativa policial.
No obstante, pasados los años, y con el referente inevitable de estas figuras de las letras nacionales, autores más jóvenes comenzaron a replantearse la narrativa cienciaficcional desde un punto más futurista y más gris. A principios de la década de los noventa, la literatura mexicana de ciencia ficción comenzó a cuestionar el futuro lugar del humano en un contexto tecnológico hostil. Estos autores comenzaron a preguntarse de qué forma se vería afectada nuestra propia esencia en un momento en el que el caos mundial llegara a niveles insostenibles. La pérdida de los lazos interpersonales y la degradación lenta pero inevitable de la especie humana parecía ejercer un interés especial en estos escritores que comenzaron a abrir las brechas del cyberpunk y la literatura postapocalíptica.
Podría decirse que fue Mauricio José Schwarz el primero que estableció la línea que habría de seguir, de manera general, la nueva narrativa cienciaficcional. Su cuento “La pequeña guerra”, de 1984, sorprende, todavía hoy, por numerosas razones. La primera es que, similar a “Baby H.P.” de Arreola, este cuento se anticipó a un producto estadounidense, en este caso a la famosa saga literaria y cinematográfica Los juegos del hambre. Las semejanzas son, acaso, demasiado sospechosas: en un futuro cercano, jóvenes de ambos sexos combaten a muerte en un coliseo, como modernos gladiadores, en un espectáculo mediático transmitido en vivo. Los vencedores son recompensados económicamente y los vencidos mueren en favor de una radical medida en contra de la sobrepoblación. “La pequeña guerra” es sobrecogedora ni siquiera por ese terrible futuro que propone sino más bien porque Schwarz se encarga de despojar de cualquier señal de empatía a sus personajes guerreros y los transforma en seres sin misericordia. Esto resulta particularmente interesante porque emula directamente a esta sociedad voraz y competitiva de pleno siglo XXI. Schwarz concentra su narración en el salvajismo de la humanidad contemporánea y en la forma en la que la exigencia de la realidad suprime el más mínimo rastro de compasión. Este es un futuro que se mete con la moderna concepción humana de la violencia y la muerte y con la forma en la que la sociedad busca el entretenimiento mediante la destrucción física y mental.
En 1996, Pepe Rojo publicaría “Ruido gris”, un cuento muy cercano al cyberpunk, que relata la historia de un reportero con una pequeña cámara de video instalada en los ojos que le permite transmitir en tiempo real los acontecimientos más relevantes en la metrópoli. No hay aquí un avance científico aplaudible, sino una novedosa aplicación tecnológica que sólo ha evidenciado la miseria que parece rodear a la humanidad. En el futuro descrito por Pepe Rojo, los reporteros transmiten asesinatos, secuestros, asaltos y suicidios. El personaje de “Ruido gris” recorre las calles de su corroída ciudad en busca de noticias que mientras más sangrientas y espectaculares resulten, mejor remuneradas son, lo que remarca la manera en que estamos asimilando el entretenimiento y absorbiendo las noticias en estos tiempos en que sólo necesitamos una pantalla frente nuestros ojos.
A principios del nuevo milenio, otras voces se irían sumando a esta narrativa que ya comenzaba a adquirir matices propios, que ya ostentaba una identidad peculiar dentro de las letras mexicanas. Alberto Chimal fue una de esas nuevas voces que comenzó a experimentar con la forma y con los alcances temáticos de la literatura nacional, como lo hiciera el ya mencionado Emiliano González, una de sus grandes influencias literarias. Con sus libros de cuentos Estos son los días (2004), Grey (2006) y Los atacantes (2015) y su novela La torre y el jardín (2012) comenzó a ampliar los horizontes que dibujan lo fantástico, lo experimental y lo cienciaficcional. Sin embargo, sería a través de su personaje Horacio Kustos y de la minificción —o twitteratura, que en estos tiempos ya van de la mano— que exploraría los viajes interdimensionales y temporales con su sentido del humor característico.
Bernardo Fernández, BEF, por su lado, se convirtió en el recopilador referente de la ciencia ficción mexicana para las nuevas generaciones: sus libros Los viajeros. 25 años de ciencia ficción mexicana (2010) y La imaginación: la loca de la casa (2015) conjuntan los mejores narradores contemporáneos de esta narrativa con la peculiaridad de que La imaginación… está compuesta sólo por piezas escritas por mujeres como Karen Chacek, Raquel Castro, Daniela Tarazona y Bibiana Camacho. A la par de su conocida narrativa gráfica, BEF ha publicado novelas cienciaficcionales dedicadas más al público juvenil, tales como Ladrón de sueños (2008) y Bajo la máscara (2014), ambas ilustradas por Patricio Betteo.
Es justo mencionar, antes de terminar, la labor que ha llevado a cabo Gabriel Trujillo Muñoz en sus estudios literarios sobre la narrativa de ciencia ficción en México. Mediante la teoría y crítica literarias, Trujillo Muñoz ha dedicado parte de su obra a estudiar y recopilar la ciencia ficción mexicana. Sus libros Los confines: crónica de la ciencia ficción mexicana (1999) y Utopías y Quimeras. Guía de viaje por los territorios de la ciencia ficción (2016) dan cuenta de ello.
Este texto no puede concluir sin recordar los aportes a la narrativa cienciaficcional de Ignacio Padilla y su cuento “El año de los gatos amurallados”; de José Luis Zárate y “El viajero del tiempo”; de Gerardo Horacio Porcayo y Gerardo Sifuentes en sus novelas y cuentos —y de muchos otros autores más— sería injusto, como injusto es no leerlos. Por eso, la mejor manera de entender la ciencia ficción nacional es dándole la oportunidad de sorprendernos.
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