La Jornada
Elena Poniatowska
El pasado 4 de mayo, Carlos Monsiváis habría cumplido 79 años, seis menos que yo. Recuerdo que sus admiradoras le llevábamos gallo a su casa en San Simón y luego lo invitábamos a desayunar en uno de esos restaurantes chafas adonde van a comer los que tienen prisa y se zambullen cualquier menjurje. Aficionado a las flautas (porque son más largas que los tacos), en sus últimos años, Monsi tuvo que, por orden médica, restringir su apetito por los frijoles en todas sus formas: fritos, caldosos, charros, puercos y enfrijolados. En casa de Iván Restrepo veía yo cómo dejaba sin probar una copa de vino Chateauneuf du Pape; lo vi beber tequila una sola vez en su vida, cuando era muy joven.
Cuando viajó a enseñar a la Universidad de Essex en Inglaterra y vivió en casa de Hugo y Lucinda Gutiérrez Vega nos escribimos con regularidad, cuando en México muchos de los presos del 2 de octubre de 1968 habían tomado la decisión de aceptar la propuesta de Luis Echeverría de salir del país. El 4 de mayo de 1971, día de su cumpleaños, recibí una misiva de la que copio este párrafo:
“Ni modo, ya estaría decidido que cumpliese hoy lúgubres 33 años en medio de insolente depresión (Mi adjetivación es tan necia como mi estado de ánimo). Lo de los presos que se convierten en exiliados es detestable. Pensamiento oficial no exento de humor: no les vamos a permitir que capitalicen su martirio. Así, se trata de volverlos las lloronas de Tlatelolco, ánimas en pena que habiten la Comala ideal en que se va convirtiendo la izquierda mexicana evidente. Fuera hacen menos daño que dentro. Y para 1977 que regresen, ya no van a importar en lo absoluto. La cárcel no fue escuela de nada, ni la experiencia será transmisible y de seres dramáticos la mayoría arribará a la condición de seres patéticos. Ojalá se salven, pero es difícil. El exilio desmorona si se carece de formación sólida y de metas precisas. ¡Uf! Aunque, como siempre, no todo está perdido: la cantidad de muchachos que fue a despedirlos me anima y emociona.
“Supongo que la ‘confesión’ de Padilla aclara el proceso. Por lo menos, a mí me lo aclaró definitivamente. Se le acusó, literalmente, de nada. ‘Megalomanía’ ‘Poesía insidiosa y provocativa’, etcétera. No hay cargos políticos, sino sicológicos y literarios. ¿Es posible creer que Karol o Dumont sean agentes de la CIA? Y la conferencia que dio en la Unión de Escritores donde terminó gritando ‘Patria o muerte. ¡Venceremos!’, es otro prodigio de estalinización. El discurso de Fidel al respecto, contra los intelectuales, también es ejemplar. Me niego sentimentalmente a aceptar estos hechos, pero son innegables: el régimen cubano no tolera el menor asomo de crítica. La concentración absoluta del poder es nefasta siempre en Cuba y en México.”
Antes del 24 de diciembre de 1970 ya había yo recibido otra:
“Tu carta me removió y me sirvió muchísimo. No que esté desentendido de lo que pasa en México, ni mucho menos, pero llego a ratos a dudar de mi razón al ver el cúmulo de manifestaciones externas de apoyo, de creencia, de confianza en el régimen y todas sus medidas. Todos mis compañeros de la época estudiantil, por ejemplo, ocupan grandes puestos y se retratan llenos de satisfacción por lo que son, por lo que hacen, por lo bien que llevan a cabo lo que son. La autocomplacencia es nuestro sino, a menos que decidamos jugar o experimentar con la pérdida de la razón. Porque hay algo (mucho) de combate contra la locura en esta decisión de abstenerse de la farsa, de creer en un sistema moral pese a todo. Por eso, por esa decisión de correr el riesgo de terminar en la locura, admiro profundamente a los presos políticos. Mantienen, ante la indiferencia del país y el cinismo del gobierno, un principio de razón. Tienen razón, no porque la hayan tenido o porque controlen los organismos que eso aseguran, sino porque la tienen, simplemente.
(…) “De lo que hago, de lo que vivo, te puedo dar escasas noticias (…) estoy sumergido en la captación de los estímulos. Veo cine, voy a museos, leo muchísimo. Londres es inagotable y agotadora, tristísima y formidable. Sin embargo, es una ciudad servil; la vida está en Nueva York y en San Francisco y los ingleses lo saben y se dedican, sin pudor posible, a imitar a Estados Unidos. Todo aquí es derivado; incluso el rock que en un momento dado fue inglés. Pero en mi etapa actual de asimilación, no me importa esta situación. Creo que me hubiera deshecho el tránsito de México a Nueva York. Este término medio es perfecto. Empiezo a escribir, luego de tres meses de obligada inactividad. Lo hago desconfiadísimo, incierto, dudoso. Pero con cierta disciplina elemental y diaria. Ahora trabajo en varios ensayos y notas, uno sobre los hermanos Marx que se llevará unas cien cuartillas y se publicará en la colección de Heterodoxos que dirige Pitol en Barcelona. Por cierto, me negaron la visa a España. Luego de trámites interminables, el cónsul (o lo que sea) me declaró: ‘El gobierno español no está interesado en su presencia.’ Así que la oficina de España en México también dispone de listas de la CIA.”
El 9 de abril de 1971 escribía desde su cubículo en la Universidad de Essex:
Es Viernes Santo y yo estoy sumido en algo que no sé si calificar de letargo, nostalgia, apatía o simple y reconcentrada soledad. Como quiera que sea, no es una sensación amarga o molesta, nebulosa en todo caso, la indecisión entre el aburrimiento y la anomia. Voy a ir al cine en un rato, tres películas, una dura tres horas. Me dices que no te cuento nada de Londres. Es cierto, no sé qué contar, la vida que llevo aquí es acumulativa, lecturas y museos y cineclubes y paseos con libros que te explican la variedad de estilos arquitectónicos de cada barrio. Prefiero ahorrarme esa descripción de títulos, no sabría cómo explicarte mi proceso actual, sé que estoy cambiando, sé que voy hacia otra parte, pero que ese cambio aunque radical ya no es fundamental, de algún modo voy a seguir ideático, cada día elaborando más juicios morales, queriendo convencerme al mismo tiempo que no soy juez de nadie, cada vez más ahincado en mis ideas y cada día menos convencido en su eficacia práctica. Lo único que esta demoledora soledad me aporta sin titubeos es el fin de mis seguridades. Ya no estoy seguro de nada, ya no estoy seguro ni de mis inseguridades. Creo que el problema de mantener (así sea en privado, sin ningún estrépito ni exhibicionismo) una actitud crítica, disidente, es un problema de lucha contra la locura. No es posible que uno tenga razón contra todos, contra la prensa y la televisión y el modo de vivir de los amigos y las apetencias secretas de poder o de fama o de lo que sea. (Cambio de pluma porque estoy harto de luchar contra una punta indecisa. Me obliga a ser enérgico al escribir, lo cual, así se trate sólo de insistir contra el papel, es una actitud cursi, creo). ¿Por qué te digo todo eso de la locura? Porque es una de mis angustias permanentes, la búsqueda de la razón de mi actitud de la razón de mi razón.
“(…) Hubo la semana pasada un simposio en Liverpool con 40 especialistas ingleses en América Latina, con el tema de México. Di una conferencia sobre 68 y leí varios trozos de tu libro. El efecto, aún en ese ambiente gris y tediosísimo de los académicos, fue terrible. Rompió el tono bienaventurado que le iban otorgando al simposio unos horrísonos economistas oficiales. Me sentí bien. Trabajo ahora en muchas cosas, quiero someter todos mis prejuicios, por lo menos los más evidentes, a una revisión feroz. Le he dado a este alejamiento de México un tono inquisitorial. Quiero ver en acción mi subdesarrollo personal y quiero contrarrestarlo. Al mismo tiempo, escribo ensayos que pronto empezaré a publicar. Uno para la colección Los Heterodoxos, que dirige Sergio Pitol en Barcelona, será sobre los hermanos Marx. Tengo varios sobre literatura: Rulfo (coincido contigo: siempre vuelvo a Rulfo), Onetti, Paz, Vasconcelos, Cuesta. Dará otro libro pero no ahora. No tengo prisa: tengo miedo de ser un sólido lugar común, por eso me espero y rescribo.”
Hasta aquí las cartas, son muchas las que agradezco y conservo.
Monsiváis no se equivocó nunca, su única gran equivocación es la que lo mandó al otro mundo el 19 de junio por descuidar su salud a pesar de haber recibido tantas advertencias, a pesar de que el doctor Gustavo Reyes Terán respondió a su pregunta de ¿Me voy a morir?: Si, si no te cuidas y le dio tres meses de vida.
Organizar la memoria, sintetizarla, volverla literatura, hacer que participen en ella voces anónimas, rescatar eligiendo, seleccionar es el sentido que Carlos Monsiváis le dio a su obra única en nuestro país por lúcida, vasta y generosa.
La emergencia de los movimientos sociales le corría en la sangre y se le volvió tinta. Carlos fue testigo, juez y parte. Contribuir a rebajar la impunidad que rodea a la política mexicana y a la vida empresarial fue una de las tareas que se impuso. De tanto escribir sobre movimientos sociales, el propio Monsi se volvió un movimiento social.
Sin Monsiváis perdemos el sustento cultural de nuestros movimientos sociales y nuestras luchas políticas, la constancia escrita de los ideales de los jóvenes y de su heroísmo. Implacable contra los racistas, los dogmáticos, los conservadores, los cursis, los corruptos, los homófobos, los ladrones, Monsiváis, niño libresco si los hay, gran crítico de poesía, se caracterizó por su lucha contra el sida y contra el autoritarismo.
Monsiváis no sólo fue el cronista de la vida de México durante más de 40 años, fue también nuestra conciencia nacional.
Monsi sabía todo de la cultura popular. Durante un viaje que hicimos a Israel, cantaba Esta tarde vi llover en pleno desierto del Negeb y entonaba Un poquito de tu amor, mi negro santo en el Mar Muerto. Cuando subimos al Gólgota, tarareó: Grabé en la penca de un maguey tu nombre; en Tel Aviv, para documentar nuestro optimismo y cuando ya Monsi se había convertido en un museo andante, su extraordinaria capacidad sintetizó el viaje con una tonada de Consuelo Velázques: Si te vienen a contar cositas malas de mí,/ manda a todos a volar,/ diles que yo no fui/. Yo te aseguro que yo no fui/ son puros cuentos de por ahí,/ tú me tienes que creer a mí,/ yo te lo juro que yo no fui.
Recorrer calles, visitar un museo, una biblioteca al lado suyo, subirse al Metro y a los autobuses, saberlo todo de los transportes colectivos y de los cuatro puntos cardinales de la ciudad de México, destazar a los políticos y hacer picadillo a gobernadores de estado, senadores y diputados, solidarizarse con los jóvenes que se ponen hasta atrás en los hoyos fonki y las muchachas domingueras en el California Dancing Club, tomar notas pero también apuntar frases, actitudes, reflexiones en una libreta de taquigrafía, era la parte más importante de la vida diaria de Monsiváis.
Hoy todavía, en cada reunión, la plática termina girando en torno a Monsi. ¿Qué tenía Monsi que todavía hoy nos jala como una centrífuga que nos hace más lúcidos? Sus aforismos, sus sarcasmos, las horas de su vida, sus prodigiosas mentiras, sus prodigiosas verdades logran que lo sigamos con devoción religiosa porque todos quisiéramos haber sido protestantes. La consagración impartida por Monsiváis era mayor que la debida al Colegio Nacional o la de la Academia de la Lengua, organismos a los que nunca perteneció. Que Monsiváis nos integrara a su vida era un honor mucho más grande que la oficialización de los bien pensantes. Si nos hubiera expulsado de su vida, habríamos vivido a la intemperie.
Octavio Paz dijo que Monsiváis era un cortador de cabezas: “El caso de Carlos Monsiváis me apasiona: no es ni novelista ni ensayista, sino más bien cronista, pero sus extraordinarios textos en prosa más que la disolución de estos géneros, son su conjunción. Un nuevo lenguaje aparece en Monsiváis –el lenguaje de un joven callejero de la Ciudad de México–, un muchacho inteligentísimo que ha leído todos los libros, todos los comics, ha visto todas las películas. Monsiváis: un nuevo género literario...”
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