domingo, 14 de mayo de 2017

El silencio de Juan Rulfo

14/Mayo/2017
Confabulario
Roberto García Bonilla

Nadie puede vivir, y mucho menos crear, sin reivindicar el derecho a un “fragmento” de inmortalidad.
Didier Anzier
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I
¿Qué es la autobiografía: un artificio, un retrato oblicuo e ideal del dibujante que se ve ante el espejo; es una impostura encubierta de aspiraciones estéticas; es el anhelo de creadores que alientan esa ilusión y enigma llamado posteridad? ¿Acaso sólo es la reflexión de una primera persona que aspira al reconocimiento desde la radicalidad, la ponderación o la autocomplacencia? Nos detenemos, ahora, con una pregunta del célebre Henri Frédréric Amiel, quien intentó con obcecación salvar su anonimato que infringe el selecto “libro de la memoria” a la casi totalidad de los terrenos: con obsesión escribió un diario que alcanzó los doce volúmenes a lo largo de 40 años (1839-1881). Él se pregunta: “De los miles de millones de hombres que han vivido, ¿cuántos han dejado una huella gloriosa? Uno entre cien millones. Todos los demás forman parte del humus histórico y anónimo que acumulan los siglos. Pocos entre nosotros escapan a la fosa común del olvido”. (Amiel, 1987, 11)1 No hay metáfora al establecer la proporción de cuántos se salvan, prueba de ello es que ahora, fuera de los especialistas del género, el resto no habíamos escuchado el nombre de Amiel.
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Respiramos, leemos, escribimos y nos pronunciamos en una selva de relatividades. Entre los ilustrados muy pocos, en verdad, saben quién es Juan Rulfo a pesar de que la traducción al chino de sus cuentos y su novela alcanzaron tirajes de un millón de ejemplares poco antes de la muerte del escritor que nació el 16 de mayo de 1917 en Apulco, Jalisco. En el ámbito hispánico, Rulfo es una figura señera de las letras latinoamericanas, quien junto con escritores como Onetti y Borges fue precursor del llamado Boom latinoamericano; hace casi medio siglo, sin proponérselo, su biógrafo colectivo, Luis Harss, describió al escritor mexicano cuando recién se iniciaba su reconocimiento internacional: su apariencia en las fotografías era la de un hombre apesadumbrado que muchos años vivió el agobio que le procuraron la inestabilidad laboral desde sus años juveniles, cuando asistía a la Facultad de Filosofía y Letras, en el edificio de Mascarones y escuchaba a oradores prominentes en la Facultad de Derecho en San Ildefonso, a unos pasos del Zócalo.
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En esos días, a mediados de la década de los treinta del siglo pasado, el joven Rulfo no imaginaba que veinte años más tarde, la culminación de su escritura, fructificaría en la novela Pedro Páramo (1955).
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II
La voz autobiográfica de nuestro escritor se encuentra en diversas fuentes: en primer lugar, Los cuadernos de Juan Rulfo, publicados en 1994, conformados por un centenar de textos, fragmentos y borradores divididos en nueve rubros. Los estudiosos no dieron mayor relevancia a su publicación; se llegó a decir, incluso, que era irrespetuosa la publicación de esa padecería.
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Por su parte Clara Aparicio de Rulfo admitió:
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Al parecer es algo terrible lo que estoy haciendo […] Pero algo ocurre dentro de mí cada que repaso las páginas de estos cuadernos: cada palabra, cada frase, cargadas de vivencias y sentimientos, me hacen reflexionar sobre la necesidad de compartir estos relatos tan llenos de él. (Rulfo, 1994, 7).
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Esos cuadernos además de mostrarnos bosquejos de futuras obras consumadas y de páginas sin germinar, nos descubren una intimidad elemental e inquietante. Me detendré en dos fragmentos: el primero se titula “Retrato y autobiografía” de unas 40 líneas escritas en tercera persona. Al principio su autor se remonta a sus antepasados; sin mencionarlo se refiere al más remoto pariente, Juan Manuel Rulfo, nacido en 1874. Al final describe el azoro que le provocó la guerra cristera. Recuerda:
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Veía envejecer mi infancia en un orfanatorio de la ciudad de Guadalajara. Allí me enteré que mi madre había muerto y esto […] significó un aplazamiento tras otro para salir del encierro, ya que estuve obligado a descontar con trabajo el precio de mi propia soledad. […] me volví huraño y aún lo sigo siendo. Aprendí […] que […] al final de cuentas, la única y más grande riqueza que existe sobre la tierra es la tranquilidad. (Ibidem, 1994, pp. 15-16)
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El segundo intitulado “Mi padre”, de manera extraña el editor lo integra en el apartado “Fragmentos” de Pedro Páramo. Sabemos que el asesinato de su progenitor fracturó para siempre el cuerpo anímico del futuro escritor; esa ausencia aniquiló su niñez, horadó sus ilusiones y aceleró su vejez. Rulfo no resolvió el duelo de la muerte de la madre y el padre, pero tras un prolongado proceso interior consumó el trabajo de la creación febril que se extendió por cerca de tres lustros (1940-1955). La figura del padre fue cardinal: catalizadora del proceso creativo en la multiforme representación masculina, en particular, del cacique.
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Aunque está mal visto establecer vínculos entre biografía y obra –el cual se dice que es simplista, e impresionista–, lo cierto es que en el temible Pedro Páramo hay rasgos del padre de Rulfo quien fue un hacendado venido a menos y cuya presencia es palmaria en el cuento “¡Diles que no me maten!”, ejemplo de cómo un creador con oficio transforma el duelo de la pérdida en una obra maestra de la literatura. Esta afirmación supera el simbolismo: el homicida en el cuento se llama Juvencio Nava y el peón que mató al padre de Rulfo se nombraba Guadalupe Nava, mientras que en el cuento, el hombre ultimado, por venganza, se llama Guadalupe Terreros.
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Con estas evidencias es muy difícil creer que este fragmento fuera parte de un borrador de la novela, incluso, como manuscrito en metamorfosis. Leo, entrecortados algunos, pasajes:
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Mi padre era bueno y creía en la vida. Lo mataron un amanecer, pero él no se dio cuenta cuándo murió ni por qué murió. […] Mi padre murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas […] Yo soñaba que tenía un venado en mis brazos. Un venado dormido, pequeño como un pájaro sin alas; tibio como un corazón quieto y palpitante, pero adormecido. –Se le acabó la vida […]. Levántate. Tu padre está aquí, tendido. Lo han matado anoche […] Y mi llanto se hizo agua como la sangre. Y cuando oía allá lejano el llanto de mi madre, mi sangre se hizo como el agua. (Ibidem, 1994, 50-51).
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Entre las distintas vertientes que se han expuesto y discutido, la escritura autobiográfica, además de corresponder a las aspiraciones estéticas, testimoniales y de trascendencia, rubrica la culminación de pasajes itinerantes y terminales de la vida; es también la proclamación de cuánto fue y ya no será; el texto autobiográfico es, como señala Georges Gusdorf: “la conciencia de la unicidad y singularidad de sí mismo que posee el sujeto” (Franco 2013, 15).
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III
Podemos hallar huellas autobiográficas de Rulfo, también, en Cartas a Clara (2000) que consta de ochenta y un envíos que el joven jalisciense escribió a su novia –más tarde, su esposa– entre octubre de 1944 y diciembre de 1950;2 el epistolario coincide con el lapso más fructífero en la carrera del autor de “Pedazo de noche”.
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Para resistir la espera ante el objeto del deseo e intensificar el cortejo con el impulso de la pasión el escritor, sin llegar a la ficción, utilizó la ficción; las estrategias narrativas no son convencionales; las misivas traslucen un ejercicio del habla coloquial; hay muchos pasajes literarios que podrían leerse como relatos conversacionales. Rulfo ensaya, aquí, uno de sus ideales: “escribir como se habla”. Estamos también ante la fragmentariedad autobiográfica; a través de la escritura realiza una suerte de transferencia: la amada funge como compañía en silencio, ante la hoja en blanco –así el joven burócrata que vivía en casas de huéspedes– emprende una conjura contra el abandono: enfrenta la esterilidad creativa, articula las emociones en un discurso amoroso. La escritura, además, mitigaba su ansiedad, cuyos motivos externos y síntomas inasibles se perdían en los eriales de la sordidez. Esa misma función cumplió el alcohol, uno de los temas tabú, del que forma parte la abigarrada leyenda que rodea al escritor. La novia también simboliza a la madre, a la amiga y funge, ahora diríamos, como terapeuta. Él es sarcástico y deja ver una amargura y resentimiento a la vida.
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Estas cartas muestran la imagen que de sí mismo delineó Rulfo; esa construcción tenía que ver con su realidad, sobre todo anímica, Él la exaltó, la ponderó, la acotó, la modificó y la desdibujo con largos silencios.3 Los rescoldos de la Revolución, la muerte repentina de familiares y la guerra cristera, desmoronaron su cuerpo anímico y eso se tradujo en fatalismo, desazón y sentimiento de orfandad. La depresión fue un rasgo que lo identificó y que se re-presentó en una tristeza crónica, consecuencia, a su vez, de una carencia afectiva, aunque él decía que encontró la depresión en el orfanatorio, cuya disciplina era carcelaria y funcionaba como correccional.
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Estos rasgos, con altibajos, disminuyeron ligeramente durante dos décadas, pero después de la publicación de la novela aparece un desiderátum por aquello que se culminó y que se entregó al mundo; en ese sentido ya no le pertenece al creador. Emerge la angustia ante la hoja en blanco, proporcional a la autocrítica que naturalmente condujo a la esterilidad creativa.
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IV
En tercer lugar, escuchamos con intensidad la voz autobiográfica de Rulfo en las declaraciones, entrevistas que el narrador concedió, así como en la transcripción de algunas intervenciones públicas en las que participó. Para haber sido un hombre tan retraído, hay muchas entrevistas con él que contienen revelaciones autobiográficas con la previsible inexactitud y malicia de algunos de sus entrevistadores, al presentarlo con efectismo. Habrá que pensar… en la selección, transcripción, edición, títulos y subtítulos de los textos; también habrá que tener en cuenta el laconismo, la franqueza y la soltura del escritor al responder; eso dependía, claro, del lugar, la circunstancia, y de quién fuera el interlocutor. Había que ser persuasivo, circunloquial y no hablar de su trabajo como escritor, para vencer el natural recelo de Rulfo ante la prensa. Entre un centenar de entrevistas habría que destacar las de Elena Poniatowska, quien encontró gran empatía con el escritor, con quien al paso del tiempo tuvo amistad. En sus conversaciones, los rasgos autobiográficos sobresalen en su naturalidad e incluso confesionalidad;4 éste último rasgo posee la conversación que sostuvieron José Emilio Pacheco y Rulfo en 1959. Es sorprendente el agobio que se percibe en el escritor, a los 42 años, y su malestar ante la exigencia de tener que publicar regularmente.
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Una reveladora entrevista es la que realizó Joaquín Soler Serrano para la televisión española; se observa a Rulfo de cuerpo entero con cierto nerviosismo ante las cámaras y la incisión del hábil periodista. La voz del escritor, su postura, su timbre de voz ligeramente metálico, el habla pausada y contenida –como si masticara las vocales– y sus respuestas entre desvaídas, suspendidas y entrecortadas. ¡Tan lejano de un intelectual o un escritor profesional! Su timidez se mezcla con una indómita templanza. No deja de sorprender la integridad de un personaje tan impredecible. Este ejemplo está lejos de los cánones del género autobiográfico; con todo me aventuro a afirmar que revela hilos de una autobiografía que estuvo en el imaginario de sus biógrafas (Nuria Amat y Reyna Roffé) y sus biógrafos (Juan Antonio Ascencio, Alberto Vital, Volodia Teitelboim y un texto inédito de Arturo Azuela), incluso de los críticos, sobre todo los iniciales, que se concentraron en la obra más que en el personaje (por ejemplo, Edmundo Valadés, Arturo Souto, Sergio Fernández, Carlos Blanco Aguinaga). Emmanuel Carballo –quien llegó a decir: “influí de manera decisiva en Juan Rulfo. Fue uno de mis descubrimientos”– fue uno de los críticos que integraron o complementaron rasgos de la personalidad entre el narrador y sus personajes.
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En ambientes relajados y benignos, Rulfo podía abandonar las evasivas que, ciertamente, eran parte de una estrategia y necesidad, presentes en un sinfín de gestos, guiños; era el comportamiento de un hombre abismado, inseguro ante los mediocres y cauto ante poderosos y extrovertidos a priori. Su soberbia, una vez más, se manifestaba en silencio entre desconocidos y con imprecaciones ante sus allegados. Nunca se alejó de sus orígenes; el cosmopolita que vestía con elegancia impecable mantuvo arraigo al habla de la región de Jalisco donde nació, de ahí su pasión por la historia y la antropología. Su familiaridad con el fanatismo religioso en la infancia y en la pubertad, fueron imborrables en él aunque lo ocultó por completo desde que llegó a la Ciudad de México e ingresó a trabajar a la Secretaría de Gobernación, recomendado por su mentor, un coronel, lugarteniente de Manuel Ávila Camacho. La herencia del niño de campo es manifiesta en las esquirlas autobiográficas que dejó tras de sí. Los comentaristas, al mimetizarlo con su obra, se refirieron a su estilo “telúrico”.
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En toda entrevista de largo aliento pueden germinar, al menos, girones autobiográficos genuinos, aceptando que un personaje como Rulfo se podía presentar con distinto talante ante sus interlocutores, a pesar de que los cronistas reiteraban rasgos de su personalidad retraída: una mirada imperturbable y el ríctus de aflicción que no desapareció desde los seis años, cuando se le ve con el ceño fruncido en una fotografía junto a sus compañeros en la escuela de las monjas Josefinas en San Gabriel.
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Creo que un ejemplo de la voz solista de Rulfo en las que la autobiografía, a pesar de las mediaciones, se manifiesta en Juan Rulfo. Autobiografía armada (1973) de Reina Roffé quien organizó un rompecabezas; a partir de nueve entrevistas hila un monólogo. El texto da cuenta del periplo rulfiano que precedió a Pedro Páramo: la vida, el ambiente y costumbres en los pueblos que conoció y que tiñeron su obra; sus antepasados, sus lecturas, sus estudios. Aparecen leit motivs en su vida y en su obra: la soledad, la pérdida, la muerte, el proceso de creación; los protagonistas de su obra magna y de La Cordillera, que no llegaría a la imprenta. Es evidente que hay expresiones, giros lingüísticos, reiteraciones que desaparecieron ante las exigencias editoriales. Pero si bien no tenemos la conciencia deliberada en contenido y forma autobiográficas, sí permanecen los rasgos de la personalidad del escritor.
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Philippe Lejeune definió, por primera vez, la autobiografía como un “Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad” (Lejeune 1973, p. 50).5 Si confrontamos esta definición inicial del género con la voz autobiográfica de Rulfo, proveniente de sus entrevistas, habría que matizar que el relato es verbal y no escrito, y se tendría que precisar sobre “la historia de su personalidad”.
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La celebridad que alcanzó paulatinamente la obra contrasta con la imagen del escritor que nos han dejado quienes convivieron con él: un hombre apesadumbrado, siempre quebrantado por la astenia. Harss, –quien le atribuía una “timidez enfermiza”–, retiene un fugaz retrato del escritor, alrededor de los treinta y ocho años en su oficina del Instituto Indigenista, donde trabajó más de dos décadas (1963-1985) como redactor, corrector, editor y jefe del Departamento de Publicaciones:
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Instalado, agonizante, en su escritorio con su traje oscuro, frotándose las manos, oficioso y desorientado, parece un cura de aldea encerrado con todas las preocupaciones del mundo al final de un largo día en la soledad de su confesionario. Al caer la tarde, cuando le quedan fuerzas, sale inquieto y se larga como atareado por la calle hasta su casa, a pasar la noche escribiendo. Aunque de estatura mediana, por su andar sigiloso parece que se esfuma en el crepúsculo (Harss, 2012, 269).
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En este retrato contrasta la opacidad del personaje con la obsesión que Harss acentúa hacia el deber escritural. La atmósfera novelesca es inocultable.
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Rulfo se debatió entre la aspiración de escribir una nueva obra y la resignación de que nada superaría los logros y la consumación de Pedro Páramo. Al final todos los intentos devinieron en el vacío; no dejó de escribir, pero con excepción del El gallo de oro (1980) y unos 60 breves textos coyunturales de diversos temas, Rulfo mantuvo silencio tres décadas después de la publicación de su novela. El suspenso desapareció con él mismo cuando murió en su casa, como un hombre común, a la hora crepuscular y eclipsada del 7 de enero de 1986. Aunque padecía un cáncer terminal, la muerte fue tan repentina que nadie lo acompañó en su última exhalación.
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Juan Rulfo dejó en sus revelaciones autobiográficas una suerte de antihéroe incomprendido y escéptico. La conciencia de su talento se expresa ocultando sus virtudes y revelando la miseria del mundo y los defectos de otros. A su novia le externó sus debilidades y suplicios emocionales que su pudor y el celo de su intimidad le habrían impedido revelar al resto del mundo.
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Con las concesiones que las teorías del género no admiten, por último, menciono un ejemplo autobiográfico anímico atemporal, sin anécdota ni contexto personal: escuchar la lectura que Rulfo hace de “Diles que no me maten” y de “Luvina” no puede dejar de conmover a nadie por el sentido que adquieren estos cuentos canónicos; saber que la lectura es de autor, sacude aún más al oyente. Los “interpreta” con su timbre apagado, con un ritmo en ostinato, y una articulación y fraseo inasibles, como fuera no de tiempo (rítmico metronómico), sino del tiempo (cotidiano), con los dientes apretados y las vocales aspiradas y la terminación de frases desvanecida. Esa elementalidad deja ver a un escritor integrándose a sus personajes luego de haberles entregado verosimilitud –una “verdad aparente”.
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V
El fallecimiento de Rulfo provocó pesar en distintos sectores de la sociedad. Evodio Escalante escribió que: “La muerte de Rulfo no debiera afectarnos tanto, por una razón muy sencilla y todavía más entendible: Rulfo, en tanto escritor, murió hace 30 años” y añadió que ningún escritor, en ese momento había penetrado en la llamada identidad nacional (Escalante, 1986, 23-A). Pareciera, entonces, que la voz autobiográfica de Rulfo, era una especie de alter ego: el hombre público, escindido del escritor en ejercicio, que era como un enviado del creador que nos legó dos obras insuperables y una leyenda tan rica como inagotable y compleja, que ninguna disertación, ni confrontación genérica podrán alterar. Y si acaso nos importa la posteridad como sinónimo de perdurabilidad canónica, Rulfo se mantendrá fuera de “la fosa común del olvido”. Su imagen pervive iluminada, tanto como su obra porque representa nuestras aspiraciones inalcanzables, que conviven con la violencia y la desolación de la realidad que respiramos, al igual que sus personajes y sus escenarios, cuyos pronunciamientos son prédicas reconocibles en silencio.
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Notas:
1 Amiel escribió estas líneas el 16 de julio de 1876.
2 En la segunda edición de estas misivas –cuyo títulos se abrevia: Cartas a Clara (2012): se agrega un texto sin fecha, que por cuyo contexto se deduce que fue escrito entre 1955 y 1956, el cual ya había aparecido en Los Cuadernos de Juan Rulfo (1994).
3 Una muestra detallada de este hecho la encontramos en Antonio Alatorre, “Cuitas del joven Rulfo burócrata” (Umbral, núm. 2, Guadalajara, Jalisco, 1992, Primavera, pp. 58-71), y “La persona de Juan Rulfo, burócrata”, en Literatura mexicana, vol. X., núms., 1-2, México, IIF-UNAM, pp. 225-247.
4 Habrá que agregar las entrevistas que la autora de La noche de Tlatelolco, realizó en NovedadesExcélsior y “Juan Rulfo: ¡Ay vida que mal me pagas!, en ¡Ay vida no me mereces¡ México, Joaquín Mortiz, 1985, pp. 133-166.
5 Agregar las cuatro categorías diferentes: 1. Formas del lenguaje: a) narración; b) en prosa. 2. Tema tratado: vida individual, historia de una personalidad. 3. Situación del autor: identidad del autor (cuyo nombre reenvía a una persona real) y del narrador. 4. Posición del narrador: a) Identidad del narrador y del personaje principal; b) Perspectiva retrospectiva de la narración ( Lejeune, 1994, p. 50).

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