La Jornada
Elena Poniatowska
El pasado 15 de mayo se cumplieron cinco años de la muerte de Carlos Fuentes, el primer novelista mexicano que quiso abarcarlo todo porque ni José Vasconcelos, ni Agustín Yáñez, ni Martín Luis Guzmán, ni Alfonso Reyes –tan generosamente universal– tuvieron su largo aliento (Juan Rulfo es un mundo aparte).
Fuentes profesionalizó la literatura mexicana. Antes de él, los escritores eran diplomáticos que escribían los domingos; él se lanzó a la escritura de tiempo completo. Decía entre risas en la cantina La Ópera, al lado de Benítez, Monsiváis y Cuevas: Jugué mi corazón al azar y se lo llevó la chingada. Su afán totalizador, su avidez cultural, su vuelo interoceánico, su exploración de las Américas, su identidad y su cultura, su querer alcanzar las dos orillas y hacerlas suyas, su apostura a lo Jorge Negrete y Pedro Infante, la formidable ambición de Terra nostra y Cristóbal nonato son las señas de identidad del escritor que más obras ha dado a México.
Si este país tiene pilares, uno de ellos fue Carlos Fuentes. Como los antiguos mexicas sostenía el cielo y como los muralistas nos construyó un pasado y pintó el inmenso fresco de nuestras vidas, no sólo las anteriores sino las actuales, la terra nostra en la que caben todos los mundos y en la que nos encajó como la pieza que faltaba en el rompecabezas. A fuerza de contarnos nos volvió únicos e irremplazables y gracias a él somos reconocibles y reconocidos.
Su gran amor y gran traición fue Octavio Paz, pero ninguna referencia es tan identificable como la que el propio Fuentes impuso, primero con La región más transparente y después con La muerte de Artemio Cruz.
Don Rafael Fuentes Boettiger alguna vez me dijo con una sonrisita: Ahora soy el papá de Carlos Fuentes. Sin embargo, de su mano y gracias a su carrera diplomática, Carlos vio a México desde Washington en la escuela Cook, cuando era uno más entre tantos parvulitos, y desde Chile y Argentina a los 14 y 15 años. Gracias a que don Rafael lo llevó al cine, Fuentes adquirió un sorprendente conocimiento de este arte, que seguramente hizo que Ciudadano Kane influyera en Artemio Cruz; gracias a él también aprendió a mirar a México desde fuera, gracias a él, el niño Carlitos, nacido en Panamá en 1928, se preocupó por el México que surgía de la Revolución, el nuevo orden mundial, los asuntos políticos y hasta los agrarios, la historia de México, la corrupción, en fin, las raíces de toda su futura obra novelística.
De la mano de don Rafael Fuentes Boettiger (insisto en el Boettiger porque don Rafael decía: No me quiten mi apellido alemán) Fuentes entendió quiénes eran la Coatlicue y Tláloc y aprendió a amarlos, pero también quiso reivindicar a Hernán Cortés y, más que ningún otro escritor mexicano, declaró que era justo que reconociéramos al español que todos llevamos dentro. Según él, sólo así nos completaríamos.
Cuando conocí a Fuentes le enloquecía Pérez Prado y tomaba notas. Estaba perdido de amor por Tongolele y tomaba notas. Iba a Las Catacumbas y tomaba notas, comía tacos en Beatricita y tomaba notas, caminaba por la Alameda y acariciaba el trasero de la estatua Malgré Tout y tomaba notas, bailaba en el Ciro’s y tomaba notas. Pasaba muchas horas en la Plaza Garibaldi y tomaba notas. Recorría San Juan de Letrán (hoy Eje Lázaro Cárdenas) y se metía en los cines de barrio. En los años 50, además de bailar mambo y cha cha chá, escuchaba con una avidez insaciable a las mujeres de collares de perlas y vestidos chemise y tomaba notas de cómo Jaime Saldívar, responsable del incipiente Club de Industriales, tocaba el piano para enamorarlas. Veía la destreza con la que los meseros llevaban en una mano una pesada charola y escuchaba a los taxistas que son la mejor fuente de información. Reía a carcajadas cuando le contaban que la princesa Ágata Ratibor se llevó por equivocación un suntuoso abrigo de pieles en vez de su capita ratonera. Todo le hacía gracia, todo era novedad, todo era memorable. Desde entonces, Fuentes sabía que la cultura puede hacer mejor a las sociedades.
Alguna vez lo vi subir una escalera de la calle de Génova a gigantescas zancadas y me quedé impresionada con su agilidad. Así subía a las pirámides, así conquistaba al mundo. Todavía a los 80 años subió a todos los escenarios de sus innumerables celebraciones con la rapidez y la gracia de Fred Astaire.
No fue la farándula ni la trivia de los años 50 y sus protagonistas quienes ejercieron una influencia definitiva en Carlos Fuentes, sino don Manuel Pedroso, a quien quiso entrañablemente, Alfonso Reyes y Octavio Paz. Más tarde, Fernando Benítez lo admiraría sin reservas y Fuentes en agradecimiento lo convertiría en su tío y en personaje principal de Cristóbal nonato. La lealtad absoluta a sus amigos resultó ser uno de sus principales rasgos de carácter junto con su culto a la escritura por la que dio su vida, como la dio en el siglo XVIII Sor Juana Inés de la Cruz, porque Carlos Fuentes entregó su alma al diablo con tal de escribir.
Cada lector encontró en Fuentes lo que quiso: razones, necesidades, ausencias, fracasos, pasiones. Su obra fue la mina de la que sacamos tesoros escondidos, el pozo sin fondo, el espejo enterrado.
Fuentes conoció la traición, la muerte, el amor, la crítica demoledora, la adulación perversa, la admiración sin límites, la recuperación del pasado y la memoria del futuro. Pero, sobre todo, conoció muy bien las dos Américas y las reflejó.
He pensado que si alguien tuviera oportunidad de regresar a la tierra por segunda vez y pasar de un tiempo a otro, ése sería Carlos Fuentes, porque, a diferencia de muchos, le tiró a lo grande y vivió su presente en México, en Francia (donde nació su hijo Carlos), en Harvard, en Martha’s Vineyard en Boston, en Inglaterra y, finalmente, en su casa de Londres. Nos regaló una visión inédita de la ciudad de México (como hizo Efraín Huerta en poesía) y desacralizó a la Revolución Mexicana en La muerte de Artemio Cruz al contar el millón de muertos y producir miles de multimillonarios que más que admiración causan alarma y desprestigian a México, cuando él, Carlos Fuentes, con su obra y la esplendidez de su conducta le hizo tanto bien a nuestro país.
Carlos Fuentes no ha muerto, simplemente ha cambiado de residencia. Nunca se mantuvo ajeno a la muerte (en Estados Unidos lo operaron a corazón abierto), siempre supo lo que era cuando nadie sabe lo que es y no le tuvo miedo. La veía como a la Catrina de Posada. Para eso era mexicano, para saber que tras de la piel hay un cráneo como el de cristal tallado, una de las 13 calaveras que los mayas dispersaron por el mundo, y tienen poderes mágicos. También su cráneo fue de cristal y supo, antes que nadie, que nuestra relación con la muerte es finalmente nuestro único calendario solar.
A Karl Bellinghausen, in memoriam
No hay comentarios:
Publicar un comentario