lunes, 8 de mayo de 2017

Del “no oficio” de escritor (y otros oficios)

Mayo/2017
Nexos
José Carreño Carlón

Oficio y oficina

Quienes lo vimos llegar diariamente a su oficina comprobamos la congruencia de este hecho con su dicho de 1959 de que, el de escritor, no es o no debiera ser un oficio. No debe verse, por ejemplo, como el de carpintero, reafirmaba, o como cualquier otro de los oficios que se ejercen para ganarse la vida. Y si le tomamos la palabra, en aquella oficina él desempeñaba un oficio para ganarse la vida, al menos en parte. Y su condición de escritor quedaba para después de las horas que le tenía que dedicar a su cargo de jefe del Departamento de Publicaciones del Instituto Nacional Indigenista (INI).
¿Cómo gestionaba y combinaba Juan Rulfo estos dos roles que sostuvo hasta el final de sus días?
Ya se ha escrito bastante de su forma de asumir su “no oficio” de escritor. Ahora va un intento de hacer correr en paralelo el desempeño de sus oficios extraliterarios, siempre asociados, como se verá, a lo literario.
Por las mañanas Rulfo era recibido por su valiosa asistente y valiente escudera, Iraís Rodríguez. Ella le daba el reporte de las ediciones en proceso; le recordaba los pendientes; le contaba los operativos para poner a salvo a su jefe de las presiones de los antropólogos urgidos de ver sus investigaciones convertidas en libros, y lo ponía al tanto de las coartadas urdidas por ella cuando, más temprano, lo había buscado Nacho Ovalle, el creativo director general del INI, sobre cuyo eje institucional hizo girar el programa Coplamar para atender zonas deprimidas y grupos marginados.
Juan se dedicaba luego, con alguna llamada o una visita a otras partes del edificio, a destrabar trámites administrativos. Lo hacía con destreza y humildad y con el poder suave de su renombre, elegantemente dosificado por la propia Iraís. Además acogía ocasionalmente (sólo las ineludibles) solicitaciones de saludos de dentro y fuera de la institución. De tiempo en tiempo hacía un break, según se dice, al cuarto oscuro, a revisar (y admirar) el trabajo de Nacho López en las comunidades indígenas para las publicaciones del INI, y a revelar sus propios rollos, de los que saldría al poco tiempo su también celebrada obra fotográfica.
Se reservaban así, para la salida del trabajo, sus actividades relacionadas con su condición de autor. Sólo que se trataba de un autor que ya era considerado, en aquellos finales de los setenta y principios de los ochenta, uno de los mayores de la literatura del siglo XX en el mundo. No lejos de su trabajo y de su domicilio, en el café de la extinta librería El Ágora, de Insurgentes y Barranca de Muerto, o en la terraza de la segunda planta de El Juglar, de la glorieta de Manuel M. Ponce y Juventino Rosas, Rulfo atendía a sus convocantes a congresos, seminarios y giras, nacionales e internacionales; a sus solicitantes de entrevistas académicas y periodísticas y a sus buscadores de consejos: escritores o aspirantes a serlo. Sólo algunas veces respondía a periodistas en su oficina, cuando no había más remedio o cuando no quería dedicarles demasiado tiempo en el café.
Y de acuerdo al reconocido animador de la cultura en México en aquella época, Fernando Benítez (su vecino del mismo edificio, alguna vez quizás su confidente o al menos testigo de la luz encendida del departamento contiguo) Juan le dedicaba de lleno las noches a su “no oficio” literario —a veces noches enteras— a leer sin descanso y (probablemente) a escribir (sin publicar).
Titulada “Imagen de Juan Rulfo”, una tempranísima entrevista de semblanza para el suplemento dirigido por Benítez, México en la Cultura, de Novedades, realizada por un veinteañero periodista cultural llamado José Emilio Pacheco —todavía a cuatro años de su formidable debut como escritor, en 1963, con Los elementos de la noche— presentaba a un cuarentón Rulfo que en aquel 1959 ya había concluido y publicado su obra literaria cumbre. En aquel encuentro el autor probablemente le movía el piso al entonces joven poeta y entrevistador: “No soy un escritor profesional”, le respondía. “El escritor no debe desvelarse por tener un oficio. El oficio es para los carpinteros. Si el escritor lo adquiere ganará en artesanía lo que pierda en autenticidad”.
Y aparte del “oficio de vivir”, que reivindicó para sí en aquella conversación antes de que apareciera el diario de Cesare Pavese con ese título, Juan se dedicó a los oficios del comercio, antes de su llegada a la Ciudad de México y, ya en la capital, a los oficios correspondientes a sus trabajos: vendedor de llantas en la provincia, archivista en Gobernación, redactor de informes en la Comisión del Papaloapan y editor de libros de antropología en el INI.
En una burocracia —gubernamental y universitaria— que se expandía y se expande dentro y fuera del país, siempre suele haber algún escritorio o alguna oficina disponibles para creadores e investigadores en ciernes, e incluso consagrados, con su correspondiente sueldo. O alguna encomienda por obra determinada, algún puesto en el extranjero, entre otros espacios accesibles para ejercer o hacer que se ejercen oficios primordialmente encaminados a asegurar los ingresos de algunos oficiantes de nuestra vida cultural. Incluso tras la instauración de los sistemas gubernamentales de estímulos a investigadores y creadores en los ochenta y noventa, y a pesar del embarnecimiento de fuentes de remuneración para escritores en el mercado editorial de libros, revistas, periódicos, e incluso en programas de radio y televisión, la adicción a la nómina gubernamental y universitaria forma todavía parte de una cultura arraigada entre los actores de la inteligencia mexicana.
La diferencia con Rulfo radica en que él fue de esos —que los hay— que no actuaba como “aviador” esperando en su casa el cheque quincenal, sino que sacaba adelante su chamba. Sólo las últimas quincenas, en la fase terminal de su enfermedad, accedió a que Iraís le llevara su paga a domicilio. Tampoco pudo vivir de los estímulos oficiales porque murió antes de la creación de Conaculta. Lo que sí, desde los años setenta empezó a disfrutar las liquidaciones de los megatirajes crecientes de sus obras en México y en el mundo.

Cada quien su Rulfo

“Cada quien es libre de contar su historia de Rulfo como le plazca”, proclamó Salvador Elizondo en un texto en el que recuerda su rechazo pionero a valorar El llano en llamas y Pedro Páramo por haber supuestamente recogido el habla “natural” de una región, y su propuesta en sentido contrario: que el valor de la obra está precisamente en haber creado ese lenguaje desde la esencia de una forma de ser y de sentir de los pobladores de esa región. Claro, una esencia magistralmente captada, almacenada en la memoria desde la niñez del escritor y genialmente procesada y reelaborada en sus libros.
Seguro, como lo mostrará este número de nexos, este centenario basado en la fecha oficial de su natalicio seguirá alimentando el aluvión —que no cesa desde hace décadas— de versiones particulares sobre la relación de la obra y el autor, de reconocimientos profundos y reservas aisladas, de especulaciones varias sobre su prolongado silencio literario, de testimonios de amistad, de análisis sobre la trascendencia de su obra y de novedosos o repetitivos lances hermenéuticos sobre cada pasaje o cada frase de su narrativa.
El mío es un testimonio limitado a la convivencia por seis años en un mismo lugar de trabajo. Quizás un poco más, si agrego a la vecindad laboral la que se prolongó en el vecindario de nuestros domicilios, a un par de cuadras, en la colonia Guadalupe Inn, con los previsibles encuentros en nuestros desplazamientos a pie a El Ágora y El Juglar. Juan tenía varias rutas: desde la salida de su edificio para cubrir a rápidas zancadas la larga cuadra de la acera norte de Felipe Villanueva, la que va de Manuel M. Ponce, donde vivía, a Guty Cárdenas, y de allí, unos metros más a cruzar Revolución, donde trabajaba. O, si lo hacía por la banqueta opuesta, las tres cuadritas de Melesio Morales, Ricardo Palmerín y Guty Cárdenas, hasta Revolución. Y a ello se agregaba el camino a El Ágora, prácticamente cotidiano, y de allí, a veces en la misma tarde, a El Juglar. El recorrido también podía ser al revés: de El Juglar a El Ágora.
En su libro La ficción de la memoria, en que antologa, entre muchos otros, los materiales de Benítez, Pacheco y Elizondo mencionados antes, Federico Campbell ha contado ya sus propias experiencias de conversaciones y silencios con Rulfo en el café de El Ágora. Yo agregaría esta, muy característica de aquella época: Rumbo a El Juglar, en una ocasión en la que apenas le podía yo seguir el paso —a pesar de mis 26 años menos, pero con exceso de peso, tabaco y otros desórdenes— Juan me tocó un tema del que se había hablado mucho pero del que se escribía poco.
En el clima de guerra fría cultural de ese tiempo, entre al menos dos grandes “bloques” de escritores y artistas, con calentamientos periódicos y abundantes teorías conspirativas, Juan acusó recibo conmigo de expresiones de hostilidad o menosprecio que, según sus informantes, le dirigían escritores agrupados en torno al “bloque” de Octavio Paz. Aquellas murmuraciones, me dijo, no le regateaban la calidad ni la trascendencia de su obra, pero tampoco las atribuían al talento ni a la solidez del narrador. Como que no le iba la grandeza de la obra a la modestia del autor. Casi hablaban de una obra aparecida por casualidad o de “milagro”. Rulfo lo resentía pero lo expresaba, a lo más, en murmullos, como los de Comala, sólo que con la quijada tiesa y entre dientes.
A su muerte, en cambio, o quizás un poco antes, algunos exponentes del “bloque” contrario sacaron sus referencias derogatorias del escritor de las zonas de la murmuración a los medios impresos. Y, en respuesta, los herederos y allegados de Rulfo hicieron algo más que reaccionar con murmullos entre dientes. Por ejemplo, al ganar en 2005 el Premio Internacional de Literatura de la FIL Guadalajara, que hasta entonces llevó el nombre de “Juan Rulfo”, el gran poeta del exilio republicano español, Tomás Segovia, a quien ubicaban también en el bloque contrario, desató la mala fortuna (para el premio) al invocar aquello del “milagro” rulfiano. Esto se leyó desde fuera de la guerra fría como el reconocimiento de un prodigio, de un portento de la literatura, pero desde dentro como la vuelta a la caracterización de la obra como un fenómeno inexplicable, una obra surgida “de milagro”, en la línea de descalificación de Rulfo por parte de “la camarilla opuesta a la obra de mi padre”, como lo expresó uno de sus hijos al explicar la decisión de la familia de quitarle el nombre glorioso que llevó por 15 años el Premio FIL Guadalajara.
Nadie gana en las guerras, ni siquiera en las frías. Y todos perdieron en ese trance. Igual que en el episodio de la salida de la obra de Rulfo del Fondo de Cultura Económica, en 1998, después de 45 años de nacido para la literatura en esa casa. En efecto, su director de entonces, Arnaldo Orfila Reynal, tuvo el ojo para dar a conocer esta obra desde el lanzamiento de la primera edición de El llano en llamas, en 1953. Adolfo Castañón, gerente editorial del FCE en los noventa, los de la salida de la obra de Rulfo (años también del ex presidente De la Madrid como director general del Fondo), explicó, ya en 2000, en Reforma: “nos fue imposible continuar… debido al alto costo que requería la agencia española que resguardaba los derechos de Rulfo”. Adolfo ofreció una serie de datos precisos sobre el monto de la pretensión de la agencia de Carmen Balcells y las contrapropuestas del Fondo, rechazadas por Balcells con el anuncio de que ya había otra editorial interesada en la obra de Rulfo.
El momento en que se da este desenlace, sin embargo, correspondió a un episodio de calentamiento de la “guerra fría” entre los bloques. En la versión de la familia Rulfo, el Fondo habría abandonado a su propia inercia comercial la obra del autor y desoído insistentes propuestas de relanzamiento, así como la publicación de una Biblioteca Juan Rulfo, y Arquitectura de México. Fotografías de Juan Rulfo. Y en el cruce de teorías conspirativas entre los bloques, con el poder de decisión de Adolfo Castañón, el Fondo se habría centrado en cambio en exaltar las obras del “bloque” cercano a Octavio Paz e incluso en publicar algún libro contra Rulfo y su obra. Así interpretó la familia la publicación de Juan Rulfo, los caminos de la fama pública, de Leonardo Martínez Carrizales, no sólo editado, sino incluso encargado por el Fondo, según una nota de Proceso que le atribuye al trabajo solicitado el título de “La fama pública de Juan Rulfo no se debió a su obra”. La misma revista publicó la respuesta del diseñador Juan Pablo Rulfo, hijo del escritor, quien le dijo a la periodista Ana Cecilia Terrazas que se trataba de una campaña del FCE y de la mafia seguidora de Octavio Paz. “Son los eternos mensajes cifrados entre intelectuales de ciertos grupos que denotan bajeza y falta de nivel para hacer la crítica”, agregó Juan Pablo. “A mi padre muchos intelectuales nunca le perdonaron su timidez y su carácter retraído”, registra Roberto García Bonilla en Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo, de gran ayuda para verificar hechos y fechas de este recuento y descubrir ángulos desconocidos.
Todo esto ocurría en julio de 1998. Y ya en septiembre Carmen Balcells le notificaba al Fondo montos y condiciones (irreales) para renovar los derechos de la obra de Rulfo (un millón, o un millón y medio de dólares, da lo mismo, por derechos reservados sólo para el mercado mexicano). La contrapropuesta del Fondo fue en el mismo lenguaje, el de los dólares: bajarle a los derechos y subirle a las regalías.
Sólo que la pretensión de la familia no era tanto económica, sino de reconsideración del trato que se le daba a la obra, en los términos del agarrón de julio. No se trataba de darle a Carmen Balcells, el encargo de Dolores a Juan Preciado en sus reclamos al Fondo: el olvido en que nos tuvo, cóbraselo caro. Según esto, el arreglo con la agencia habría sido que endureciera al máximo la posición para obligar a una negociación más profunda que corrigiera menosprecios y agravios.
Total, un malentendido tras otro. Aquel 1998 de la salida de Rulfo del FCE fue también el año de la muerte de Octavio Paz, 12 años después de la muerte del propio Rulfo, y aquella guerra continuaba causando estragos. Incluso su secuela permanece en 2017 en el bajo perfil en que transcurre el centenario del escritor mexicano que produjo una obra considerada por numerosos escritores en el mundo entre las más altas del siglo pasado.
No se trata de tomar partido en una guerra que perdió todo sentido, si alguna vez lo tuvo. Quizás hay más tiempo del que se supone para replantear una conmemoración centenaria a la altura. Porque si a malentendidos vamos, Juan sostuvo por mucho tiempo que nació en 1918 y no en 1917, como lo acreditan los papeles oficiales. Pero si por generaciones hemos hecho nuestra la invención de Comala, no veo por qué no quedarnos con la invención de 2018, para celebrar este mayo los 99 y empezar la celebración del centenario a culminar en 2018.

Entre el Remington y Günter Grass

Pero es tiempo de volver a la cotidianidad extraliteraria de Rulfo, finalmente indisociable de su cotidianidad literaria
La verdad es que Juan no sólo cumplía con los deberes de la oficina, sino que dentro y fuera de ella era especialmente delicado en el cumplimiento de los cometidos de la amistad y la gratitud que suelen surgir del trato cotidiano en el lugar de trabajo. Ni qué decir de los regalitos de recuerdo que solía traer de sus viajes a algunos de los más cercanos, en especial mujeres. Un gesto inolvidable tuvo conmigo y mi hijo Paulo, entonces niño, una tarde que llegué con él a El Ágora. El mismo Juan Rulfo que sólo por esos años de nuestra convivencia cosechaba un día sí y otro también homenajes y reconocimientos dentro y fuera de la nación, se levantó de la mesa en que departía —no recuerdo con quién— para saludarnos y preguntarnos qué nos llevaba por allá. Actuaba como un amable y diligente anfitrión. De hecho es probable que conociera mejor cada palmo de la librería que los anfitriones, por lo demás, buenos libreros de aquel tiempo. Y al enterarse que íbamos a buscar un buen libro de perros, prometido tiempo atrás al infante, Rulfo le hizo la seña de que lo siguiera hasta el fondo del local. Allí se puso en cuclillas para hurgar en el estante pegado al piso hasta poner frente al niño una media docena de títulos con hermosos animales en las tapas.
Pero un episodio extremo de cuidado lo tuvo conmigo un día que quedamos en comer juntos y yo pasé por él a su oficina con signos evidentes de la secuela de desórdenes de la noche anterior. Quizás podría atribuirlo hoy a la edad pero también hay que darle crédito a la banda con que me juntaba. Eran los primeros años de unomásuno y de nexos, recordado sea esto con la mayor consideración a un miembro conspicuo de aquella banda, Héctor Aguilar Camín, el director de esta revista y ahora reconocido escritor, recién galardonado con la medalla de Bellas Artes. El caso es que me dijo Juan que había una vieja cantina en la avenida Revolución, por ai enfrente del mercado de San Ángel, cerca de los puestos de flores. La Milagrosa, creo que se llamaba, y si no se llamaba así, merecía el nombre por los remedios aplicados a mi estado bajo la guía sabia de Juan Rulfo. Ordenó para mí un caldo para revivir muertos, dijo, después de darle instrucciones al cantinero sobre ingredientes que debía agregar y otros que debía suprimir. Yo pedí una cerveza y él siguió con su habitual Coca al lado de su café. El resto de la terapia —para disipar la angustia del recuerdo (o, peor: del no recuerdo) de los probables estropicios y desfiguros nocturnos— consistió en un deslumbrante relato sobre el Remington, un gatillero de gran puntería que mataba por encargo en ajustes de cuentas entre hacendados y políticos de Jalisco, en los años treinta. En un momento climático de la narración aparecía el propio narrador, Juan, a unos metros del sicario, observándolo en silencio mientras el Remingtondisparaba con precisión sobre sus víctimas. “De aquí a allí, estaba yo”, subió un poco el volumen de su voz, al tiempo que señalaba la barra, casi pegada a nosotros.
Esa vez rebasamos unos metros los lindes del triángulo INI-Ágora-Juglar. Pero lo cierto es que Rulfo los desbordaba con creces con una media docena de viajes internacionales al año. Iba a homenajes que le rendían por el mundo y no se perdía congresos, seminarios, talleres y conferencias que requerían su presencia. Acudía como jurado al discernimiento de premios literarios internacionales. Y a veces aceptaba también invitaciones a giras de presidentes y candidatos. Sólo en esos años que compartimos en el Indigenista anduvo por Barcelona, Sofía, París, Guayaquil, Milán, Venecia, Florencia, Oviedo, Buenos Aires, Santa Clara, San Francisco, Berlín… En la zona occidental de esta ciudad entonces dividida, en 1982 hubo un muy celebrado festival de las letras dedicado a la literatura latinoamericana. Y Rulfo y su obra protagonizaron el acto culminante, con un grande de las letras alemanas. Rulfo leía en español, con su característica sequedad, “Luvina”, “¡Diles que no me maten!” y “No oyes ladrar los perros”, y junto a él un animado Günter Grass, a unos años de recibir el Nobel, iba leyendo la versión alemana de esos cuentos magistrales.
Sin duda, aunque al principio se pusiera remolón ante las invitaciones, que terminaba aceptando, y a su regreso repelara del cansancio, todo indica que disfrutaba de esas escapadas. No cualquiera logra escapar de Comala. Y mucho menos entrar y salir de Comala como Juan por su casa.
Poco antes, en 1980, había aparecido en el palco presidencial del Palacio de Bellas Artes, junto al presidente López Portillo. Ese año se había decidido dedicarle el homenaje nacional que antes se le había rendido a Diego Rivera, Carlos Chávez y José Clemente Orozco. Era septiembre. Pero en noviembre se aventuró otra vez a trajinar fuera de su zona de confort de Guadalupe Inn para llegar hasta Ciudad Universitaria, lo que le trajo algunas complicaciones. Se instaló en el presídium del Auditorio Justo Sierra, entonces luminoso lugar de encuentro de alumnos y profesores con filósofos y escritores del mundo, y hoy liberado de esas vanidades y erigido en el primer territorio paria de la UNAM. Rulfo participaba en un homenaje a Marcelo Quiroga Santa Cruz, el político boliviano torturado y asesinado en el curso de un golpe militar más de su país. Y allí se armó. Porque cuando a Juan le preguntaron por el secreto de México para haber quedado a salvo de los golpes militares que asolaron al resto de Latinoamérica el siglo pasado, Rulfo recordó la frase del presidente Álvaro Obregón, de que ningún general resiste un cañonazo de 50 mil pesos (de los años veinte). De ahí siguieron las inferencias y las “cabezas” de diarios y revistas en las que el escritor al que el presidente había flanqueado y homenajeado semanas atrás, aparecía acusando al ejército de corrupción. Sin mencionar a Rulfo, López Portillo negó airadamente en un muy publicitado acto público que nuestros soldados fueran corruptos y a Juan se le vino el mundo encima. Pero se armó de valor y desmintió a su vez que él hubiera acusado de corrupción al ejército. No se le vio en varios días por su oficina ni en los cafés donde despachaba. Cuando regresó, rehuía el tema. Apenas en un susurro me agradeció un artículo que escribí en unomasuno sobre el episodio.
Las aguas volvieron a su cauce y ya en 1982 lo encuentro en Tijuana como una de la figuras estelares de la reunión de cultura con el candidato presidencial Miguel de la Madrid, organizada por el IEPES. Éste era una especie de think tank temporal que tenía el PRI para convocar especialistas en diversos campos que aportaban ideas para integrar los programas de sus candidatos. Lo dirigía entonces un muy joven Carlos Salinas de Gortari, quien para este encuentro se había apoyado en Juan Bremer, todavía director del INBA. Él había tenido a su cargo el homenaje nacional a Rulfo que presidió López Portillo. Una falla de logística hizo que buena parte de los renombrados intelectuales fuera a dar a un hotel de paso en la zona heavy de aquella frontera. A la mañana siguiente, en el autobús que nos transportaba, se mezclaban muestras de indignación y de humor. El más sonriente, Juan, le cedía su asiento a una escritora, con una media sonrisa burlona dirigida a los indignados. Y ya en la mesa circular en que los intelectuales llenaban de propuestas, quejas, reconocimientos, peticiones y memoriales de agravios al candidato, Juan callaba y atendía a cada ponente con un rostro que pasaba de la atención a la distancia, a la indiferencia y a esa escondida media sonrisa maliciosa.
De ahí mi sorpresa a su regreso de Alemania, cuando terminaba de contarme su performance con Günter Grass y yo a mi vez le contaba que el siguiente sábado 26 de junio de aquel 1982 cerraría yo mi campaña para diputado por el Distrito 22, el de los pedregales que rodean Ciudad Universitaria, con una feria del libro para la cual había conseguido, entre otros, los suyos, con un muy buen descuento, a fin de ponerlos al alcance de los lectores de aquellas colonias populares. Te invito a que se los autografíes, le dije sin esperanza de aceptación. Pero me dijo que sí. Esa fue mi primera sorpresa. Luego vinieron otras cuatro. Una, acudió puntual a la cita. Dos, no sólo lo reconocieron los jóvenes asistentes al cierre de campaña, sino que agotaron las existencias y los que no alcanzaron fueron a sus casas por sus propios ejemplares ajados para que se los dedicara. Tres, bajo el sol calcinante de esa mañana de junio se formó una larga y lenta fila de más de 200 metros, porque Juan le preguntaba sus nombres completos a los solicitantes, les hacía conversación o atendía la que entablaban los solicitantes, y luego procedía a dibujarles cuidadosamente las letras de su dedicatoria. Y cuatro: cuando el del micrófono anunció que acudía al cierre de campaña un importante escritor y dijo enseguida, triunfal, que se trataba del “gran Juan Vargas Llosa”, Rulfo se encaminó al estrado y corrigió, parco pero claro: “Yo a ese ni lo conozco. Yo soy Juan Rulfo y vine a pedirles que voten por José Carreño porque es mi amigo y es un hombre honorable”.
Un año más o un año menos a conmemorar del nacimiento de Juan Rulfo; 60 años de Pedro Páramo y todavía más de El llano en llamas, lo que en todo caso importa es la ocasión de celebrar el milagro, ese sí, de la pervivencia de una obra clásica que no se deja condenar a la petrificación: una obra viva a la que acude generación tras generación de lectores en el mundo. Y claro, sin mayor relevancia para las letras, a este compañero de oficios no literarios del escritor no le queda más que refrendar su gratitud más que centenaria a este personaje impar de la literatura que se mantuvo distante de todo pedestal y nos legó inolvidables lecciones de humildad, generosidad y autenticidad.

No hay comentarios: