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Margarito Cuéllar
Que Rulfo encontrara en la narrativa la vestimenta apropiada para sus textos literarios no lo excluye de la república de los poetas. De principio a fin su obra está marcada por el ritmo de una música que parece que viene de las piedras y que se emparenta de muchas maneras al silencio. De hecho, obras como Rayuela, Palinuro de México, Los recuerdos del porvenir o Cien años de soledad alcanzan su verdadera dimensión en cierta forma gracias al ingrediente poético que contienen.
Nada que deba asombrarnos si pensamos que en la Ilíada, la Odisea, la epopeya de Gilgamesh y en otras joyas de la literatura universal, relato y poema son parte del mismo río. Que con el paso del tiempo cada cual dio vida a sus propias afluentes es otro cantar.
José Cedeño ha dicho que la combinación del ritmo de la narrativa de Rulfo, en equilibrio con las imágenes y las metáforas, da como resultado una nueva lectura. Sí, el autor de Pedro Páramo y de El llano en llamas es un poeta que no corta sus versos.
Para el lector común las categorías no importan. No sucede lo mismo con los estudiosos y académicos, para quienes el género literario la obra en sí y el autor requieren ser jerarquizados y clasificados. El llano en llamas y Pedro Páramo son, al fin y al cabo, pequeñas joyas disfrutables de principio a fin. Que los haya escrito un poeta o un narrador es lo de menos. A Rulfo le tenían sin cuidado las formas de acercamiento a su obra; aunque si puso especial énfasis en acuerpar una prosa limpia y trabajada con esmero desde la sintaxis hasta los silencios mismos y se apoyó en la poesía para dotarlos de un sentido estético único, es porque Rulfo está en todo momento del lado del lector. La academia, la crítica y sus colegas lo tenían sin cuidado.
Debemos a Jorge Von Ziegler y a su libro Hora crítica (Premia Editora, 1988) el resguardo de dos reseñas de Pedro Páramo. Ahí Chumacero se pone del lado de quienes esperan otras obras del autor que sin duda lo consagrarán y encuentra algunos defectillos en la novela de Rulfo. No se necesita una mira telescópica para estar de acuerdo en que al final de cuentas a Rulfo y a Chumacero los une la parquedad literaria como virtud.
Mi primer encuentro con Rulfo fue cuando estudiaba la preparatoria en Monterrey. Yo quería ser poeta y en El llano en llamas encontraba dosis narcóticas de poesía. Mejor dicho: aquellos cuentos eran poesía en estado puro. Seguramente había un error en la contraportada que señalaba como cuentos aquellas piezas de lectura. De tal forma que “Diles que no me maten”, “Nos han dado la tierra”, “Luvina”, “El hombre” o “La noche que lo dejaron solo” no eran otra cosa que textos poéticos acomodados, no en verso, como lo hacían Neruda, Borges o Lorca, mis autores de entonces.
El encontronazo con Pedro Páramo fue más bien un desencanto. Me resultaba sumamente difícil hacer una sinopsis de la obra, sobre todo porque no encontraba el hilo que me permitiera identificar a los vivos de los muertos. El uso de los tiempos me parecía un verdadero rompecabezas o una cueva a la que entrabas pero de la cual difícilmente salías. Llegué a pensar que Rulfo era una especie de escapista y que sus mejores disfraces consistían en vestirse de prosista, cuando en realidad era un poeta. Y de los buenos. El hecho de que la trama pareciera una tela de araña no impedía que subrayara párrafos enteros con contenidos que para mí eran poesía.
Cuando leí Rayuela me di cuenta que Cortázar escondía la clave secreta para abrir la fortaleza llamada Pedro Páramo y recorrerla, y que no tenía por qué seguir la secuencia planteada por el autor mediante capítulos, sino que podía armar mi propio modelo intercambiando los fragmentos en el orden que yo lo dispusiera.
Como sucede con las personas de mayor edad, El llano en llamas y Pedro Páramo se hicieron chiquitos con el tiempo. Tenían un tamaño cuando salieron a mi encuentro por vez primera y otro ahora que los releía para los fines de estas notas. Los encontré más breves, aunque la altura de sus poéticas seguía ahí, inalterable, expuesta al tiempo y a la lluvia, a las mudanzas, a las estaciones, a la multiplicación de lectores, críticos, traductores, montajes teatrales, versiones para cine y operísticas.
Para Rulfo la poesía no es un elemento decorativo, sino la herramienta que sustenta su prosa. Ubicadas sus dos pequeñas obras en atmósferas casi siempre hostiles, donde los únicos que pueden habitarlas son los perseguidos, los caciques, los condenados a vida, los muertos y las apariciones, la poesía adquiere en Rulfo la forma de elemento transgresor. Trataré de explicarlo. Rulfo es poeta no porque sea un vendedor de ilusiones, sino porque encontró en la poesía una manera de legitimar una temática que va de la aridez más terrible al paisaje más desolado. Rulfo poeta no impone un canon, sabe en qué momento sus textos necesitan el tono poético y cuándo esa tonalidad estorba. Rulfo, el estratega, hace uso de la artillería poética sólo cuando es indispensable al texto; sabe que con ello la fortaleza que construye será menos vulnerable a los embates del tiempo.
Rulfo, más que un paisajista, es un diestro dibujante: “Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello” (“Nos han dado la tierra”). En el mismo texto, el llano es una “costra de tepetate”, “pellejo de vaca”, “algo como cantera”, “comal acalorado” y “cosa que no sirve”.
Cuando el trazo es en color, Rulfo es como esos artistas que utilizan varios lápices al mismo tiempo en una sola mano: “Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes”.
Son varias las maneras que elige Rulfo para que la poesía, lejos de convertirse en amaneramiento lingüístico, sea un recurso necesario: a) mediante el uso de figuras literarias como la metáfora, la alegoría y la aliteración; b) a través de la exageración, ya sea disminuyendo o aumentando las cualidades o defectos de sus personajes y del medio ambiente; c) por el trazo contrastante, descarnado y a veces fino, aunque siempre preciso, de sus relatos.
Sí, en varios sentidos Rulfo es el poeta y el escapista con habilidad suficiente para escribir poesía sin hacer versos y escapar de sí mismo y de los muchos libros.
El Remigio Torrico de “La cuesta de las comadres” es tuerto, “pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto las cosas, que casi las traía junto a sus manos”. En determinadas circunstancias el ojo se siente a gusto “teniendo a quien recargar la mirada”.
En vez de decir “una tormenta fuerte”, dice: “una tormenta de esas en que el agua parece escarbarle a uno por debajo de los pies”. El aire que sopla antes de la madrugada se lleva los gritos de las canciones: “Mientras la luna grande de octubre pegaba de lleno sobre el corral y mandaba hasta la pared de mi casa la sombra larga de Remigio”, a quien el miedo se le asoma por el ojo.
Tacha, en “Es que somos muy pobres”, crece como palo de ocote y sus senos prometen ser “puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención”. Una mujer así “le llenará el ojo a cualquiera”. “Por su cara corren chorrotes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella”. “…Y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición”.
Los caminos, en “El hombre,” parecen “de hormigas” de tan angostos y suben sin rodeos “hacia el cielo”, el cansancio del cuerpo “raspa las cuerdas de la desconfianza y las rompe” y los machetes brillan como pedazos de culebras entre las espigas secas.
Pedro Páramo no escapa al hechizo de la poesía. En ese mundo de fantasmas, muertos y vivos que en realidad son apariciones, la poesía tiende un cerco singular.
Cuando Juan Preciado va a Comala en busca de su padre, un tal Pedro Páramo, es porque sus noches y sus días empiezan a llenarse de sueños, y al darle vuelo a la ilusión, le va dando forma a un mundo en el que la esperanza pierde.
Dice Rilke: “Dale un silencio, para que el alma, callada, regrese a lo que fluye y abunda”. No hay que olvidar que Rulfo hizo su propia versión de Las elegías de Duino, lo que hace pensar en el papel que juega el silencio en su obra y en su vida, a la manera del verso de Villaurrutia: “Vámonos inmóviles de viaje”. O lo que Óscar Pirot, en El muerto era yo, apunta como síntesis metafórica de sus cuentos. Quietud peregrina, la llama.
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