lunes, 2 de enero de 2012

Repertorio íntimo

1/Enero/2011
Nexos
Alejandro de la Garza

La generación de la crisis
Propongo como generación de la crisis a la de aquellos nacidos en los años cincuenta, porque sus integrantes vivieron (vivimos) ese punto de quiebre de la azarosa vida mexicana iniciado en nuestra primera adolescencia con la crisis política de 1968 y profundizado a partir de 1976 por las recurrentes crisis económicas. Esa generación alcanzó un mendrugo de esperanza de la dura realidad nacional, al ser la última en barruntar un horizonte optimista con oportunidades de mejoría personal y económica a partir de los mecanismos tradicionales de capilaridad social: estabilidad política y económica, posibilidades de acceso a la educación superior, empleo estable y bien remunerado. Pero el choque frontal con la realidad áspera y precaria de la crisis engendró un gran desengaño generacional, traducido en el palpable desencanto de la narrativa publicada por estos autores a partir de mediados de los setenta. Ahí están la zozobra económica, la vida cotidiana en la urbe en proceso de modernización-destrucción, la búsqueda de nuevas formas de relación amorosa, los movimientos sociales, el compromiso político y su desengaño, la actividad de las minorías en resistencia, los manotazos del ogro filantrópico.
Incluso la conciencia de nuestra literatura como forma artística heredera no sólo de los modernistas y del Ateneo, de la novela de la Revolución, las vanguardias y los Contemporáneos, de Rulfo, Fuentes y Paz, de la generación de medio siglo y el boom, sino también capaz de asimilar influencias como la nouvelle roman o el nuevo periodismo estadunidense.


El Crack y otras intensidades

La generación de los nacidos en los años sesenta vivió la crisis mexicana desde su infancia, acaso por ello distingue a esos autores una muy mexicana desilusión asimilada a su ADN y expresada en numerosos libros de los noventa. Su respuesta a ese México fue la voluntad de rompimiento con lo “nacional” encabezada por el Crack. Autores decididos a dejar atrás la tendencia narrativa centrada en lo mexicano y el realismo mágico para acudir a historias distantes de las temáticas locales. Escritores “globales” de novelas totales y relatos sucedidos en Europa, África o Japón y con temas como el nazismo, el avance científico o el arte contemporáneo. Profesionales alentados tanto por su ambición estética y sus lecturas como por las estrategias editoriales de los corporativos españoles recién asentados en México. Una literatura heredera de nuestra tradición contemporánea y cosmopolita —aseguraban en sus manifiestos—, desarrollada con recursos distintos y novedosos, estrategias metaliterarias y, ahora sí, invitada al banquete de la cultura o las culturas.

Alejadas de estas posturas se desarrollaron otras vertientes narrativas, como la llamada literatura del desierto o del norte, donde la peculiaridad de sus paisajes, su luz y sus atmósferas abrió una rica veta literaria, así como también una narrativa urbana dura, desesperanzada, de intensidades corrosivas —literatura basura, la llamaron—, reflejo de una urbe sórdida y violenta, y de otra manera literaria de enfrentarla.


La crisis de las generaciones


La generación siguiente, la de los escritores nacidos en los años setenta, ha sido etiquetada como la no-generación o la generación negada (sus mismos integrantes se niegan a serlo), la de la crisis (han conocido únicamente los tiempos de nuestra prolongada deriva), huérfana (sin patriarca literario, lejana incluso del postboom y del Crack, sin guía capaz ni ruta trazada), inexistente (por encontrarse en pleno proceso de maduración artística y carecer de obra definitiva). Es la generación o no-generación de autores entre treinta y cuarenta y dos años, quienes a lo largo de la primera década del siglo XXI publicaron novelas, cuentos y ensayos diversos aunque, como se ha dicho, la mayoría dentro de los convencionalismos tradicionales de la narrativa. Agruparlos en el término generación, a lo cual se resisten un tanto confusamente, no es tan discutible como parece. Es una aproximación elemental pero útil, más si como quería Ortega y Gasset una generación consiste en un repertorio orgánico de íntimas propensiones.
Un sector de la crítica acusa la inexistente búsqueda de nuevas formas narrativas y lamenta el conformismo estético y la falta de rebeldía artística de estos escritores. Desde esa perspectiva, la efectividad narrativa, la capacidad de fabulación, el estilo y el contar bien una historia, resultan ya incapaces de alterar y agitar al lector con una propuesta crítica y arrojada. En el desarrollo de su proceso creativo estos escritores no han requerido de nuevos desafíos formales, de narrativa experimental o innovaciones vanguardistas para elaborar su obra. Los relatos fragmentarios y dispersos, los recursos oníricos y las digresiones, las innovaciones en la técnica y en la creación de personajes escasean aquí. No obstante, sus temas son muy otros comparados con los de generaciones anteriores: un evidente cambio de mentalidad ha tenido lugar en esta no-generación debido a varios procesos de alfabetización determinantes, los cuales conforman ese repertorio orgánico de íntimas propensiones.

El alfabeto tecnológico y la sociedad del conocimiento. La tecnología vivida por la generación de los cincuenta incluyó el cine como la gran aventura, la televisión en blanco y negro, los casetes de audio en sustitución de las viejas cintas de ocho pistas, y todavía la máquina de escribir. La experimentada luego por la generación de los sesenta incluyó la multiplicación de las pequeñas salas de cine de arte, el despegue de los medios masivos, la televisión a color y por cable, la llegada de las videocaseteras, los primeros juegos de video, el walkman y poco después la llegada del disco compacto.

En comparación con el desarrollo tecnológico de los últimos veinte años, vivido con intensidad y desde la infancia por los escritores nacidos en los años setenta, aquello suena prehistórico. Esta es una generación ya inmersa en la tecnología informática y la sociedad del conocimiento. Medios, nuevas tecnologías y literatura tienen en la narrativa del siglo XXI vasos comunicantes para nutrirse y enriquecerse.

Casi la totalidad de los autores nacidos en los setenta han vivido desde la niñez con televisión por cable o satélite y han recibido la influencia de series televisivas de calidad (The Wire, Los Soprano, 24, En terapia), gozaron del cine en casa, pantallas, sofisticados juegos de video, computadoras y hoy de iPods, iPhones, smartPhones, Blackberrys. Muchos de ellos tienen blogs donde publican sus textos, noticias y ocurrencias, participan en las redes sociales, se comunican entre ellos, están siempre en contacto, se “mensajean”. Les interesa el Kindle y el iPad, se preocupan por los nuevos formatos electrónicos del libro y por el futuro de la lectura. Hemos atestiguado con asombro un cambio civilizatorio.

El alfabeto científico. En los últimos veinte años el desarrollo científico ha acumulado también conocimientos y desarrollos, y las tareas de divulgación de ese saber (sobre el cerebro, la sexualidad, el corazón, las enfermedades, los virus, etcétera) se extienden por publicaciones, documentales, televisoras, cursos universitarios, diplomados periodísticos, políticas académicas, construcción de infraestructura (institutos de investigación, museos). La conciencia ecológica también se ha extendido de manera vertiginosa y es parte de la educación desde los cursos primarios. A pesar de nuestro desastre educativo, estos conocimientos llegan a niños y jóvenes, y la literatura de los escritores treintañeros lo refleja. Hay novelas sobre entomología y sobre una plaga surgida de un laboratorio universitario, relatos sobre viajes de braceros a Marte, narraciones entre el blog y el relato, neomemoria y futurismo, apocalipsis y distopías científicas o ecológicas.

El alfabeto de las artes plásticas. La literatura y las artes plásticas siempre han mantenido vasos comunicantes, intensificados en el siglo XX con el surgimiento de las vanguardias. En México, el no-grupo de Contemporáneos promovió y ejerció la crítica de artes plásticas de forma talentosa. Octavio Paz escribió memorables ensayos sobre arte al igual que Juan García Ponce. Las relaciones entre escritores y pintores en México han sido constantes aun-que en la última década los ensayos, crónicas y la crítica de artes plásticas (como toda la crítica en general) se hallan dispersas en el contexto de la fragmentación cultural y la diversificación de las disciplinas artísticas. La generación de los años setenta parece destinada a recuperar esa relación al coincidir sus afanes literarios con el surgimiento de nuevos artistas plásticos y con impulsos estéticos en formatos contemporáneos: performance, instalaciones, videodigital, digitalización fotográfica, creaciones programadas en computadora. Algunas de las narrativas del siglo XXI se aproximan a la exploración de estos formatos mediante su técnica (el lenguaje del video y del performance trasladado a la escritura) o la temática (discusión de las expresiones contemporáneas frente a la pintura tradicional).
También el cómic y la novela gráfica, al adquirir prestigio estético, influyen de forma directa sobre muchos de estos autores treintones amantes de la historieta y la narración ilustrada con calidad. Varias narrativas del siglo XXI parecen avanzar a partir de imágenes de cómic y personajes caricaturescos, o incluso desarrollarse como un guión de novela gráfica, con escenas como ilustraciones. El riesgo de esta tendencia es hacer de la narrativa un entretenimiento efímero, olvidable, pero sus autores parecen por ahora conformarse con ello.

El alfabeto burocrático de las becas. La revisión de una nómina de poco más de cincuenta escritores nacidos a partir de 1970 muestra que casi todos han estado becados al menos una vez, otra parte gruesa ha tenido dos becas y una decena ha contado con hasta tres becas combinadas de instituciones estatales y privadas del país, más alguna extranjera. Las excepciones se cuentan con los dedos de una mano. La red de protección institucional tejida por el Estado desde hace poco más de veinte años —el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, el Sistema Nacional de Creadores, las becas estatales, el programa Tierra Adentro, la Fundación para las Letras Mexicanas, los programas fronterizos, el Centro Mexicano de Escritores—, constituye una amplia estructura de soporte alentadora del oficio de “escritor profesional” (como se asumen los integrantes de esta camada setentera), y acaso luce más eficiente contrastada con las estructuras para la formación de lectores.

Esta es una generación mimada por el Estado y sobreprotegida por sus instituciones culturales. Su obra ha sido aprobada, financiada, promovida y muchas veces también editada por el ogro filantrópico al que desprecian. No obstante, se piensan una generación en la orfandad estética, casi sin destino ni rumbo claro, aunque por lo mismo con la posibilidad de reinventarlo todo. La mayoría de este medio centenar de autores publica en diarios y suplementos, las revistas importantes les han abierto espacios y todos tienen más de un libro en su haber (hay quien tiene una irregular decena). Las editoriales han impulsado a muchos de ellos, están en el mercado y presentan sus libros, participan en mesas redondas y talleres de discusión literaria, asisten a las ferias del libro y mantienen presencia constante en sus blogs.

Desencantados con razón de su país, desinteresados de la política y sus necedades, sin fe en los políticos, absorbidos por las nuevas tecnologías, desilusionados y nihilistas, escasamente preocupados por algo más allá de su entorno, sus necesidades particulares y el complicado y laborioso papeleo para solicitar la siguiente beca, nuestros ya no tan jóvenes escritores ofrecen en su obra un testimonio de la crisis y el desengaño vividos, su respuesta literaria a este México entre el naufragio y la deriva.]

El alfabeto del crimen, las perversiones, las patologías, el extrañamiento. En esta narrativa persiste la inclinación por las novelas noctámbulas y criminales (Juan José Rodríguez), pero escasean los temas de política nacional o local y las novelas de indagación histórica. Hay ejercicios novelísticos sobre la rabia, combinada con la enajenación ante la tecnología informática, para mostrar pleno dominio del género (Jaime Meza); juegos oscilantes entre el cómic, la novela gráfica y la ciencia ficción (Bernardo Fernández); indagaciones en la locura, la ciencia, los hospitales psiquiátricos y los comportamientos patológicos (Bernardo Esquinca); exploraciones de una sexualidad perversa, masoquista y retorcida, de abuso y violencia (Alberto Chimal). Hay parodias de los distintos ámbitos de la realidad nacional, de la mezquina rutina oficinesca o del medio cinematográfico (Antonio Ortuño). Novelas de realismo y lenguaje duro, visiones crueles y canallas de personajes de ambas fronteras y del fenómeno de la migración y el tráfico de personas (Nadia Villafuerte). Sátiras del ámbito literario, de las ambiciones, becas y aspiraciones de los escritores; burlas y desprecio a la mercadotecnia editorial (de la cual se benefician). Búsquedas de un lenguaje capaz de reflejar el presente (Emiliano Monge), personajes en espera de la alteración de su rutina desesperanzada y envilecedora (Bibiana Camacho), y logrados delirios del lenguaje capaces de fundar una geografía neonorteña (Carlos Velázquez) o de recorrer ese otro norte mediante una road-novel (Antonio Ramos). Hay reconstrucciones de la infancia (Alain-Paul Mallard), relatos sobre el doble y el distanciamiento (Mayra Luna), sobre el aislamiento, la marginación y la presencia ominosa de un ser dentro de nosotros (Guadalupe Nettel). Novelas de estructura flexible entre el blog y el relato (Jorge Harmodio), sobre una plaga de ratas producto de un experimento genético (Gonzalo Soltero) y relatos misteriosos, de presencias acezantes e insatisfacciones vitales por internet (Luis Jorge Boone).
El extrañamiento parece una constante en la narrativa de esta generación, extrañada, para empezar, de sí misma. Hay una búsqueda de alteridad con la esperanza de la develación de algún misterio capaz de trastocar su realidad en otra, acaso más libre o más delirante, menos gris y mediocre, más vivible y literaria.

Por fortuna esta generación ha sido capaz de discutirse a sí misma en el ensayo, y sus integrantes ejercen la crítica para valorar los alcances de su narrativa (Geney Beltrán), señalar sus limitaciones y exigir arrojo y rebeldía (Rafael Lemus), explicitar sus razones e intenciones generacionales (Jaime Meza), proponer sus narraciones como grandes hits musicales (Tryno Maldonado), ubicarla en un limbo (David Miklos) o para dar una opinión ocurrente (Heriberto Yépez). Otros ensayistas se desplazan hacia la creación literaria y la crítica de artes plásticas (Gabriel Bernal Granados), a la observación imaginativa de lo cotidiano (José Israel Carranza) e incluso en busca de un lenguaje capaz de capturar el elusivo contexto de esta narrativa y revisar su “negación generacional” (Pablo Raphael).


Epílogo (La teoría del cesto)

En su novela Dublinesca, Enrique Vila-Matas decanta su teoría de la novela en voz de su personaje Riba, editor literario barcelonés arruinado por la era digital: “intertextualidad; conexiones con la alta poesía; conciencia de un paisaje moral en ruinas; ligera superioridad del estilo sobre la trama, y escritura vista como un reloj que avanza”. Suma además la necesidad del tono paródico frente al caos. Al instante arroja la inútil teoría a la basura. Así las cosas, mientras recobramos la teoría del cesto y buscamos de dónde brotará lo nuevo, quién tendrá la voluntad y el arrojo, cuáles serán sus estructuras novedosas, desafiantes y valientes, y si serán repentinas o se consolidarán poco a poco, sólo queda, para ellos y para nosotros, continuar leyendo.

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