martes, 10 de enero de 2012

Lo que pasa es que yo trabajo

10/Enero/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Son numerosos los escritores que describen su encuentro con los libros de Juan Rulfo como un momento crucial de asombro y de liberación confundidas. Generalmente bien recibida por la crítica, tanto de su tiempo como después, la obra rulfiana generó especial entusiasmo entre aquellos escritores que buscaban con avidez nuevas rutas de exploración. No es de extrañarse, luego entonces, que autores tan diversos como Gabriel García Márquez o Sergio Pitol, por mencionar sólo dos, reaccionaran casi de inmediato con un gusto y un asombro irrevocables. En sus respuestas, como en tantas otras, no sólo queda la huella de la admiración que surge ante lo conocido sino también, acaso de mayor importancia, está ahí el extraño estupor que marca a las cosas hasta ese momento inconcebibles. ¿Cómo pudo un hombre de provincias, de poco menos de 40 años, casado y con hijos, que había desempeñado, además, oficios tan variados como el de agente de inmigración y agente de viajes para una compañía de neumáticos, componer un universo de escritura y de lectura tan lejano a la tradición imperante?

Acaso la respuesta a esta interrogante se encuentre en la pregunta misma: únicamente un hombre nacido lejos de la Ciudad de México, sólo de manera tangencial vinculado a los círculos literarios de la época, habituado a leer con avidez tanto dentro como fuera de los cánones establecidos, y con una rica y muy privada vida personal pudo haber trasgredido, sin afán principista alguno, los gestos automáticos de la literatura circundante, y haber puesto de manifiesto una versión resumida e íntima de las enseñanzas de la vanguardia. Porque si Rulfo es, en efecto, nuestro gran escritor experimental, habrá que decir que lo es tanto dentro del texto como fuera del mismo. Con él no sólo se inauguran o se develan rutas inéditas en el mapa literario mexicano sino que también surgen maneras singulares, maneras alejadas del ejercicio del poder cultural, de vivir esos procesos de escritura.

En el México de medio siglo, cuando escritores de la más diversa índole comprendían, y empezaban a utilizar a su favor, los beneficios de una relación estratégica con el estado, la reticencia rulfiana no deja de ser especialmente notoria. Después de todo la hegemonía del estado pos-revolucionario descansó, a decir de muchos, en el uso estratégico y más bien flexible de una arena cultural dinámica e inclusiva. Así, evadiendo tanto el margen minimalista de un Efrén Hernández como la afanosa búsqueda de prominencia de un Octavio Paz, más que encontrar el punto medio, Rulfo fundó un lugar a la vez incómodo y tangible para el escritor mexicano moderno. Una posibilidad, al menos. Notorio, sí, pero rodeado de distancias. Asequible a traducciones y reediciones, pero modesto en presentaciones públicas y contacto con los incipientes medios. Sin rechazar a instituciones y grupos culturales, pero autónomo respecto a ambos en lo concerniente procuración de sus medios de vida. Calificado por Vila Matas como un escritor del No, Rulfo fue tomando decisiones peculiares en tanto autor de una obra cada vez más reconocida tanto a nivel nacional como internacional. Es cierto que, a simple vista, Rulfo únicamente publicó dos libros y que, después, dejó de escribir. Pero esta realidad por todos conocida, no quiere decir que Rulfo haya dejado de producir una obra que tomó vericuetos distintos y altamente singulares para su época o para la nuestra.

Rulfo aceptó, por una parte, la afanosa ayuda de los colegas que buscaban, y conseguían, traducciones de sus libros, pero en lugar de concentrarse en la acumulación de la obra personal, editó por muchos años textos de antropología e historia para el Instituto Nacional Indigenista —un trabajo cuyas demandas al decir de biógrafos y lectores especializados no eran muchas, pero cuyo horario cumplió de manera más bien medrosa. Si esto es cierto, entonces he aquí no sólo al Rulfo que dejó de publicar, sino también, acaso sobre todo, al Rulfo editor que publicó de otra manera. Habrá que tomar en cuenta también que, en lugar de multiplicar su obra literaria como era de esperarse, Rulfo concentró sus energías en el ejercicio de la fotografía, sin dejar de lado sus incursiones en el cine. He aquí a Rulfo en su activo papel de artista visual, continuando con su producción igualmente de otra manera. En lugar de convertirse en el literato oficial del régimen, continuó con un empleo que le permitía hacerse responsable de una familia que crecía. He aquí al Rulfo de lo cotidiano. En lugar de buscar, ya activa o pasivamente, posiciones en la burocracia cultural, ejerció su gusto por la conversación y el discurrir literario en el Centro Mexicano de Escritores y en el mundo semi-privado del café y del bar. ¿Es este el Rulfo bohemio? Claro que sí y qué va. Guardando sus distancias de las canonjías oficiales, Rulfo no sólo creó una leyenda sino, sobre todo, una ética: una leyenda basada en una ética que incluía el trabajo. No por nada, en aquella famosa entrevista que concedió a la televisión española en 1977, justo cuando el periodista se esforzaba por entender los mecanismos más oscuros de su proceso creativo, Rulfo aclaró de manera sucintamente rulfiana: “Lo que pasa es que yo trabajo”. Se refería, sin lugar a dudas, a las horas que, a lo largo de su vida, fue dejando en diversas oficinas tanto de la iniciativa privada como en el Instituto Nacional Indigenista. Pero quiero creer que también hacía referencia a la interrupción que representaba ese trabajo, a las necesidades que satisfacía, a la independencia que otorgaba. Todo junto y todo a la vez. El Rulfo escritor, artista visual, editor.

Murió, me lo recuerda la fecha, hace unos 26 años. Por estos días. Va un traguito de mezcal todo discreto a su salud, cómo no.

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