sábado, 14 de enero de 2012

El archivo de Fernando Benítez

14/Enero/2012
Laberinto
Jorge von Ziegler

Entre las mejores celebraciones de los cien años ya transcurridos desde el nacimiento de Fernando Benítez, está sin duda la organización de sus papeles y sus libros. Las reediciones de sus títulos diversos, los recuerdos y comentarios en conmemoraciones y homenajes, los números monográficos de suplementos y revistas, los nuevos ensayos y estudios sobre su personalidad y su trabajo, aun cuando aporten nuevos juicios y perspectivas, abundarán sobre algo que pertenece ya a la historia de la literatura mexicana: su obra. Pero el ordenamiento de sus papeles personales pone a salvo y saca a la luz un cúmulo de testimonios y de textos enteramente desconocido y expuesto hasta ahora a la pérdida definitiva o el olvido.

Este suceso para las letras de México se debe a la afortunada conjunción del deseo de la familia de Benítez de asegurar la conservación de su biblioteca y del propósito de un grupo empresarial regiomontano de hacer de ese patrimonio la punta de lanza de un proyecto de cuidado y recuperación de acervos documentales mexicanos. A diez años de la muerte del escritor, con la aceptación de la familia, dicho grupo se comprometió a conservar íntegro y en México su legado documental y constituyó, para hacer viable la tarea, una asociación civil, la Fundación Dr. Ildefonso Vázquez Santos, depositaria y responsable del acervo en la ciudad de Monterrey.

A mediados de 2010, sin pensarlo demasiado, acepté la propuesta de Jorge Vázquez González de iniciar el proyecto: el solo nombre de Benítez bastaba para garantizar una experiencia intelectual y literaria irresistible para cualquiera. Pero había aún más, la singularidad de la biblioteca de Fernando Benítez ante la de otros escritores mexicanos: el hecho de que fuese, más que una biblioteca de bibliófilo o coleccionista, una biblioteca de trabajo, y de que incluyera el extenso acervo de documentos personales y una enigmática —“asombrosa”, la ha llamado Carlos Fuentes— colección de arte prehispánico.

Que se trate, en el caso de Benítez, de una biblioteca de trabajo, no es rasgo menor: hace de los libros una extensión del archivo, y no dos colecciones paralelas. Benítez escribió sobre ellos como lo hizo en el papel de sus cartas, sus cuadernos de notas, sus manuscritos o sus originales mecanográficos, y dejó así escrita su historia como lector. El libro anotado, subrayado, adicionado con comentarios y reflexiones, adquiere en él, a diferencia del libro apenas tocado del bibliófilo, la condición de documento. De un documento tan íntimo o personal como los otros y también tan revelador y profundo. Sumemos a eso el que Benítez, siguiendo una costumbre poco aconsejable en la que muchos lectores nos reconoceremos, les dio a muchos la función de verdaderos cartapacios en los que guardaba —y perdía— fotografías, cartas, tarjetas, recibos, notas, recortes de prensa y aun documentos personales.

Este solo hecho describe o sugiere la naturaleza de su archivo, que no lo era, en el sentido técnico de la palabra: apenas un conjunto, un vasto conjunto, de documentos y grupos de documentos que, como los libros, respiraba vida, la vida con sus azares, sus prisas, su organizado descuido, su dispersión, su desenfado y sus indefinidas postergaciones. Es el archivo de un hombre más ocupado en hacer sus cosas que en documentarlas, registrarlas o contarlas; de un hombre que anota una dirección o un teléfono en la carta que acaba de recibir de un presidente o de un autor célebre y la deja olvidada en la novela que está leyendo, despreocupado de la historia —él, que casi sólo se ocupa de ella— y de los coleccionistas y las casas de subastas del futuro.

La idea de llevar un archivo personal parece haber surgido muy temprano en Benítez, pero también muy pronto fue abandonada, cuando verdaderamente se convirtió en escritor y más se justificaba. Al principio, a sus veinticinco años, empezó a llevar un registro cuidadoso de los numerosos artículos sobre temas históricos y literarios que publicaba en El Nacional, en 1937 y 1938, y más tarde, en revistas como Nosotros; los recortaba, los pegaba en hojas tamaño carta y anotaba la fuente y la fecha, en ocasiones en varias copias. Es muy notable el número de recortes que hizo de las reseñas y comentarios que aparecieron de su primer libro, el volumen de cuentos Caballo y Dios, editado en 1945, a sus treinta y tres años, al que más tarde olvidaría y no volvería a reeditar. Cuando, después, se publicaron las traducciones al inglés de La ruta de Hernán Cortés (1950) y La vida criolla en el siglo XVI (1953), pareció revivir el entusiasmo juvenil por lo que debió considerar logros importantes y guardó las copias de las reseñas que le enviaban de periódicos y las revistas especializadas de Estados Unidos. Pero es muy claro que cuando su prestigio de escritor se consolidó, la resonancia que lograban sus libros empezó a excederlo y a hacer inútil cualquier intento de mantener su registro puntual. Fue recogiendo un poco al azar, aquí y allá, algunas entrevistas y artículos, suyos y sobre él.

Algo semejante ocurre con su correspondencia y sus expedientes personales. Sus inicios como director de publicaciones periódicas quedaron bien documentados en el expediente que conservó de la etapa en que dirigió El Nacional (1947-1948) y que lo muestra dueño ya de la audacia y la concepción de la prensa y del periodismo cultural que más tarde desplegó a placer en sus legendarios suplementos culturales. Pero después, los largos periodos ocupados por éstos se vuelven imposibles de abarcar y de testimoniar, más allá de los números publicados de los suplementos mismos. Sólo formará expedientes de su extenso periodo como profesor de la Universidad Nacional y, particularmente, como embajador de México en la República Dominicana, de 1990 a 1994. Y un significado íntimo, personal, habrá tenido el que conservara las decenas de telegramas de condolencias que recibió a la muerte de su madre, coincidente casi con su salida del suplemento México en la Cultura en 1961.

El resto de la correspondencia, que abarca un periodo de más de sesenta años, de 1936 a 1999, resume un itinerario diverso y azaroso de afectos, amistades, vínculos artísticos y literarios, asuntos editoriales y quehaceres, en el que sólo la cercanía de algunos escritores como Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, o artistas como Vicente Rojo, José Luis Cuevas y Juan Soriano, tiene lugar aparte.

Como conservador de su propio trabajo y sus documentos personales, Fernando Benítez parece haberse concentrado más en sus libretas y cuadernos de notas y en los originales mecanográficos de sus libros. Testimonio sorprendente de su disciplina, su capacidad de trabajo, su fecundidad y su permanente reflexión, esta ingente masa de manuscritos es el paso intermedio entre los libros que utilizó, anotándolos y comentándolos, y los libros que publicó con su nombre. En ella es posible reconstruir, paso a paso, el proceso de ideas, conocimientos y estilo que llevó a la forma definitiva de obras como Los indios de México, Los demonios en el convento y Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana. Inimaginable en la era de las computadoras, extraña ya en la de la máquina de escribir que a Benítez le tocó vivir, esta extraordinaria colección de manuscritos es un genuino festín para los practicantes de la crítica textual y la crítica de fuentes.

Todos conocimos, gracias a las imágenes de fotógrafos como Daisy Ascher y Rogelio Cuéllar, esta biblioteca, donde Fernando Benítez aparece escribiendo o posando junto a sus esculturas prehispánicas. Los libros se ordenan en la alta estantería; los ficheros guardan tarjetas bibliográficas y apuntes; en sitios que escapan a la mirada descansan centenas de documentos como huellas de la vida de Fernando Benítez. Es una buena noticia que estos papeles, que fueron la materia de creación del escritor, pasen a formar parte, ahora, de las fuentes esenciales de la historia de la literatura mexicana.

Correspondencia inédita

Después de los cuentos de Caballo y Dios (1945), su primera obra, La ruta de Hernán Cortés (1950) es el primero de esos libros híbridos, mezcla de literatura y periodismo, crónica y reportaje, relato y ensayo histórico, que darían fama a Fernando Benítez. Al mismo tiempo, es uno de los clásicos dentro de su bibliografía. Estos testimonios epistolares pertenecientes a su archivo, publicados por primera vez, sacan a la luz parte de la intimidad de su escritura; de la estrecha amistad de Benítez con Arturo Arnáiz y Freg y Héctor Pérez Martínez; de la ética y la estética de esa generación y de su literatura, hechizada por la historia y fundida con el periodismo. Revelan también la dura “prueba” que Benítez tuvo que enfrentar antes de convertirse en uno de los autores mexicanos más fecundos y de más admirable disciplina de la segunda mitad del siglo XX.
(Jorge von Ziegler)

De Arturo Arnáiz y Freg
a Fernando Benítez
Austin, 12 de julio de 1943.

Muy querido Fernando:

Recibí hoy tu carta y la contesto sobre la marcha. Gracias por tus indicaciones siempre constructivas. Me conoces, y sabes decir las cosas. Tienes razón: hay que precaverse de esa casi inevitable tendencia a la dispersión.

Es necesario que estemos en comunicación directa y que manejemos en colaboración el lápiz rojo. Mora¹ ha avanzado bastante y pronto empezaré a escribir en firme. ¿Qué te parece si el próximo día 25 de julio te envío el primer capítulo por vía postal?

Espero tus primeras cuartillas sobre la ruta de Cortés. No importa sobre qué parte del camino sean, lo que interesa es que las escribas. No hay derecho a que una gente con tu estupenda inteligencia y tu capacidad de trabajo —sobre la que pocas veces se insiste— tenga que guardar silencio, mientras el gremio próspero de cagatintas y grafómanos hace cada día más gorda la lista de sus esperpentos.

Urge que tengas un libro y yo sé bien que puedes hacer un “Señor Libro”. En La Ruta de Cortés tienes todo lo que necesitas, hombres y paisajes, y lo histórico en lo que lleva de hermoso y de vital, despojado del olor de las exhumaciones hechas por manos torpes y a destiempo. Los días de Tonantzintla te abrirán muchos caminos: El Popo y la Pirámide; el Indio y su religiosidad confusa; la huella feudal de la Colonia. Todo adquirirá en tus manos la vida nueva que sabes dar a tus cosas.

Te ruego que a lo que pueda yo enviarte, le des el tratamiento que habitualmente hemos dado a nuestros borradores. Tacha, enmienda, limita, amplía, sugiere. Dame tu impresión personal, entre más severamente la expongas será mejor. Deberíamos escribirnos cartas llenas de improperios. Sólo con la más severa autocrítica podremos ayudarnos verdaderamente.

Castro Leal —que ha dejado por aquí una impresión muy grata— me ha dado una receta estimulante (y hay que oír a las recién paridas): —“Hacer un libro es como comer alcachofa, hoja por hoja”; y Alfonso Reyes agregó: —“Sí, y tirando lo demás”.
(…)
_____
1 Se refiere a su Estudio biográfico del doctor José María Luis Mora (N. de la R.).

De Fernando Benítez
a Héctor Pérez Martínez (borrador)
(Sin fecha, ¿1943?)

Mi muy querido Héctor:

Aquí me tiene Ud. convertido en un verdadero salvaje. Mi barba, una barba inédita, prospera con gran contento de mi parte. He cambiado de piel varias veces y voy recobrando fuerzas perdidas en años de estúpido desgaste, a pesar de que tomo café y fumo en exceso para conservar siempre una presión satisfactoria.

El libro avanza aunque no tanto como yo quisiera. He concluido los capítulos de Tlaxcala y Cholula que hacen un total de 50 cuartillas y he tomado un buen número de notas. Muchos son los problemas a que me enfrento. Quise hacer un libro terso, apacible y se me está volviendo un libro apasionado. ¡No hay remedio! No puedo permanecer indiferente frente al feudalismo y la barbarie de nuestro campo. Las manifestaciones del arte religioso, la atmósfera mágica que me rodea, tienen un alcance social del que no quiero desentenderme.

Por otro lado, ¡cuántos problemas estéticos apenas tocados, cuántas dificultades de expresión, qué número infinito de temas complican la aventura! Mi falta de método me ha obligado a andar tres veces el camino, como los perros, y he terminado por seguir su sistema. No escribo ya sobre tres o cuatro temas de acuerdo con el humor, sino que copio lo ya hecho y lo continúo aunque me atraiga más abordar un nuevo asunto. La próxima semana iré a Veracruz, la última y más difícil etapa, y luego regresaré a Tonantzintla para terminar los capítulos de la ruta, dejando los de la ciudad de México y los iniciales para mi regreso. Es mi esperanza llevarme 150 cuartillas terminadas. El resto —unas cien más— podré darle fin en uno o dos meses.

No tenía idea de lo que es escribir a destajo. Me acompaña siempre la preocupación de no estar a la altura de la prueba y es esta preocupación la que me sostiene, pero después de una semana, el cansancio me rinde, y tengo obligación de descansar. En este (…)

De Héctor Pérez Martínez
a Fernando Benítez
Campeche, julio 1° (1943)

Muy querido Fernando:

Perdóneme que no le escribiera. No ha sido descuido. Me pidieron de México, con urgencia, unos datos sobre chicle, que me obligaron a hacer todo un estudio económico, y eso me ató las manos. Pero aquí me tiene usted reanudando nuestro diálogo.

No sabe usted con qué gusto me entero de sus noticias sobre el libro de la Ruta de Hernán Cortés. Estoy seguro de que hará usted una cosa redonda y cumplida. El hecho de que se publique en la colección Austral, es mucho más importante de lo que a primera vista parecería. Va usted a codearse con los indudablemente consagrados. Y a consagrarse también. Las notas que usted me enseñó son prometedoras de un libro que encerrará, quiéralo o no, gajos de nuestra tragedia y nuestro destino. No será sólo el descubrimiento de México, sino el de un mundo extraño, nuevo todavía y maravilloso.

Efectivamente, Lázaro es Campeche. Fue Campeche. Después se llamó Salamanca de Campeche. Estos dos nombres son ya un símbolo. ¿No lo cree usted así?

Del Cuauhtémoc no he hecho sino reunir materiales. Me he encontrado un plano casi contemporáneo del viaje a Hibueras, en el que se marca, sobre un río, el dato de que allí existen vigas de maderas de “una puente que hizo el marqués”. Conseguí copias del lienzo de Tepechpan, donde se muestra la muerte del joven rey azteca; conseguí, igualmente, copia del Códice Aubin, con referencias a Cuauhtémoc. Y mañana me llegarán de México otros documentos relacionados con Pax Bolon. He reunido todas las referencias a la muerte, y datos sobre Tabasco. Tengo, pues, por ahora, sólo un informe montón de materiales, listos para ordenar, meditar, elaborar y escribir. No sé si haré una biografía, o un relato exclusivo de su muerte.

Mi viaje lo haré a mediados de agosto. Antes no pues como es el último año que pasamos aquí, y es santo de María el 15 de ese mes, le van a hacer una fiesta en la que por necesidades protocolarias debo estar presente. Pero si puedo salir el 16, lo haré. Estaré en México hasta la lectura del mensaje del Presidente, para volver de carrera a entregar el Gobierno. Presenciará usted, pues, ascenso y bajada.

Ojalá esta carta le alcance todavía en México. Me gustaría que se llevase usted a esa exploración preliminar estas palabras mías de confianza en su obra.

Reciba un fuerte abrazo de quien le profesa hondo afecto.

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