domingo, 11 de septiembre de 2011

Borges: la inmortalidad como destino

11/Septiembre/2011
Jornada Semanal
Carlos Yusti

Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Jorge Luis Borges

La noria de recuerdos y celebraciones cada tanto vuelve a tocar a Jorge Luis Borges. Ocasión propicia para recordar uno que otro libro en torno a su obra y que por esa rara mecánica del azar de la literatura han quedado como sepultados/olvidados.

Alejandro Rossi aseguró que escribir sobre Borges era resignarse a ser el eco de algún comentarista escandinavo o el de un profesor estadunidense, sesudo y tesonero. Lo cierto es que Borges da para mucho (y para todos).

En un texto de Tomás Eloy Martínez sobre una visita-entrevista realizada al poeta Saint-John Perse no podía faltar el autor argentino. La crónica se inicia con un tono grave: “Hace quince días iba yo en busca de un hombre que estaba a punto de morir.” Con un buen pulso narrativo entramos a la casa del poeta en un pueblito perdido cerca del mar. Perse está en cama aquejado de gota. Durante la conversación el tema Borges fue inevitable, para ese tiempo el escritor de laberintos y ficciones se había convertido más que un autor en un tema incomodo. Perse, que había tenido breves encuentros con Borges, contó: “Me sorprendió saber que detestaba a Rimbaud y que consideraba en cambio a Verlaine y a Victor Hugo como los únicos poetas de Francia. Me sorprendió aún más saber que concedía a sus poemas, demasiado lógicos, demasiado enfermos de racionalismo, una importancia superior a la de sus esplendidas ficciones.”

Aquellas palabras de Perse subrayaban mi convicción de que Borges poeta era prescindible y que en sus poemas, de manera deliberada, recurría a la pirotecnia de la erudición para volverse un clásico antes de tiempo. Pero Borges comenzó como poeta y su primer libro se lo costeó él mismo. El libro impreso se lo mostró a su padre y éste le dijo que no tenía nada qué decirle, que debía enfrentar por su cuenta sus errores. Borges confesó: “mi padre hubiera querido ser escritor y no pudo. Dejó algunos sonetos, una novela, muchos trabajos que destruyó. Entonces se entendía de un modo tácito, que es el modo más eficaz para que se entienda una cosa, que yo iba a cumplir ese destino que le había sido negado a mi padre”.

Al respecto de sus poemas dijo que muchos de sus amigos le decían que era un intruso en la poesía y que debía dejar de escribir versos. En su defensa alegó que a él le gustaban los versos que escribía. Apreciar la poesía de Borges en su justa dimensión pasa por un pequeño libro escrito por Guillermo Sucre titulado Borges el poeta. Sólo un buen ensayista e inobjetable poeta como Sucre, aparte de traductor de Saint-John Perse, podía encarar el reto de una poesía escrita desde el raciocinio de ese lector inverosímil que en suma fue Borges. Sucre destaca: “El Borges que reflexiona en sus relatos y en sus ensayos es el mismo que medita ensimismado o fervorosamente en sus poemas. Incluso hay páginas de su prosa que se imponen más por cierto arrebato, cierto juego libre del pensamiento y de la sensibilidad; hay en ellas tanta pasión como en su poesía. La poesía de Borges no pierde, sino rara vez, su contención, su secreto rumor; su simplicidad puede a veces desorientar: hay en ella más profundidad de la que se cree.”

Sucre asevera que es más bien un escritor que exige mucho y no hace concesiones: “Ni los que aspiran a enrarecer al Borges de los relatos y los ensayos, ni los que simplifican al Borges poeta, parecen estar en lo cierto.” El libro Borges poeta no sólo le otorga cualidades a la poética de Borges, sino que va develando sus trucos eruditos para sorprender; va descubriendo al autor que piensa con verbosidad libresca sus metáforas y al hombre sensible que desde niño se crió “detrás de una verja de lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses”. Sucre como poeta va a la raíz de los poemas de Borges y los examina también sin hacer concesiones: “Son sus metáforas menos persuasivas y, queriendo sorprender, son precisamente las que menos sorprenden. Descubren demasiado su mecanismo. Ya es el gusto por la brusquedad, por el impacto: “La luz a puñetazos/ abre un boquete en los cristales.” Ya la excesiva intencionalidad y el cálculo: “Vienen del patio donde el aljibe es una torre invertida/ entre dos cielos.” Ya el rebuscamiento: “Alguien descrucifica los anhelos/ clavados en el patio.” Otras veces se cae en un inútil hermetismo, en una desmedida acumulación de elementos. No son ejemplos aislados, pero tampoco dominantes. Abundan especialmente en Fervor de Buenos Aires, no así en los dos libros posteriores. Hay, incluso, pequeños poemas que no consisten sino en un puro juego metafórico. Citaremos un ejemplo, pero no sin añadir también que en él se intuye una influencia más que todo expresionista, y sin dejar de reconocerle cierta fuerza expresiva:

“Más vil que un lupanar/la carnicería rubrica como una afrenta la calle./ Sobre el dintel/una cabeza ciega de vaca preside el aquelarre/de carne charra y mármoles finales/ con la confusa majestad de un ídolo.”

El libro de Sucre sobre el poeta que hay en Borges es una lección de lectura por encima de cualquier prejuicio, y entre algunas de las conclusiones del libro esta me parece la más acertada: “El destino de Borges se identifica, en última instancia, con el destino de la palabra, del poema, de la poesía misma. De ahí su valor ejemplar.”

Borges escribió su poesía pensado en lectores futuros y se sirvió de su inteligencia y memoria libresca para escribir poemas como pasajes a la inmortalidad; no quería estar en el ruido del momento, quería ser un rumor que viaja a través de los siglos cabalgando sobre metáforas sin fisuras en las cuales la perfección fue lograda con paciente artesanía, quizás su poesía parezca fría o sin emoción, quizá carezca de esa vibración musical de la piel, pero su efectividad lírica estriba en lo que expresan, en lo que dicen con un inesperado efecto de lucidez, ilustración y belleza. Borges apostó por ello y sólo el tiempo tendrá la última palabra.

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