sábado, 23 de julio de 2011

Buena cara al mal

23/Julio/2011
Laberinto
Armando González Torres

La pregunta es simple: ¿se puede tener buena disposición en un entorno incomprensiblemente adverso? Hasta qué punto la violencia, corrupción y maldad que rodean las vidas de los individuos suelen afectar su respuesta, optimista o pesimista, a ese entorno. Puede pensarse en temperamentos extremos: alguien tan sensible al mal y al dolor que su familia debe mantenerlo aislado y ocultarle las noticias sanguinarias que colman los medios, pues saben que se quitaría la vida al enterarse de que, por ejemplo, en este país aparecen descabezados; o, al contrario, un hombre tan proclive a embellecer la realidad que, durante un secuestro, pasa el tiempo recordando su música favorita y sus conquistas y, con una sonrisa de felicidad, hace bromas amistosas a sus captores. Lo cierto es que la atención emocional al mal y al sufrimiento exige un equilibrio: una atención intensiva y angustiada puede distorsionar la perspectiva, matar la esperanza y paralizar la acción; al revés, una desatención constante implica una evasión casi patológica con graves consecuencias sociales y morales. Acaso para escapar a estos extremos sea necesario, por un lado, asumir que el mal no es invencible y que su remisión tiene un significado y, por el otro, propiciar que el foco de la atención se dirija, más que al conjunto aplastante del mal, a sus encarnaciones concretas (tanto externas como íntimas) y a la posibilidad de redimirlas gradualmente, es decir, no a ganar el gran juego, sino las pequeñas partidas.

¿Tiene significado combatir el mal? Desde el sentido común hasta la teología, sí. Al respecto, es muy conocida la noción de que la aparición del ser humano sólo puede explicarse debido a que se busca un campo de existencia autónoma que alcance un valor, escogiendo libremente el bien. ¿Cómo se constataría el éxito o fracaso del experimento moral llamado humanidad? Quizás inventando una máquina que hiciera ponderaciones matemáticas susceptibles de demostrar, periódicamente, que, dada la proporción de bien y mal, es mejor la existencia de esta especie que su supresión, pues la suma de sus bienes supera, aunque sea ligeramente, a la suma de sus males. Dada la ausencia de esta máquina, el propósito ponderativo puede lograrse también mediante una operación individual que realice una apreciación intuitiva y práctica de lo bueno contra lo malo y, por decirlo así, le oponga “buena cara al mal” como una manera activa de distinguirlo y combatirlo. La buena cara al mal no implica aceptarlo, sino enfrentarlo de un mejor modo, sin eludirlo, sin perdonar lo imperdonable, pero sin dejarse degradar por la carga de la ira o el odio y transformando la indignación en crítica y acción. No es necesario, pues, para llamarse consciente, que la realidad agobie a un individuo, basta que lo haga pensar y actuar congruentemente y lo invite, de entrada, a indagar esas pequeñas disociaciones internas y dobles morales que lo vuelven cómplice de aquello que deplora.

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