viernes, 9 de julio de 2010

Literaturas condenadas

Julio/2010
Nexos
Enrique Serna

En una alusión sarcástica a los teólogos políglotas de su tiempo, versados en griego, latín y hebreo, pero incapaces de tener ideas propias, Sor Juana declaró en la Respuesta a Sor Filotea que “un necio grande no cabe en sólo la lengua materna”. Su frase se puede aplicar a los árbitros del gusto que pretenden condenar a muerte a las literaturas nacionales en nombre de un cosmopolitismo excluyente. Los pedantes del mundo globalizado ya no caben en un solo país y en su afán por reafirmar una ilusoria superioridad intelectual que no han demostrado con obras, ahora luchan con denuedo por instaurar una preceptiva literaria en la que los visados del pasaporte sustituyan a los premios y a los diplomas. La adquisición de una cultura cosmopolita es en gran medida una cuestión de status. Pasar largas temporadas en el extranjero, ver la propia nación con los ojos de un europeo, pronunciar correctamente el francés son privilegios culturales de las clases acomodadas, de manera que expulsar del Parnaso a la chusma que se limita a escribir sobre su terruño significa crear un coto de poder cultural a prueba de nacos.
Desde hace 20 o 30 años se ha repetido hasta el hartazgo en congresos y mesas redondas que las literaturas nacionales pronto dejarán de existir para integrarse con mayor o menor fortuna al concierto de la literatura universal. En México, el más porfiado enterrador de las literaturas nacionales ha sido Christopher Domínguez, quien reprueba la “obsoleta noción romántica” de vincular la creación literaria a los avatares de una cultura nacional (idiosincrasia, historia, peculiaridad lingüística, etcétera). Según Domínguez, al escritor latinoamericano posterior al boom le corresponde “cancelar la identificación romántica entre cultura y nación, misma que lo convertía en una suerte de embajador ontológico de su país, destinado a explicar los misterios esotéricos de México, de Perú o de Colombia al público europeo. Es hora de asumir que la fiesta terminó y que el precio de haber ganado un lugar en la literatura mundial se traduce en el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó”.*

Antes de poner en duda la pertinencia de esta prematura acta de defunción, escrita en el tono categórico de una autoridad suprema, debo aclarar que el nacionalismo literario, entendido como un encierro en la propia cultura, me parece lamentable y empobrecedor. Pero creo que en México los últimos nacionalistas de esa laya fueron, quizá, los novelistas de la Revolución, que acusaron a los Contemporáneos de hacer una literatura apátrida y descastada. Desde entonces para acá, incluso los narradores más anclados en la cultura autóctona, como Rulfo, Yáñez, Revueltas, Ibargüengoitia, Garibay, Monsiváis o José Agustín, han sido lectores cosmopolitas con un amplio conocimiento de las letras extranjeras contemporáneas, es decir, ciudadanos del mundo que tratan de abrevar en lo mejor de la literatura universal para expresar mejor el alma de su país. Se puede escribir una literatura profundamente arraigada en la propia cultura sin ser, necesariamente, un xenófobo o un partidario del aislamiento cultural. Aclaro lo anterior, porque si bien el nacionalismo literario murió en México a principios del siglo XX, las literaturas nacionales siguen vivas y coleando en todo el continente, no porque sus autores quieran circunscribirse a un público local, o pretendan ser embajadores de su país ante el extranjero, sino porque han preferido escribir de lo que mejor conocen y reflejar su circunstancia sin complejos de inferioridad, a pesar de que, en algunos casos, su confiada y audaz apelación a la curiosidad intelectual del lector extranjero, generalmente reacio a sumergirse en culturas marginales o periféricas, les cierre las puertas de la difusión internacional.

Los escritores del primer mundo pueden incurrir en localismos o en regionalismos con la seguridad de que el lector extranjero quiere adentrarse en el contexto cultural de sus ficciones. Philip Roth escribe con la certeza de que las peculiaridades regionales, musicales, lingüísticas y políticas de Estados Unidos, o para ser más precisos, de la vida norteamericana en los centros urbanos de la costa Este, le interesan a sus lectores extranjeros tanto como a él. A pesar de la difusión internacional que han tenido los autores del boom, la mayoría de los escritores latinoamericanos no gozamos de esta ventaja. Los conocimientos del lector común europeo o estadunidense sobre la geografía, la historia y la cultura popular de Perú, Argentina, Chile o México, son vagos o francamente nulos. Lo peor es que ni siquiera los primos hermanos de la región estamos dispuestos a hacer el esfuerzo de asomarnos al patio del vecino. En la actualidad, una novela histórica venezolana, chilena, argentina o mexicana, aunque sea de calidad excepcional, sólo llegará al público lector de su país de origen, porque la mercadotecnia editorial, basada por desgracia en hábitos de lectura reales, ha decidido que esos temas no le interesan a ningún otro lector hispanohablante. De manera que muchos autores de valía quedan adscritos al marco de una literatura nacional, incluso los que más se han esforzado por borrar en sus obras cualquier huella de costumbrismo.

Quizá algunos escritores de América Latina puedan “cancelar la obsoleta identificación romántica entre cultura y nación” sin quedar flotando en el limbo, porque una mente poderosa puede inventar países, geografías y hasta planetas desconocidos. Pero cuando la renuncia al cordón umbilical está determinada por la búsqueda de relumbrón y no por una necesidad expresiva, resulta forzada, pretenciosa y, por consecuencia, más provinciana que la abundancia de localismos. Algunos narradores jóvenes de México parecen creer que borrar las notas de color local, o ubicar sus ficciones en los fiordos noruegos, les confiere valor universal, o cuando menos, un sello de prestigio cosmopolita. Otros, más ávidos de fama que de prestigio, se han plegado servilmente a los cartabones de la mercadotecnia editorial española (que son, a su vez, una mala copia de las fórmulas exitosas del bestseller norteamericano). Quienes anhelan entrar a la literatura globalizada por la puerta de atrás, luchando contra el estigma nefando de haber nacido en la colonia Narvarte, deberían tomar en consideración que ningún escritor valioso del primer mundo aceptaría jamás una abjuración tan vergonzante.

El “fin de la excepcionalidad” que Domínguez festeja (tomando partido por la uniformidad cultural en contra de la diversidad) está muy lejos de haber llegado a nuestros países y a nuestras literaturas, pero nunca llegará, tampoco, a las literaturas de las potencias culturales. Los mejores novelistas ingleses, franceses, alemanes o suecos también creen, con justicia o sin ella, que sus culturas y sus países son excepcionales. Toda la obra de Günter Grass, por ejemplo, es un intento por definir la particularidad alemana, histórica y filosóficamente. De hecho, uno de los desafíos más estimulantes para un escritor de cualquier nacionalidad es hallar los rasgos excepcionales de su pueblo, de la misma forma en que la creación de un personaje memorable consiste en resaltar lo que distingue al individuo del tipo. Ahora bien, el realismo mágico no es el mejor ejemplo para ilustrar la búsqueda de excepcionalidad latinoamericana, porque sus mejores exponentes han logrado más bien lo contrario: mostrar las similitudes y afinidades que hay entre el universo mágico de nuestros países y la irrealidad fantasmagórica de todos los pueblos premodernos.
Haber tendido ese puente fue una enorme hazaña poética, pero el realismo mágico no explica realidades nacionales: recupera la visión alucinada del mundo que existió entre los pueblos de la Edad Media europea, en las provincias sureñas de Estados Unidos durante la época del esclavismo, en los relatos de Las mil y una noches y, por supuesto, en las pequeñas comunidades rurales del tercer mundo. Por eso ha tenido una repercursión internacional tan fuerte: cualquier lector del planeta reconoce en él algo familiar y entrañable, porque todos sentimos nostalgia por la infancia del género humano.

Tal y como están las cosas, para cualquier escritor latinoamericano ávido de difusión internacional es más fácil incursionar en el exotismo de exportación que tomarse la molestia de explicar la evolución histórica o los conflictos sociales de su país ante un público desinteresado en las naciones modestas o pobres. Tuve la oportunidad de constatar la escasa popularidad internacional de nuestras identidades patrias en un reciente viaje a la India, donde el agregado cultural de México, Conrado Tostado, me invitó a dar una conferencia en las universidades de Nueva Delhi y Calcuta. Suponiendo ingenuamente que los hispanistas hindúes, como los de Estados Unidos o Europa, conocían la tradición literaria de mi país, preparé una charla sobre el humor en la literatura mexicana, desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Ibargüengoitia. Había escrito la conferencia en mi rudimentario inglés, pero en Nueva Delhi el jefe del Departamento de Español me pidió que la diera en mi lengua. A juzgar por los rostros impávidos del auditorio, creo que nadie entendió una palabra de lo que dije. Cuando terminé de hablar se abrió un espacio para preguntas y comentarios.
—La charla que nos ha dado es muy interesante —dijo el jefe del departamento— pero, ¿podría hablarnos un poco de Márquez?
—¿Qué Márquez? —pregunté con extrañeza
—Se refiere a García Márquez —me aclaró Conrado Tostado.

Nadie en esa universidad sabía que García Márquez es colombiano. Les aclaré que por desgracia Gabo no era mi compatriota, pero su ignorancia de ese detalle no me escandalizó, pues comprendí que la separación política y las diferencias culturales entre dos países tan próximos son imperceptibles para los lectores de una gigantesca nación con mil millones de habitantes, en la que se hablan más de 15 lenguas. La diversidad lingüística y cultural de la India es mucho más compleja que la de Hispanoamérica. México y Colombia son países distintos para la gente de nuestro continente, pero contemplados desde la India, ¿lo son de verdad? ¿Con qué derecho podemos exigirle a los lectores hindúes que estudien por separado la historia de 15 o 20 repúblicas inoperantes y ridículas? Los escritores de América Latina quizá esperamos demasiado del lector extranjero cuando pretendemos que se interese en los avatares políticos y en la diversidad cultural de nuestros jóvenes países. Pero el genio literario de algunos narradores notables, como Mario Vargas Llosa o Jorge Amado, ha logrado que los lectores del mundo entero se ubiquen dentro de esas coordenadas incómodas. Su ejemplo demuestra que no es imposible despertar en el lector extranjero el interés por la excepcionalidad de un país remoto y desconocido: todo depende de la destreza del escritor para universalizar la vida de su aldea.

Probablemente, una de las misiones históricas de la narrativa en lengua española sea exhibir el origen espurio de nuestros nacionalismos, surgidos en la mayoría de los casos para enriquecer a una camarilla de militares corruptos. Bolívar no pudo cristalizar su proyecto unificador porque se topó con una enmarañada red de intereses y mezquindades. Detrás del nacimiento de una patria suele haber siempre un caudillo oportunista y cínico, o varios bribones de la misma ralea, como bien sabían los contemporáneos mexicanos de Iturbide y Santa Anna. Pero una vez que el sentimiento de pertenencia a una comunidad echa raíces en la conciencia colectiva, ningún escritor que aspire a reflejar el mundo en que vive puede pasarlo por alto. Cuando el intelectual anarquista Antonio Díaz Soto y Gama pisoteó el lábaro patrio en la convención de Aguascalientes, tachándolo de “inmundo trapo”, los generales revolucionarios se apresuraron a sacar sus pistolas, porque ese atentado los condenaba a la inexistencia. En La marcha Radetzky, uno de los frescos históricos más importantes del siglo XX, Joseph Roth convirtió la desaparición del imperio austrohúngaro en una tragicomedia intimista, pues aunque él observara con sorna los símbolos del imperio difunto, comprendía que para muchos seres humanos tenían un enorme valor sentimental y ontológico. Ser un chileno bajo el régimen de Pinochet, un venezolano en la época de la demagogia bolivariana o un mexicano durante el imperio del narcoterror son experiencias que determinan de distinta manera el comportamiento social y hasta la vida privada de un personaje.

Romper el vínculo de la literatura con la cultura nacional significaría privar a millones de seres del mejor espejo ficticio donde pueden contemplar lo que son y lo que anhelan ser. Si desapareciera la “obsoleta noción romántica” que vincula a los escritores con sus culturas vernáculas, millones de seres en el mundo dejarían de ser material novelable. Por las condiciones del mercado editorial, actualmente guardar fidelidad a esa “noción obsoleta” equivale a condenarse a escribir para un público muy restringido. Pero una literatura ajena a cualquier circunstancia histórico-social, que borrara del mapa a todos los seres vulgarmente nacionales para celebrar el extranjerismo delicioso de una elite, no necesitaría los servicios de un sepulturero arbitrario, porque estaría muerta desde el vientre materno.

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