domingo, 18 de julio de 2010

Carlos Montemayor y los clásicos

18/Julio/2010
La Jornada Semanal
José Vicente Anaya

En la extensa obra literaria de Carlos Montemayor encuentro dos períodos claramente diferenciados, aunque, como espero que quede demostrado a lo largo de esta reflexión, el segundo período es consecuencia del primero. La obra que marca la línea divisoria es su novela más laureada: Guerra en el paraíso de 1991, cuyo primer reconocimiento fue el Premio Colima. Obra que mereció múltiples y bien ponderados aprecios en el mundo intelectual, como el de Salvador Camarena, quien desde España en el periódico El País comentaba que Montemayor: “Fue autor de algunas de las obras fundamentales para entender la guerra sucia en contra de los movimientos insurgentes. Sobre las guerrillas de los años sesenta y setenta destacan Guerra en el paraíso y Los informes secretos. El primero de ellos es considerado uno de los libros indispensables para quien quiera entender la historia reciente de México.”

Pues bien, Guerra en el paraíso inicia ese segundo período en la obra de Montemayor con libros y colaboraciones periodísticas de interesantes y certeras críticas sociales o, si se quiere, políticas, siempre al día de diferentes temas cruciales, y es cuando sus lectores aumentaron exponencialmente en el mundo. De este período destacarán obras, además de las ya mencionadas, como Operativo en el trópico, Chiapas. La rebelión indígena en México, La guerrilla recurrente, Rehacer la historia, Las armas del alba (sobre el levantamiento guerrillero en Madera, Chihuahua), Pueblos indios de México, Pueblo de estrellas y barrancas (sobre los tarahumaras), Violencia de Estado en México y Las mujeres del alba. También es el tiempo en que divulga con ahínco la autenticidad y contribuciones de la poesía en lenguas indígenas.

Hoy me quiero ocupar mayormente de la primera etapa literaria de Montemayor, que antecede al año 1991. En este tiempo, el mundo intelectual mexicano ubicaba a Carlos como un exquisito que sólo se ocupaba de los clásicos griegos y latinos, pasando por algunos autores con inclinaciones similares como t. s. Eliot y Ezra Pound.

Por 1971, cuando merece el premio Xavier Villaurrutia por su libro de cuentos Las llaves de Urgell, Carlos publica su ensayo titulado “La conciencia moral de la tragedia griega”, en el que además de otras reflexiones escribe: “Entre los griegos, justicia o dike era la continuidad, la permanencia de una situación, de una relación o estado de cosas. Era justo mantener ese camino; era injusto ir en contra y romper esa continuidad o situación. Esto sucede en el Estado aristocrático de Platón, donde la justicia de cada quien lo suyo era la persistencia y continuidad.” Más adelante acota: “En [las obras de Eurípides] por fin estamos ante personas, ante acciones que nos son familiares, que podemos comprender. Por ello, por este realismo o apego a acciones humanas, diríamos cotidianas, su obra es virtualmente didáctica, de una orientación que difícilmente podemos dejar de llamar social.”

Desde este ensayo temprano ya son muy notables las futuras preocupaciones y ocupaciones de Carlos que serán claves en sus obras literarias, a saber, el encuentro en los clásicos de una ética que se preocupa por lo justo y lo injusto; así como tender el puente entre lo teórico y lo práctico, buscando arribar a una praxis social a través de la obra de arte, es también de tomar en cuenta su observación sobre abordar la realidad como una muy necesaria cualidad en la obra literaria.

En 1977 publica el ensayo “La Oriestíada en Esquilo”, en el que asienta las siguientes ideas: “Esquilo entendió que la defensa de la ciudad hace digno al hombre y que nada es nuestra vida si la ciudad muere.” Agrega que en la Oriestíada Esquilo “...plasmó su amor político, su sabiduría emotiva y de lenguaje [... ] Su poesía trágica es comprensible por una doble faz: la sagrada y la humana; es un canto de sacrificio que lleva a comprender el destino en una moral cósmica, causal; en una justicia como integridad del mundo, a la que se sometían también los astros, no sólo los pueblos o los hombres. En la faz sagrada están la justicia, la venganza, el destino.”

De nuevo Carlos resalta principios éticos en un autor clásico; a la política le agrega la condición del amor; y a la sabiduría, la emoción por el lenguaje. En este mismo año antes señalado, en su texto “El oficio literario” ha hecho suya la decisión de ocuparse de la literatura como un compromiso social, ético, y lo dice con estas palabras: “La literatura no es el resultado de un hombre, de la actitud asumida caprichosa-mente por un individuo, sino la fuerza de un idioma y su tradición. Un buen escritor no es el resultado de un deseo personal: es el resultado de países, de culturas; es un resultado social en la misma medida que el lenguaje lo es y que el pensamiento lo es.”

Un año más tarde, en lo que respecta a sus estudios de la cultura latina, escribió el ensayo “Lucio Anneo Séneca y las Epístolas a Lucilo” (texto que sería prólogo del libro Cartas a Lucilio, de Séneca, sep Cultura, colección Cien del mundo, 1985), en el cual comenta que uno de los planteamientos principales de Séneca es “la idea de juicio o recta razón, el punto de partida del ánimo en que se fortalece la vida del sabio estoico.” Y encuentra en el pensador latino tres enseñanzas principales: 1.: “La vida no es distinta de las palabras”, lo que en literatura significa escribir la verdad; 2.: “El lenguaje es una mimesis del hombre: en el lenguaje se transparentan el carácter, las ineptitudes, las pasiones, su sinceridad; es un espejo, un medio de reflejarnos y de manifestar, por excelencia, el ánimo, base de la virtud”; y 3.: “El tercer aspecto es estilístico y coincide perfectamente con la austeridad.” Séneca dice: “Necesita ser sencillo y sin adornos.”

El ambiente cultural que señalamos de Carlos Montemayor de seguro estuvo animado desde el momento de ser discípulo del maestro de filosofía y latinista, el italiano chihuahuense Federico Ferro Gay (recordemos aquí uno de los libros que dicho maestro escribió junto con Jorge Benavides Lee: La sabiduría de los romanos); luego vinieron sus estudios de derecho en la unam, donde tiene cabida el pensamiento romano, y más tarde su postgrado en literatura clásica, así como su amistad con el gran erudito poeta y latinista Rubén Bonifaz Nuño. Como consecuencia de esa preparación, Montemayor, en la década de 1980 coordinó la colección de libros Cien del mundo, a cargo de la Secretaría de Educación Pública, donde aparecieron obras de Homero, Píndaro, Ipandro, Teócrito, Bion, Horacio, Séneca, Persio, Juvenal, Virgilio, Boecio y Erasmo de Rotterdam, entre otros.

En los años ochenta se publicaron dos importantes libros de Carlos con temas eminentemente clásicos: Safo. Poemas, en Editorial Trillas (1986) y La poesía de los goliardos. Carmina Burana, en la sep (1987). Por ahora no nos ocuparemos en detallar sus dotes de traductor en ambas obras, pero veamos:

En el prólogo de la primera Montemayor hace una necesaria apología de Safo, quien por siglos había sido tratada como meretriz, ante lo cual cuenta que una tarde Solón “escuchó una canción de Safo en labios de su nieto; al terminar éste, Solón le pidió que se la enseñara, pues le explicó: quisiera aprenderla antes de morir. Conviene recordar aquí el epigrama atribuido a Platón en que a Safo le llama Décima Musa; también aquel que contiene la hermosa designación de musa inmortal entre inmortales musas”. Y su poesía es bien ponderada así: “La musicalidad y dulzura de su lenguaje fue proverbial en la historia de la poesía griega, en una lengua de suyo tan sonora, vocálica y rica.”

Respecto al segundo libro, Montemayor comenta: “La poesía de los goliardos fue una expresión libre, que suponía la misma preparación que la otra, que utilizaba la misma lengua de los letrados, pero que se apartaba de las metáforas clásicas y que entonaba exorcismos, peticiones de limosna, reflexiones sobre el destino endeble de los hombres, o también la alegría, la gran euforia de la embriaguez y el vino, escarneciendo lo bello y lo bueno, lo sagrado y lo profano... Se trataba de escarnecer todo lo establecido, cuestionar, mediante la sorna y la risa, todo lo sagrado, puro y decoroso de la sociedad y de las letras” durante la Baja Edad Media.

Los años ochenta fueron cruciales en la obra de Montemayor. Es también cuando trabaja la poesía en lengua portuguesa, en ensayos y traducciones, como fue al ocuparse del clásico lusitano Luis Vaz de Camoes y del carioca, sabio y lúdico, que es Ledo Ivo.

A partir de 1981 es ya muy claro el arribo de Montemayor a ocuparse en una literatura de compromiso, por ejemplo, así lo hace ver en su ensayo “Notas sobre la poesía de Efraín Huerta” donde leemos: “En todos sus poemas hay especialmente un combate por el amor, un combate áspero, doloroso, de una riqueza contradictoria que desemboca a veces en el escarnio, en el desastre o en la ternura; es un combate del ser humano en su amplia gama de miserias, rencores, odios, ternura. De los reflejos de ese diamante primordial, el universo poético de Efraín Huerta podría entenderse bajo estos puntos cardinales: amor, política, ciudad y asolamiento.”

Para este momento, Carlos ha llevado sus encuentros sobresalientes de la ética de los clásicos a escritores modernos, y sobre Efraín Huerta apunta: “En 1944, en Los hombres del alba [aquí conviene hacer notar la simpatía de Carlos por este poeta al haberlo parafraseado en los títulos de dos libros: Las armas del alba y Las mujeres del alba] consolida en inmejorable alianza la ciudad, la conciencia política y el lenguaje descarnado que hace de cada verso una verdad dicha sin encubrimientos poéticos, que contrasta con la poesía malabarista e innocua que en esos mismos días firmaba Octavio Paz en [sus libros] Condición de nube o El girasol.”

Carlos Montemayor llevó su afán por la ética hasta el mismo título de un ensayo de 1983, con esta clara redacción: “El compromiso del escritor latinoamericano con la realidad, a propósito de dos novelas de Gabriel García Márquez”, donde del anciano personaje de El coronel no tiene quien le escriba interpretó: “Me recordaba a muchos hombres del norte de México: la misma fortaleza, la misma arrogancia a toda prueba que conocí de niño en tantos hombres, algunos de ellos veteranos revolucionarios, me persuadieron a ver la novela como un logrado acercamiento a nuestra realidad.”

Por último, no debemos olvidar que las primeras novelas realistas de Carlos son de la década de los ochenta, Mal de piedra (1981) y Minas del retorno (1982), donde recrea la vida cotidiana y penosa de los mineros, con datos reales de su querida Parral, su ciudad de nacimiento que él bautizó como “La Atenas de Chihuahua.” De estas dos novelas hace más de veinte años escuché elogios de viva voz de Rubén Salazar Mallén, el gran novelista del grupo de Contemporáneos.

Lo hasta aquí expuesto explica clara y consecuentemente el arribo de Montemayor a su siguiente etapa literaria que inauguraría con Guerra en el paraíso.

A Carlos le queda bien la autoapología del valiente caballero de caballeros, Don Quijote de la Mancha, cuando dijo: “Bien podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible.”

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