domingo, 17 de julio de 2016

Instrucciones para cortarle la cabeza a Cela

17/Julio/2016
Confabulario
José Homero

Hemos cumplido ya un siglo de proclamas, debates y certificados sobre la alteridad entre el concepto de autor y el ser humano artífice de la escritura. Hoy es un tópico de toda crítica literaria, sea salvaje o académica, que el escritor de una obra no es igual al autor implícito en el universo de esa obra sin menoscabo de homonimia. A tal grado asumimos esa diferencia, que los juegos entre niveles de representación son recurso retórico favorito de nuestras últimas décadas. De Bret Easton Ellis a Michel Houllebecq, de Martis Amis a Mario Vargas Llosa, las páginas novelísticas incluyen personajes homónimos de escritores de carne y hueso sin incidir en la identificación ingenua. Sana higiene crítica que ha impedido se asuma a un escritor como pederasta, asesino, timador profesional o que haya viajado en el tiempo sólo porque personajes de nombre idéntico al suyo posean estos atributos o compartan peripecias.
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¿Cuál es entonces la causa de que aún reconociendo esa frontera que impide la visión ingenua, impresionista, de la crítica, sea cada vez más frecuente marginar a un autor por su actuación no como escritor sino como animal político y social? En las horas álgidas de la guerra fría solía reconocerse la calidad literaria de un Pablo Neruda, si pertenecías al bando democrático, o de un Ezra Pound, si compartías el credo comunista. Hoy, paradojalmente, a un autor sólo se le reconoce si comparte nuestra ideología. Y la ideología ha dejado de ser una representación colectiva para convertirse en un programa –una transferencia desde la simiente de la transformación que Karl Marx efectúa del concepto. No hay ideas, sólo posiciones. Si la ideología es la manera en que una sociedad oculta los mecanismos del poder para encubrirlos en una representación imaginaria, hoy ha devenido la manera en que ocultamos la realidad para encausarla a nuestra representación. En ambos casos el efecto es el mismo: distanciarnos de los actos, dirimir mediante representaciones. Mundos portátiles para ideologías mínimas.
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Paulatinamente cesamos de juzgar a las obras por sus méritos, para cribarlas por los actos de sus autores. La muerte del autor es consecuencia de la gran revolución romántica precognizada por los hermanos Schlegel, Herder y Novalis. La muerte del autor y la recuperación del Autor, por el contrario, es un movimiento inverso por el cual la inmanencia del texto estético –pues esta lectura ideológica no se limita a la literatura, recorre el cine, la pintura, la música misma–, quien se había liberado de sus responsabilidades éticas, políticas y estéticas, pasa a segundo término para de nuevo responder ante la fiscalía de lo real. A la obra no se le asume como un objeto exótico, que tal es la petición del romanticismo al posestructuralismo, sino como a un objeto más de la esfera ideológica reiterando el concepto primario de falsedad; una taxonomía que anula la distinción posmoderna de objetos reales y objetos de conocimiento.
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Larga disquisición para situar un problema: ¿por qué no se lee a Camilo José Cela? Y también: por qué se lee cada vez con más suspicacia a Mario Vargas Llosa, por qué a Octavio Paz se le escamotea la calificación de gran poeta, por qué no se reconoce en Gabriel Zaid a uno de los mayores ensayistas. Hemos llegado al primer centenario del escritor gallego cargados no de obsequios sino de prejuicios.
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Famosamente Charles Baudelaire precognizó asumir a un personaje como preparación para ser poeta. Cela recogió esa lección y la de tantos otros. Concibió un personaje, un caballero inglés petacón, malhablado y pestilente, atrabiliario y mala leche, soez y misógino, propicio para engatusar a las autoridades franquistas, más tarde a los millonarios ígnaros y gustoso de enfadar a sus detractores. “Usted sabe cuánto tiene mi vida de simbólica”, solía decir Cela según testimonio de Francisco Umbral. Y en efecto desde sus primeros años, se esmera en vestir al personaje por el que será reconocido, antes que complacer al gusto público. Cela no fue nunca un escritor popular ni mucho menos dado a brindar salazones al paladar basto. Al final, el personaje terminó devorando al escritor, de modo que incluso en vida paulatinamente fue perdiendo lectores, sumando incomprensión. Al respecto dijo otro Nobel: “[A Cela] se le ha juzgado como persona antes que como escritor. Dentro de veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años, las rencillas estarán olvidadas y sólo quedará su obra. La obra de un gran, irrepetible escritor” [ José Saramago]. Más implacabble es el juicio de su íntimo amigo (¿o enemigo íntimo?), Francisco Umbral, quien sentencia:
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La democracia resultó más implacable que la dictadura. El señor marqués, con Nobel y todo, caía mal a los jóvenes, y a los no tan jóvenes.

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Ejercicios espirituales
Comencemos la celebración airando la biblioteca de Cela devolviendo la obra a la circulación. Aún vivo Cela era ya reo de la historia de la literatura española sin reconocer la pujanza de su obra madura –al paso menciono como notables Mazurca para dos muertos y Madera de boj, piezas radicales empecinadas en una disvcursivización rítmica, lírica, fiesta de lenguaje. Si Cela, persona, fue identificado como franquista, su obra fue señalada como realista y peor aún tremendista. Prejuicios para evaluar la personalidad, prejuicios para justificar la pereza; prejuicios también para ejercer ese mal español: el desprecio, el desdén con el gesto cetrino y la mirada casposa. Cela fue ante todo un escritor del riesgo. No suele asociársele con la vanguardia, menos con el posmodernismo y aún más peregrino sería su vínculo con movimientos considerados en su momento de avanzada, como el simultaneísmo, la noueveau roman, la novela objetivista, la novela posmoderna y el boom latinoamericano. Y sin embargo hay en este universo estaciones que nos permiten reconocer rasgos de todos estos credos, movimientos y programas.
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Tampoco suele considerársele un escritor de ideas. Y aquí de nuevo reaparece el prejuicio. Cela dejó de ser personaje y se convirtió en caricatura –una metamorfosis que propició en principio él mismo. Concluido el proceso de reducción y descorporeización ya no es necesario acudir al corpus. Basta con los rasgos bastos. Una somera revisión de la bibliografía celiana nos entera que apenas si hay unos pocos estudios sobre su producción ensayística, crítica y periodística. Menos aún se ha atendido a sus reflexiones sobre la novela o sobre la literatura. Asombra que a tan pocos años de muerto haya un escritor hispanoamericano menos vivo que él.
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La relectura no implica por supuesto acometer un proceso inverso pero idéntico a la práctica de la crítica comisaria. No. Implica releer y recuperar la valía de sus obras más famosas, pero escrutando la totalidad de su discurso, la potencia de sus lecturas implícitas. Así La familia de Pascual Duarte no necesita ser situada, una vez más, dentro de una tradición ni entronizada como lectura obligatoria; ese es el camino más fácil para sepultar una voz. Al contrario, habría que devolver la extrañeza para extraer una nueva significación, que nos la presente como la obra (aún) viva que es. De este modo la propia obra exigirá ser leída como una tragedia existencial o como una actualización de la concepción gnóstica de la creación. En ambos casos se trata de una exploración en cómo nos representamos en el mundo. Una vez efectuado el viraje notamos que los actos que han convertido en famosa a la novela –su filiación miserabilista, su descendencia dentro de una genealogía “castellana”– pasan a un segundo término.
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La tragedia implícita en La familia de Pascual Duarte es el solo hecho de existir. De ahí que el radio de la obra remita a planteamientos tanto existencialistas como gnósticos. Hay además un conflicto entre individuo y sociedad. Patrones de conducta cuya encarnación no admite, sobre todo en comunidades rurales como la tierra natal del protagonista, disyuntivas. Ser aquí es parecer. Criado en un ambiente miserable y hostil, Duarte no tiene en la cultura ni el sentido común sus cualidades más preciadas. En más de un aspecto posee serio retraso en su desarrollo: tardía es la asunción de sus responsabilidades sociales; de su independencia; tardía su respuesta amorosa. A tal punto que pareciera que sólo a través del desafío, de la puesta en duda de su virilidad, de acuerdo a la representación de los valores de la España profunda, Pascual adquiere conciencia de la vida, de la violencia, que parece inherente a nuestra condición social. Hombre inmerso en las circunstancias, terminará preso y reducido a la condición de lobo del hombre –un devenir caro a la novelística de Cela; esta frase se cita en Mazurca para dos muertos, historia coral de dos crímenes y su venganza. Una faceta que niega la personalidad de su protagonista, según se infiere por los indicios. Duarte no pertenece al rebaño, es cierto, pero ¿es un lobo? Él mismo no lo cree; si hemos de dar fe al incipit.
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Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.
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Cela ha conjuntado la crisis del individuo freudiano con el enfrentamiento del héroe al fatum de la tragedia clásica. Hay acaso un conflicto más hondo: entre instinto de conservación y albedrío, entre singularidad y aceptación por la tribu. De ahí que el castigo termine redimiéndole. Pascual es de esos locos a los que el amor a la justicia ha llevado al crimen. Con su sacrificio se asume el cordero que en el curro espera su degüello. Un puro sometido a la ley. No más un individuo sino un engrane. La aceptación del contrato social.
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Si la primer y más célebre obra de Cela exige una lectura que recupera la orfandad del protagonista por su condición de existir –y no como un mala broma por sus acciones, La colmena atestigua falsa conciencia. La colmena es una obra coral, como lo es también Mazurca para dos muertos –esa novela de heteroglosia ejemplar–, pero sobre todo es la historia de una ciudad, la interpretación ibérica de esas novelas de ciudad cuyo maestro fundador es John Dos Passos. Estos personajes ambulantes, abandonados a su deriva, a una suerte miserable, estas mujeres tan busconas, tan conscientes, ay, de que su valor atraviesa por el sexo, ¿no son a su manera una acusación tan flagrante de las miserias de la guerra como las coplas que canta el desarrapao cantor callejero de seis años? En este Madrid textual nadie recuerda, salvo como un mal rato, la pasada guerra. Bien sabemos que aquello de lo que no se habla es lo que importa. Sin embargo no es necesario debatir el significado ideológico. Cela en sus obras más críticas desarrolló una maquinaria de destrucción simbólica. Aquí, en Pascual Duarte, en San Camilo o Mazurca, la significación se da a través de las conductas. Es por ello significativo que más allá de las voces altisonantes o de las pulsiones casi pornográficas lo que socava la moral del franquismo sea la irreverencia ante las instituciones. Nadie respeta a las autoridades o a la iglesia. No es la muerte, ese emblema en los desfiles de toda organización fascista –de los hunos a las hordas de Mad Max–, sino el erotismo –un erotismo macilento y mórbido– el que permea la novela entera.
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La circulación narrativa depende de los fluidos. En La colmena el amor atraviesa por la transacción y la promiscuidad, los roces furtivos, los escarceos con las queridas y las jovenzuelas pobres cuya única esperanza de progeso, cuya única posibilidad para escapar a su miserable existencia es el sexo.
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Interés, dinero, conveniencia. Los personajes poseen una complejidad moral que impide ceñirlos a una sola condición. Algunos, es cierto, son mezquinos. Codiciosos, como doña Rosa; ufanos como don José; canallas como don Pablo; mezquinos como la mujer de don Ramón. Incluso aquellos que en apariencia podrían parecer mejores, más espirituales, como un Martín Marco, un Ricardo, un Ramón Maello se revelan como canallas.
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No hay creaturas perversas o puras, únicamente individuos sensuales, en ocasiones buenos, en otros malos, mediocres casi siempre. La gama infinita entre los extremos del héroe y el villano, que hubiera dicho Julio Torri. En ese curioso mosaico se revela el verdadero espectáculo detrás de la fachada blanca y farisaica del franquismo: la violencia soterrada. No una fiesta, un aquelarre.
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Una de las obras mayores y sin duda mi favorita es San Camilo, 1936, a su modo una obra cumbre de la vanguardia en nuestro idioma. Apenas famosa y nunca situada en compañía de las muy bien promovidas novelas del boom, San Camilo, 1936 comparte afinidades con la experimentación del García Márquez deEl otoño del patriarca y el José Donoso de El obsceno pájaro de la noche. Hoy que toda la alharaca se ha acallado, habría que leer esta novela dentro de esa tradición y recuperar al Cela explorador de caminos, no sólo en el paisaje sino en la literatura.
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San Camilo, 1936 refleja la crisis del siglo. Estamos ante una de las obras que en nuestra lengua mejor registran la libertad individual mientras afuera el mundo estalla. No es San Camilo una novela histórica, tal y como nuestra novela hispanoamericana gusta de serlo; su asunto no es contar la vida de un personaje histórico sino recrear atmósferas y sobre todo dar testimonio de esas vidas no históricas que finalmente son las únicas afectadas en las revoluciones y las revueltas.
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Si patentiza un desencanto también deposita su fe en el hombre; en el hombre común, en el individuo. Aunque la narración abunda en oposiciones binarias expresas ya en las antonomasias del rey Cirilo y Napoleón, o en la acumulación de enunciados disyuntivos, finalmente el relato apunta a una consideración del obrar individual como única defensa posible ante la histeria de la historia. Uno no quiere ser mártir como Cirilo, uno no quiere ser héroe, como Napoleón, pero tampoco es un Cirilo que aspira a Napoleón, como Raskólnikov. Más fuerte que la inclinación al sacrificio es la necesidad amorosa.
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El protagonista de San Camilo se halla en perpetuo peligro de anulación, más cerca de la fragmentación que de la alienación. Al hablar de Narciso, el narrador señala a la muerte como una consecuencia de quien vive encerrado en sí mismo. La soledad no permite la salvación. Los actos del espejo son pálidas sombras, no movimientos de otro cuerpo. Es necesario vertirse en otro y salir del narcisismo, para trascenderse. El amor es ese milagro necesario. La fe, el orden restaurado que permite vencer los vicios de la libertad: el culto al yo, el hedonismo, la avaricia: la prisión en uno mismo.
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Coda
Cuando el personaje que asume un escritor se vuelve de tal modo famoso, la frontera entre la actitud y la persona se diluye. El personaje es siempre una manera de atraer atención hacia la obra pero si una vez cumplida la misión se permanece gravitando de la fama, la que termina a la deriva es la obra. El centenario de Cela debe comenzar con el entierro, de una vez por todas, de ese personaje irritante. Para que la obra de Cela viva es necesario que la memoria del Cela de carne y hueso muera. La fama es un vampiro. A Cela hay que desvampirizarlo exhumando su cadáver, asestándole un estacazo degolllando su cabeza.

El otro Vicente Riva Palacio

17/Julio/2016
Confabulario
Christopher Domínguez Michael

Pocos libros tan mal estimados entre nosotros, como Los Ceros (Galería de Contemporáneos), de Vicente Riva Palacio (1832–1896). Aparecidos en La República en 1882 y luego recopilados en un libro de hermosas características tipográficas, con ese título, la búsqueda de su verdadero autor  –el propio Riva Palacio o su ahijado el poeta Juan de Dios Peza (1852–1910) como engañabobos, comparsa o patiño– distrajo durante un siglo a los investigadores.
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Clementina Díaz de Ovando, al final, resolvió un enigma que no lo era con Un enigma de los ceros. Vicente Riva Palacio o Juan de Dios Peza (1994) y si bien su trabajo, junto a los de José Luis Martínez y José Ortiz Monasterio, enriquecieron el contexto, mucho se ha dicho de la forma y casi nada del fondo del libro. Todavía en 1889, a Riva Palacio en “La crítica literaria en México”, le preocupaba la pobreza de esa tradición entre nosotros, ignorante que él mismo había un paso de gigante en ese terreno, sin darse cuenta cabal, con Los Ceros.
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Los Ceros son retratos literarios. En poco se parecen a los que Sainte–Beuve, en Francia,  había comenzado a publicar en 1829, pues los del general mexicano estaban dedicados a autores o personajes públicos contemporáneos, algunos políticos que nos son del todo ajenos o escritores y eruditos como Payno, Justo Sierra hijo, Ipandro Acaico, Alfredo  Chavero, Juan A. Mateos, el crítico Francisco  Sosa, José María Roa Bárcena o el propio Peza, quien para destantear Riva Palacio trata con ambigüedad maliciosa, inventándose borgesianamente una  Historia de la literatura antediluviana, de un tal Reimanno pero poniéndolo, según escribió doña Clementina, como “chupa de dómine”.  Los Ceros son satíricos, polémicos e irrespetuosos, oportunos y oportunistas; tienen como fondo la batalla intelectual entre los viejos liberales, espiritualistas y krausianos contra los emergentes y juveniles positivistas.
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Pero los extraordinario en Los Ceros de Riva Palacio –aunque algunos en efecto los escribió Peza– es tomar a sus contemporáneos como el pretexto para hablar, chispeante, de la verdadera literatura. Su modelo fueron los Palos, de Clarín, permitiéndose conversar sobre si Macaulay se equivocó al profetizar la decadencia de la literatura española, abordar el problema de la nuevo pues se creía que la poesía desaparecería en el siguiente siglo acertando al menos en que dejaría de ser un género popular o disertando en torno a la personalidad como la palanca de la historia, sobre la fundación del cristianismo y su carácter fariseo, etcétera.
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Este liberal adicto a Lucrecio, estudioso de Persio y buen catador de las traducciones latinas, sufrió horrores ante monoteísmo semítico al grado insólito de sólo rescatar de la Biblia al Eclesiastés y decirlo sin ambages. Muchas cosas pueden sacarse de ese cajón de sastre, en apariencia, que son Los Ceros, desde la consideración, profundizada después por Pedro Henríquez Ureña de que “la melancolía, el tono menor y el ambiente y el ambiente crepuscular” caracterizan al mexicano y a su poesía, la aguda ironía dirigida contra sí mismo, insólita entre nosotros, las referencias, de pasadita, a la antigua literatura sánscrita de la India, las críticas al intelectual metido a la política como el joven positivista Justo Sierra, la escasa simpatía, sembrada de burlas y veras, por una vaca sagrada de la lírica local como el obispo neoarcádico de San Luis, la referencia a Mill padre como maestro en el arte de pensar, el romance castellano, su insistencia en el arte de traducir y sus dificultades, la relectura constante de  Herodoto, la invitación a la mesura política así como el recordatorio para nuestros románticos para que se olvidasen de la Edad Media europea y mexicanizasen muestra ya entonces hazañosa historia. Peza y Riva Palacio, pese a sus diferencias de gusto poético y su curiosa asociación, estaban decididos a que México déjase de ser, para Europa, “una China intelectual”.
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Herederos de los mendicantes del siglo XVI fueron más bien los conservadores, respaldados por el liberal Maximiliano durante el breve imperio, los más preocupados por rescatar a las lenguas indígenas. Con la excepción del Nigromante, que predicó ese rescate pero nada hizo para llevarlo a cabo, el liberalismo tendía a despreciarlas como Riva Palacio, aunque la indianidad, alimento nacionalista, de Juárez y Altamirano, tornaba delicado el asunto.
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El general prefería temas más urgentes como alertar a sus colegas sobre los peligros del periodismo como modo de vida  o presumir de su amistad con Zorrilla, el liberal español cuya llegada a México tanto molestó a Santa Anna, todo ello en un libro delicioso de leer que reivindica, pura y discreta, a la crítica como arte, sin pudor y sin retórica. Poco le importa a Riva Palacio si está hablando de mengano o perengano, lo que vale es el ejercitar la crítica citando a Spencer, debatir con Carlyle o repasar la historia de la Reforma luterana o del siglo de Pericles, reivindicar a Roa Bárcena o conmoverse ante José Rosas Moreno, un poeta menudo y amable.
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En fin, este general libre pensador ni a la música y a su orquestación le hizo el feo en Los Ceros. Por ello, a su muerte, los modernistas, beligerantes en un país donde el parricidio literario no es bien visto, lo despidieron con honores. José Juan Tablada dijo que al general Riva Palacio, sólo y sin otro futuro después de la muerte que reintegrarse a la materia, no lo sostenían los ritos religiosos, sino sus méritos. La siguiente generación, la de Alfonso Reyes y Henríquez Ureña, como suele suceder, lo despreció. El primero llamó a Los Ceros, fruto de sus “desordenadas lecturas” aunque “relampaguean” en ellos “algunos aciertos” provocados por un “talento raro para la burla y la crítica”. El segundo, sin más, le birló algunas ideas. Así se explica la dificultad que tuvo la generación del Ateneo, todavía anclada a la retórica, en comprender la crítica del siglo XX. Más cercanos, involuntariamente, a los telquelianos o a Pessoa que a su siglo, el general aseguró: “yo sé antes que los demás que no valgo nada, por eso me llamo Cero, símbolo y emblema de mi sabiduría literaria” y Peza, su cómplice, dijo, “sabed que mi pseudónimo es mi biografía”.

El caleidoscopio de Aline Petterson

17/Julio/2016
La Jornada
Elena Poniatowska

Parada sobre la estatura
del presente,
atisbo mi ciudad,
mi país,
el mundo.
El escenario se niega
A desplegar una esperanza.
(Del libro de poesía Ya era tarde)

Pocas escritoras tan bellas como Aline Pettersson. Será por su ascendencia sueca, será porque tiene algo de Liv Ulman o de Bibi Andersson, será porque a ella podría dirigirla Ingmar Bergman. Será porque tradujo del sueco al Premio Nobel 2011, Tomas Tranströmer. Será porque su poesía es tan pulida y desnuda que estremece –juicio de Aline sobre Tranströmer que también podría aplicarse a su propia poesía. Aline Pettersson, colaboradora de La Jornada, es también autora de novelas, cuentos y poesía y una figura de primer orden dentro de la literatura mexicana. Tengo muchas imágenes de ella con Josefina Vicens cuando la Peque –como todos la conocíamos– veía ya muy mal y era indispensable acompañarla de un lado a otro. Aline, con paciencia de ángel, la llevaba a conferencias, exposiciones, presentaciones de libros y no la soltaba un segundo, olvidándose de sí misma. Autora consagrada ella misma, dejó a un lado el pesado abrigo de la notoriedad para ocuparse de Josefina Vicens.

Cuando se puso en circulación su poemario Cautiva estoy de mí, donde se contempla el cuerpo del hombre amado, la reacción de críticos y periodistas que reseñaron el libro fue que si sus novias hubieran escrito semejante poesía, las hubieran cortado. Por el contrario, varias mujeres le agradecieron haberles dado palabras para contemplar a su pareja.

En todos los libros de Aline, poesía y prosa, está la sombra del erotismo. Deseo, De cuerpo entero, Los colores ocultos, Mistificaciones, Casi en silencio, Viajes paralelos, Más allá de la mirada, Sombra ella misma, Piedra que rueda, Querida familia, La noche de las hormigas, Las muertes de Natalia Bauer, Ya era tarde, publicadas por Grijalbo, el Fondo de Cultura Económica, Joaquín Mortiz, Diana, Alfaguara, que lanzó su obra reunida en 2008, y otras editoriales como las del Conaculta y la UNAM, que hacen que su obra ocupe un lugar primordial en la literatura mexicana.

–Nadie puede enseñar a ser escritor –dice Aline, quien ha dado talleres durante 25 años en la Sociedad General de Escritores de México–, pero sí a quitar vicios de escritura o ayudar a identificar ciertas flaquezas del texto. Cantidad de gente talentosa pasó por mis manos: Héctor de Mauleón, María Virginia Jaua (centroamericana muy inteligente), Bertha Hiriart, Rosa Nissan y otros. Ahora tengo un taller en mi casa, no sólo de jovencitos, sino también de gente formada que no se ha dedicado a la literatura, pero cuyo sueño no cumplido es escribir.

“El primero que me apoyó fue Salvador Elizondo, quien me abrió la puerta a otros autores. Él daba clase en la Universidad Nacional Autónoma de México, y leyó un cuento breve que le llevé. Viajé con una amiga a Pátzcuaro y en la carretera, una libélula se quedó apretada con el limpiaparabrisas. Entonces escribí el monólogo de la libélula que no entiende por qué se está deshaciendo y la persona que la está viendo horrorizada, porque nunca ha visto una libélula tan de cerca. Al tener yo la libélula en mis narices me di cuenta de su carita de geisha, blanca, blanca con sus ojitos rasgados. A Elizondo se le hizo interesante. También leyó Círculos y le gustó mucho, cosa extraña, porque su literatura no es precisamente cercana a la historia de Ana en Círculos.

“Prologó con una carta la publicación de Círculos. Por medio de él conocí a Juan García Ponce, a Juan José Arreola durante un tiempo, cuando su hija Claudia se fue a Jalisco. Me pidió que lo acompañara en su casa cuando le hicieran entrevistas, yo lo acompañé muchísimas veces y en agradecimiento habló muy elogiosamente de mi novela en su programa de radio. Además de ser becaria del Centro Mexicano de Escritores, Juan Rulfo me propuso como becaria en Iowa, y cuando me lo dijo no dormí en toda la noche. Sergio Fernández y Josefina Vicens siempre me apoyaron.

“También tuve buen trato con Octavio Paz. El hermano de mi madre, José Ferrel, muy cercano a los Contemporáneos, hizo una traducción de Rimbaud, creo que Una temporada en el infierno, lo publicó José Bergamín en su editorial cuando estuvo en México. Hacía poco que Octavio Paz había regresado de India y coincidimos en un hotelito en Cuernavaca, y la primera imagen que tengo de él, no de foto, sino de carne y hueso, es en traje de baño. Se veía guapo. Ahí estaba con Marie Jo. Me saludó, yo era una mujer joven y le conté que era sobrina de José Ferrel. Octavio Paz se emocionó muchísimo, porque mi tío había sido en cierta forma su mentor en la revista Taller. Después le enseñé un poema largo escrito en esos días y Paz me invitó a su casa, pero como siempre he sido tímida nunca fui.”

–¿Seguiste el camino de tu tío traductor José Ferrel?

–Traduje al premio Nobel, el sueco, Tomas Tranströmer, que ya estaba muy impedido.

–Recuerdo que en Islandia fui a la casa, muy modesta, del premio Nobel Haldor Laxness, y me impresionó su cama que parecía casi un camastro.

–Sí, así son los escandinavos. Me acuerdo de Tomas Tranströmer. Fue muy gentil. Lo conocí, vi a su esposa, porque él sufrió una hemiplejia y los últimos años de su vida se le paralizó el lado derecho y perdió el habla. Tocaba el piano desde niño y se consolaba interpretando a Ravel y otras piezas para la mano izquierda. Como hablo mal el sueco, una amiga me asesoró en la traducción. Tuve una mala experiencia con una traducción de un libro mío. Por ejemplo, para desierto y destino en sueco se usa la misma palabra. Tienes que conocer el contexto y no confundir el desierto de Sahara con tu destino final.

“Tengo un libro muy lindo, bilingüe, que me editó Rosa Beltrán en la universidad que conserva el título que le puso Tranströmer: La fúnebre góndola, basado en una obra de Liszt. Liszt y Wagner, Wagner era yerno de Liszt y La fúnebre góndola es una de las últimas que compuso. Le puso ese nombre en homenaje a Liszt en uno de los viajes que ambos hicieron a Venecia. Poco tiempo después murió Wagner, luego Liszt. Este es el libro del amor de Tranströmer por los dos compositores.

–Volviendo a Círculos, que salió en Punto de Partida de la UNAM, en otras editoriales me decían con mucha cortesía: ¿Pero a quién le puede interesar la historia de una mujer? Stefan Zweig tiene un libro que se llama 24 horas en la vida de una mujer, mi libro Círculos, sin quererme comparar –de ninguna manera– con Stefan Zweig podría haber sido ese el título, porque son 24 horas en la vida de una mujer, desde que se despierta hasta que se duerme y en ese lapso siente un vacío existencial tremendo, a pesar de que ama a su marido y a sus hijos. Estaban desesperadas, la única solución era tener o soñar con un amante, esa era la única posibilidad de romper la rutina. Cuando ese libro se publicó, me pasó una cosa conmovedora: algunos hombres que lo leyeron me dijeron: “Yo soy Ana –nombre de la protagonista–, porque así de tediosa siento mi vida, sin escape”, pero quienes más se identificaron con el libro fueron las mujeres.

“Mi padre nació en México, trabajó en una de las dos compañías de teléfono que había entonces, Ericsson, que era sueca. Desde niña fui una lectora voraz que prolongaba su historia a los personajes, a David Copperfield, Oliver Twist, Tom Sawyer, porque no quería que se me acabaran. A los 11 o 12 años me clavé con Emilio Salgari. Quise ser Sandokan, no Mariana, la que espera sentada en su casa. Después de largos años de estancia en Suecia con mis padres publiqué en la Revista de la UNAM dos estampas de mi abuela materna y de su madre, mi bisabuela, quien fue la única en apoyarme en mi amor a la literatura.

“Casi en silencio, otra de mis novelas refleja a un maestro que seduce simultáneamente a un alumno varón y a una muchacha. A la fecha muchos hombres gays me han hablado de ese libro porque les llegó muy hondo. Claro que la homosexualidad existe desde los griegos, pero yo le di un tratamiento que caló entre los lectores. Después publiqué mi novela Sombra ella misma en la Universidad Veracruzana, en la época de Sergio Galindo, quien me sugirió el título. La noche de las hormigas, que ahora cumple 20 años, tuvo mucha resonancia al igual que Proyectos de muerte, sobre un enfermo de cirrosis. Como estuve gravemente enferma tengo obsesión por la medicina. A mi personaje de La noche de las hormigas lo asaltan y le dan un balazo en la ingle. En el momento en que lo escribí, en la Ciudad de México hubo una racha de asaltos. Yo no sé si tú hayas conocido el asalto en Tizapán de Tomás Brody, esposo de Olga Pellicer. Mi hijo, que es físico, Axel de la Macorra, lo conocía, y en esos años todo el mundo tenía un conocido al que habían asaltado. Entonces dije: ‘Yo sólo tengo la escritura y quiero escribir de esto tan terrible y tan cotidiano’. Publiqué mi libro –cuyo trasfondo es la violencia– en 1996 y ahora el país está mucho peor.

“También he escrito libros infantiles. El primero que publiqué, El papalote y el nopal –sobre la relación entre un papalote que se eleva y la lluvia lo moja, cae y un nopal lo extiende entre sus pencas para que se seque, y la amistad se establece entre ellos–, se tradujo al japonés y me dio muchísimas y muy buenas regalías. El libro ganó un premio en la Feria Internacional del Libro de Caracas y otro en Tokio. Una escuela de verano para niños discapacitados también me invitó y he ido a muchas ferias infantiles a firmar libros que también compran muchos adultos.”

Novelista, poeta, cuentista, ensayista, traductora, tallerista, Aline Pettersson es una de las mujeres de letras más significativas del siglo XXI y referente indispensable para hablar de la condición femenina y el lugar secundario de la mujer en nuestra sociedad, pero también del erotismo como consta en su libro Cautiva estoy de mí: Éramos tu y yo pobladores/ de un edénico paisaje,/ el giro perfecto de una esfera/ armonía de los cuerpos siderales,/ temblorosa la acidez en un estanque/ nieve, renuevos, la carnosidad/ densísima del fruto./ Alégrate,/ que al final somos una mujer y un hombre.

sábado, 16 de julio de 2016

En poder de una novela

16/Julio/2016
Babelia
Antonio Muñoz Molina

El verano es la estación de las novelas. He dedicado algunos veranos fervorosos a escribirlas y he dedicado más veranos todavía a leerlas. Cuando se está escribiendo una novela es raro que se lea al mismo tiempo alguna de gran calado, porque cada una de esas dos tareas, escribir novelas y leerlas, requiere una dedicación casi idéntica, una entrega incondicional y duradera. Las fuerzas de la imaginación que hay que concentrar en inventar y escribir difícilmente pueden repartirse o distraerse. Dos inmersiones a tanta profundidad no son compatibles, y no hay tanta distancia entre lo que hace el novelista y lo que hace el lector. El novelista va siendo el primer y único lector de la novela que está escribiéndose. El lector vuelca tantas energías intelectuales y sensoriales en su tarea que él mismo se vuelve novelista y hasta personaje, tan activo y tan necesario como el pianista que le da vida sonora a una partitura. Una novela tiene algo de sueño, de esos sueños lúcidos en los que uno es consciente de que los está soñando y puede controlar su desarrollo hasta cierto punto, aunque no demasiado, porque si pone un esfuerzo excesivo en ese control el sueño se disipa. El sueño de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso íntimo de hipnotismo y contagio. Y si uno escribe con honestidad sabe que la novela no es suya del todo. Igual que el sueño, la novela le pertenece, porque ninguna otra persona habrá podido soñarla, pero no está del todo bajo su control. Nos proponemos escribir un libro, tomamos notas, tenemos hasta un título, escribimos docenas o cientos de páginas, y la novela se desmorona, o se malogra, una casa sin terminar en la que nadie quiere vivir, de la que tal vez se podrán aprovechar con el tiempo algunos materiales de derribo.
Pero el lector tampoco elige la novela que le va a gustar, la que va a estremecerlo, a ofercerle un refugio, un alimento espiritual que ya se integrará tan orgánicamente en él como los alimentos materiales que sostienen su vida. Igual que nos gustaría escribir ciertas novelas y no lo logramos, por mucho esfuerzo que pongamos en ellas —y si lo logramos es peor, porque serán novelas fracasadas, tengan o no lectores— también hay novelas que habríamos querido que nos gustaran mucho, sin conseguirlo a la primera ni a la segunda ni nunca; y no porque estén por encima de nuestra inteligencia o de nuestra capacidad lectora —todo el mundo, con algo de entrenamiento, puede disfrutar de cualquier obra de la literatura. El motivo es que entre esas novelas y nosotros hay una incompatibilidad profunda, que cuentan una historia o están hechas de un modo que no provocan la resonancia necesaria en nosotros. Tenemos entonces la tentación de mentir, de fingir. De mentir y fingir no ante los demás, que no sería tan grave, sino ante nosotros mismos. La sociedad literaria, como la sociedad artística, tiende al papanatismo y a la ortodoxia por debajo de su apariencia de máxima libertad, y hay coacciones ante las que nos inclinamos con una mansedumbre más perfecta porque es inconsciente. Nos gusta, con muchas frecuencia, lo que nos tiene que gustar, lo que otros dicen con seguridad rotunda que les ha gustado, o que es preceptivo admirar. Y hasta una pequeña dosis de simulación malogra por completo la experiencia de la contemplación o de la lectura.
La sensación de tiempo despejado y tranquilo del veraneo favorece esa libertad interior que hace posible la invención y el disfrute de las novelas. Otra cosa que tienen en común escribirlas y leerlas es que requiere un tiempo más o menos largo de entrega completa. La plena atención no puede ponerse más que en una tarea. Habrá distracciones, noches en terrazas, viajes, hoteles. Pero la tarea exigirá ella sola el tiempo que necesite, y nosotros velaremos para garantizárselo. Una novela es un organismo estético tan variado, tan completo, tan exclusivo como una sinfonía. Las sinfonías tardan en escribirse mucho más que en ser tocadas, pero lo que el compositor solicita del aficionado es parecido a lo que el novelista le pide al lector: exactamente toda su atención sostenida a lo largo de un cierto tiempo. Uno se educa para leer, como para escribir, o como para escuchar cualquier tipo de música que no sea de consumo instantáneo. El proceso del aprendizaje no termina nunca. Pero al mismo tiempo que se aprende se ahonda en la capacidad de percibir, de disfrutar, de distinguir lo que será valioso para uno mismo.
Proust, Joyce, Cervantes, Galdós, Verne, Woolf, Stendhal, Vasili Grossman, Melville, Thomas Mann, Flaubert: todas esas cumbres magníficas de la novela están asociadas en mi imaginación a la anchurosa libertad de espíritu de los veranos. El de este año está todavía casi empezando, pero ya me ha deparado el hallazgo de uno de esos mundos completos que solo pueden contener las novelas. En un hotel tranquilo, en una bahía de Mallorca, leí en unos pocos díasExtinción, de Thomas Bernhard, en una de esas traducciones de Miguel Saenz que crearon una nueva prosodia española, un ritmo y una intensidad inusitados para nuestra lengua. Extinción es como Los Buddenbrock comprimida y contada en primera persona por un demente. Me la llevé de vacaciones más bien por azar. Me sumí en ella como en un pozo en el que me faltaba el aire pero del que en realidad no quería salir. Esa potencia narradora y expresiva es el reino exclusivo de la novela, el cumplimiento de sus posibilidades máximas. En el hotel había un libro con fotos de huéspedes ilustres. Estaba Joan Miró, estaba Josep Pla. Pasé una página y vi de pronto a Thomas Bernhard. Así supe que había sido cliente del mismo hotel en el que yo leía su novela. Me gustó imaginar que Bernhard hubiera podido escribirla allí mismo, haber inventado algo de ella sentado al atardecer en una de las mismas hamacas en las que yo me sentaba poseído por mi fiebre lectora.

José de la Colina Contra sí mismo

16/Julio/2016
El Cultural
Geney Beltrán Félix

En 1998 aparece el libro Tren de historias. Su autor, José de la Colina, nacido en Santander en 1934 y llegado a México en su niñez, luce ya la estatura de un animador de la cultura nacional. Sus aportaciones cubren los territorios de la edición y el periodismo cultural, la reflexión sobre las artes visuales y el cine, la escritura ensayística y la ficción breve. Cuando ha ya dejado atrás la sexta década de vida, el escritor recopila en Tren de historias una generosa muestra de textos narrativos muy breves, algunos de un solo párrafo o una sola frase; es una propuesta, así, en los dominios de la minificción.
Tren de historias hace honor a su nombre: los relatos señalan un itinerario velocísimo. En este caso, por la historia universal a través de reescrituras paródicas de emblemas y estancias del mito y la realidad, desde el origen del mundo según el Génesis hasta un episodio cómico del escritor y su esposa con un gato en el camellón de una avenida en el sur de la Ciudad de México a finales del siglo XX, en un amplio compás que integra gozosas visitas a Lilith, Ulises, Orfeo, Diógenes, Atila, Don Quijote, Poe, Greta Garbo...
En la vena de las apropiaciones librescas instituidas por Borges, Tren de historias es un ejercicio de consistente expresión posmoderna: lo suyo es aportar relampagueantes incursiones en las esquinas de la cultura universal y trasmutar la erudición, el tópico y la referencia en una forma iconoclasta del gracejo (“Era un genuino cristiano: si le pisaban el pie derecho, ofrecía al pisotón el pie izquierdo”), a través de una exploración fresca, a ratos protoaforística, del absurdo, lo impensado y lo fársico incluso, siempre con una dicción lúcida, una mezcla de sutileza y concreción estilísticas.

EN EL REINO DE ESCHNAPUR

Una de las narraciones de Tren de historias es un relato de dos párrafos que lleva el título de “La tumba india”. Fiel a la inclinación del cuento popular, “La tumba india” es facticidad pura: una secuencia de hechos ávidamente enlazados merced al polisíndeton.
La premisa viene dibujada con la soltura de una voz que no se exige la más mínima procura de particularización, pues ya el cargo y la función definen la personalidad de cada integrante del drama: “Había en Eschnapur un maharajá que amaba con locura a una bailarina del templo...” El conflicto no tarda en asomar: se debe a la traición de los afectos: “... y tenía un amigo llegado de lejanas tierras pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron...” Las motivaciones y el paisaje no requieren verse enunciados, sino que se desprenden del fraseo natural de las acciones, prerrogativa lograda por la exacta presencia de los adjetivos: “... y el corazón del maharajá albergó tanto odio como había albergado amor y entonces persiguió a los amantes por selvas y desiertos y los acosó de sed y los hizo adentrarse en el reino de las víboras venenosas y de los tigres sanguinarios y de las mortíferas arañas...” Con el predominio de las acciones queda claro por qué hasta aquí no hemos tenido ningún signo de puntuación: “... y en el fondo de su herido corazón el maharajá juró matarlos porque ellos lo habían traicionado dos veces: en su amor y en su amistad...”, y a partir de que surge la primera recapitulación, la espiral de hechos se desencadena dando paso al hecho fundamental del relato, que conduce al único punto y aparte: “... por ello mandó llamar al constructor y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de Eschnapur una tumba grande y fastuosa para la mujer que él había amado”. El segundo párrafo arranca con el indetenible flujo de la breve trama, como lo marca el uso de la conjunción: “Y entonces el conductor dijo: Señor siento que la mujer que amáis haya muerto”, aunque ahora lo que predominan son las palabras de un diálogo en que reposa el sentido todo del relato:
... pero el maharajá preguntó: Quién dice que ha muerto y quién dice que la amo, y el constructor se turbó y dijo: Señor creí que la tumba sería un monumento a un gran amor, y entonces le contestó el maharajá: No te equivocas, porque la construye ahora mi odio pero cuando pasen tantos años que esta historia habrá sido olvidada y nada se sabrá de mí, de esa mujer y de ese hombre, la tumba quedará sólo como un monumento de que tal vez alguien recordará que fue erigido en memoria de un gran amor.
Un brevísimo apólogo, redondo en su estatura clásica, con un aire de perfección y esencialidad narrativa. Y, para el lector contumaz de José de la Colina: un regreso. El depurado regreso a la juventud creativa del amor.

FÁBULA DEL DESPECHADO

“La tumba india” es también el título de un cuento incluido en La lucha con la pantera (1962), el tercer libro de ficción breve de De la Colina. Los dos párrafos que acabo de glosar se encuentran ahí enmarcados en una línea ficcional más amplia: en una cafetería se escucha jazz y ahí un joven se reúne con su ex amante, quien ha decidido cortar su relación para casarse con otro hombre. Así, “La tumba india” original desarrolla dos hilos narrativos: uno real y otro mítico, donde el primero es una actualización, pródiga en detalles, de la sucinta fábula de la antigüedad que tiene Eschnapur como escenario.
Pero ahí no termina la cosa. La historia moderna ocurre a su vez en dos niveles: uno en los hechos y otro en el pensamiento del protagonista, a través de la herramienta del monólogo, con que se da rienda suelta al silencioso despecho, rayano en la misoginia, del abandonado. La destinataria de sus ultrajes está frente a él; sin embargo, el hilo de su interlocución, revelado por las cursivas, se mantiene mudo. Así, “La tumba india” revela el entramado de tres niveles: el mítico, signado por la concisa relación del maharajá; el diálogo entre el hombre y su amada; el pensamiento furibundo del muchacho. La escala va subiendo de intensidad en la expresión de la furia, y esto se debe a la abundancia y extensión del discurso, generoso en pormenores e imprecaciones. Mientras más actual el escenario, más prolijo el conocimiento de la historia, más minucioso el desarrollo de la ruptura. He aquí dos formas de la ficción: la fábula antigua, con la facticidad que exige darle sitio sólo al hilo básico del conflicto; el cuento moderno regido por la percepción y la psicología del personaje.
Entre ambas versiones, entre 1962 y 1998, está el año 1976, en que —según informa De la Colina— Edmundo Valadés extrajo de La lucha con la pantera los dos párrafos sobre el maharajá de Eschnapur y los publicó, ya como un texto autónomo, en El libro de la imaginación. Valadés vio la esencia del cuento original y le confirió, en un ejemplo de curaduría creativa, un estatuto propio en su antología hoy clásica de minificción.
Hay algo más: la transición del cuento moderno a la fábula esencial no es un accidente. Señala de forma exacta la evolución de José de la Colina, de esa deslumbrante juventud en que dio a la imprenta dos piezas dotadas de un aire ineludiblemente moderno, ejemplares en la ficción breve mexicana (Ven, caballo gris, de 1959, y La lucha con la pantera tres años más tarde), a la madurez tan díscola cuanto sobria del posmoderno autor de minificciones en Tren de historias.

UN STEVENSON DE SAN ÁNGEL

En Zigzag (2005), De la Colina incluye un texto, nutrido del ensayo, la autobiografía y la ficción, titulado “Tusitala”. A partir del ejemplo de Robert Louis Stevenson, el contador de historias en Samoa, recuerda el autor la figura de Don Primitivo, velador de una fábrica de cerámica en San Ángel, a quien de niño le escuchó incontables historias protagonizadas por el mismo narrador que, sumadas, habrían dado una contradictoria e imposible biografía: Don Primo habría sido “peón de hacienda, oficial del ejército porfiriano, guerrillero de Zapata, dorado de Villa, fraile de regla de silencio, pizcador de algodón en los Yunaites...”. El propósito de “Tusitala” no es tanto hacer el retrato de ese “continuo susurro de historias” que fue Don Primitivo, sino recuperar la que sería la “obra maestra de la narración”, “un episodio de sus andanzas por la revolución que trataré de reconstruir ahora tal como lo emitió el chisguete de voz y no como lo conté en un cuento en que cometí la tontería de meter aportaciones propias”.
Así, con el coscorrón al joven que en 1959 publicó el cuento “Ven, caballo gris” en el libro homónimo, el narrador veterano da paso a la voz recuperada de Don Primo. Es un discurso en que el velador, dadivoso en giros populares, se narra como un soldado que una misma noche habría robado varios caballos, tenido relaciones con una joven Adelita y dado consejos al general sobre cómo atacar la población cercana. El relato es ágil, tiene una innegable llaneza lúdica, y dibuja al narrador como un personaje de la picaresca, aunque no podemos negar que este texto, en su segunda, más verista, versión, se ha visto reducido a una linealidad, a una pobreza unívoca. Es la misma anécdota que en “Ven, caballo gris”, pero “Tusitala”, aunque interesante, carece de la fugaz elusividad de un cuento. Ahora De la Colina parecería impelido por una búsqueda de autenticidad, por un prurito casi puritano de verismo, que rechaza las dotes estilísticas e imaginativas que le confieren a “Ven, caballo gris”, su cuento de joven, una potente belleza. Son dos paradigmas enfrentados, por supuesto, y resulta imposible olvidar que “Tusitala” requiere de la existencia previa del cuento juvenil que el autor rechaza para reafirmar su carácter fidedigno, franco, lo menos artificial posible.
Si hablamos del joven José de la Colina, aparece, en primer término, su cualidad de extremo prosista, es decir, una voz literaria que, por encima de las distinciones genéricas o temáticas, despliega un flujo verbal en que se distingue una notable calidad sinestésica, una voluntad de apropiación de la riqueza perceptiva, memoriosa y emocional de la sensibilidad humana. La escritura se expande, incorporando adjetivos y frases subordinadas, recurriendo con gran musicalidad al polisíndeton y los juegos verbales, señalando las numerosas y distintas categorías con las que podrían exprimirse las aristas esquivas de lo que entra en los sentidos y se ve sugerido fértilmente en la razón y la imaginación. Podríamos soltar la hipótesis que dotes tan extraordinarias de aprehensión sensorial derivan de un temperamento particular, casi de condiciones genéticas, pero en el inventario de las causas no estaría de más mencionar la omnímoda curiosidad artística de quien ha sido un amante del cine y las artes visuales y que ha tenido una inclinación venturosa por las amplias parcelas de la cultura humanística universal.
Sin el referente explícito de Stevenson, “Ven, caballo gris”, el texto original, presenta por su parte la figura de Benjamín, un viejo velador pensionado de la Revolución, que al anochecer acostumbra contar historias a los chamacos de la vecindad. El cuento desarrolla dos líneas temporales: la primera es la actual, en un año que podría ser 1942, y cuando entre el frío y la bebida el anciano, según dice la voz omnisciente, espera volver a ver la imagen de un caballo gris casi legendario que deslumbra sus recuerdos y sus sueños, mientras a lo largo del día pesa la amenaza de ser desahuciado de un edificio ya en ruinas y de pronta demolición. La segunda línea nace de la propia voz de Benjamín, delatada en cursivas tipográficas, y es su versión del antiguo episodio revolucionario, con el robo de la caballada y el nocturno encuentro sexual con una jovencita. La construcción paralelística, un sello de la casa en esta fase juvenil de José de la Colina, afirma un vínculo entre el pasado y el presente bajo el que surge la tensión dramática. No es una cosa explícita, pero por eso mismo el cuento se nos presenta como una pieza rotunda en su construcción y al mismo tiempo huidiza en su posible significado: hay un resquicio de la juventud de Benjamín en su derrotada vejez, una franja esperanzada de la que el caballo gris es símbolo obsesivo.
Tanto en la segunda versión de “La tumba india” como en “Tusitala” el autor ha buscado ir hacia lo esencial, lo auténtico y lo directo. Pero en ese trayecto ha renunciado a la imaginación de lo sensible, es decir, a la particularización de las emociones presentes en la experiencia concreta, en beneficio de la limpia materialidad de los hechos más elementales y antiguos: han quedado fuera el estudiante despechado en una cafetería con jazz en el cuento de 1962 y el viejo velador que en 1942 ansía volver a ver en su alto insomnio la figura emblemática de un caballo gris. Ha quedado fuera el individuo que no sabe vivir el presente porque se dedica con pertinacia a roer los obsesivos huesos del pasado: el autor ha negado sitio a la contemplación del despecho, el desánimo y la derrota.

domingo, 10 de julio de 2016

“La crítica abierta” de José Gorostiza

Julio/2016
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

La crítica fue uno de los rasgos que caracterizaron la actitud y la obra de la generación de Contemporáneos, pues como escribió Jorge Cuesta, si bien no todos fueron críticos sí, al menos, “adoptaron una actitud crítica” y tuvieron “la voluntad de mirar las cosas con incredulidad y desconfianza”: todo lo pusieron en duda, con ellos todo entró en crisis. Y muchas de esas cosas las cimbraron antes de cumplir los treinta años pues, al decir de José Joaquín Blanco, “la precocidad de los Contemporáneos es más que un episodio biográfico; surge, naturalmente, de la particular disposición intelectual y anímica de cada escritor, pero al convertirse en una precocidad colectiva excede las historias personales y exige otro tipo de explicación” (en Crónica literaria, Cal y Arena, 1996, p. 160).

Esa precocidad fue un efecto natural pues desde 1914 el apogeo de la Revolución ciertamente había dispersado al Ateneo de la Juventud: Alfonso Reyes se va a España; Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos a Estados Unidos; José Juan Tablada a Venezuela y Colombia… Sólo se quedaron aquí Antonio Caso, cuyos libros de filosofía no le gustaron a Cuesta y a quien Samuel Ramos criticó con vehemencia; Ramón López Velarde, con quien convivieron muy poco por su muerte prematura y Enrique González Martínez, el único bajo cuya ala los jóvenes pudieron cobijarse. Xavier Villaurrutia le dijo a José Luis Martínez en una entrevista para la revista Tierra nueva: “en los primeros años de nuestra actuación los maestros mexicanos se encontraban fuera de la capital: Alfonso Reyes y José Vasconcelos… eso nos llevó a trabajar solos y a buscar en las lecturas al maestro”. La falta de un ambiente intelectual dinámico, evitó que hubiera una crítica sistemática a las manifestaciones culturales: todo estaba como anestesiado. Y todos se conformaban, nadie ponía en tela de juicio lo que se hacía. Era, agregó Cuesta, un medio “cuya cualidad esencial ha sido una absoluta falta de crítica”.

Gilberto Owen recordaba que “hacia 1921, año en que empezamos a medir nuestro México, no había en todo el país un solo viejo, ni un solo brazo cansado, ni una sola voz roída de toses. Nos habían dejado solos, como a los buenos toreros, ante una larga faena, ante una tarea que iba a ocupar ya todos los minutos de nuestra vida”. Y Cuesta rememora que un rasgo en común fue “no tener cerca de ellos, sino muy pocos ejemplos brillantes, aislados, confusos y discutibles; carecer de estas compañías mayores que decidan desde la más temprana juventud un destino”. Es por eso que José Gorostiza, al igual que Cuesta, Owen y Villaurrutia reivindicó la obra de esa nueva generación que “se formó por sí sola, sin anuencia de ellos, esta literatura incompleta, pero innegable de la juventud” y reclamó a los viejos intelectuales que cuando colaboraron “en los gobiernos de entonces no procuraron legar a la juventud un ambiente propicio” (en “Juventud contra Molinos de viento”, La antorcha, 24 de enero de 1925; todas las citas provienen de Prosa, edición de Miguel Capistrán, Conaculta, 1995, pero citaré la edición original para atenerme al orden cronológico). Gorostiza parece decir: “Lo que hicimos, bueno o malo, lo hicimos sin figuras tutelares, guiados sólo por nuestro impulso juvenil”. Así, pues, a la nueva generación, la de Contemporáneos le tocó hacer, incluso volver a hacer muchas cosas, por eso escriben y participan de todas las manifestaciones culturales que se les ponen en el camino (teatro, revistas, cine, crítica de artes plásticas, de política y hasta de deportes).

En su mayoría, los temas que pusieron en crisis fueron del ámbito público y por tanto esa crítica tuvo bastante difusión y resonancia. Sin embargo, también al interior del grupo hubo algunos puntos en los que no coincidían y, creo, esto se ajustó mejor al carácter reservado pero lúcido de Gorostiza. Torres Bodet confesó que leían los mismos libros pero rara vez subrayaban los mismos párrafos: en esos años, por ejemplo, Torres Bodet y Villaurrutia leen con avidez a André Gide pero las obras que les interesan del francés son muy distintas: el primero prefería los ensayos y al segundo le gustaban más las novelas comoLos alimentos terrestres, Los monederos falsos o el relato El regreso del hijo pródigo que el propio Villaurrutia tradujo. Cuando varios de ellos se llaman “grupo sin grupo”, “archipiélago de soledades” o “grupo de forajidos”, lo que quieren dejar claro son los puntos en común pero sobre todo las discrepancias pues aunque los unían algunas ideas sobre el arte incluso en ellas tenían puntos de vista distintos y en su crítica Gorostiza dejó claras sus posturas.

Unas semanas antes de morir, Ramón López Velarde le entregó al joven poeta que entonces era Gorostiza el manuscrito de su poema más conocido, “La suave patria”. Gorostiza era el editor de El maestro (la revista que editaba la Secretaría de Educación Pública de Vasconcelos) y pensaba publicarlo en el número de septiembre para conmemorar el centenario de la consumación de la Independencia pero ante la sorpresiva muerte del jerezano tuvo que publicarlo con premura en el número de junio (núm., 3, 1 de junio de 1921). Me parece que el gesto tiene un enorme valor simbólico: el maestro le pasa la estafeta de la poesía moderna al alumno, un notable integrante de la siguiente generación literaria. Desde luego, el jerezano estaría muy orgulloso al saber que, al igual que él, su discípulo es uno de los mayores poetas de la literatura mexicana y de la lengua española. Sin embargo, el altísimo poeta opaca al buen lector y puntual crítico que también fue Gorostiza. La crítica literaria que escribió Gorostiza es casi tan magra como su poesía, pero si se ubica en su contexto es fácil darse cuenta que estuvo muy atento a los temas que interesaron y polarizaron a sus compañeros de generación. Las reseñas de libros son el medio idóneo que encuentra Gorostiza para entrar con extrema discreción en esos debates pues en esas reseñas expresa sus ideas entorno a los temas estéticos que les interesaban.

Fue justamente la generación de Gorostiza a la que le tocó señalar, desde temprano, el lugar preponderante de López Velarde en las letras mexicanas. Primero Gorostiza, y por esos días Villaurrutia y años después Cuesta, escribieron ensayos puntuales para acentar la obra poética de López Velarde pero a la vez para unirse volutariamente a esa estirpe: ya que “la juventud” (o sea, ellos, los Contemporáneos) reclamaban para sí la obra de López Velarde pues si de una poesía querían sentirse deudores era de ésta. En “Ramón López Velarde y su obra” (Revista de Revistas, 29 de junio de 1924), lo ve como un payo, es decir, un provinciano que llega a la ciudad y la observa con sus cinco sentidos. Con tino y buen ojo crítico Gorostiza afianza la obra del zacatecano a tan sólo tres años de su muerte, pues en su poesía descubre “una nueva armonía de las palabras” gracias a la cual le descubrió cualidades ocultas a los objetos. Sin embargo, asegura, “la patria fue, sin duda, el descubrimiento más plausible de López Velarde, porque, teniéndola al alcance de la mano, nadie antes de él quiso enterarse de su existencia. Repetíase indefinidamente la primavera o el otoño de los poetas franceses junto a la oda a Morelos, cuando Ramón descubre la patria suave. Le dijo sus mejores versos como para reafirmar las alusiones y alabanzas de su obra entera.” Si a los Contemporáneos se les acusó tantas veces de extranjerismo, de afrancesamiento, fue porque no les interesaba el patriotismo sino la patria íntima, el México más auténtico y no el folclórico, y sin duda eso lo supieron ver en la poesía de López Velarde y en la narrativa de Mariano Azuela.

Dos temas hicieron que se polarizaran los ánimos al interior de los Contemporáneos: la “poesía pura” y las noveletas poéticas que publicaron. Gorostiza no era nada adepto a la poesía pura, como Cuesta, Owen y Villaurrutia, y aunque en su momento había reseñado Biombo (1925), un libro de poemas de Torres Bodet, dejó más claras sus hipótesis al comentar la publicación de Cripta (1937) en una larga reseña titulada “La poesía actual de México. Torres Bodet: Cripta” (El Nacional, 20 y 27 de junio y 4 de julio de 1937). La teoría de la poesía pura estipulaba que la poesía no debía contaminarse de sentimientos o vivencias personales, debía ser más intelectual que emocional; era una teoría que venía desde Baudelaire y Mallarmé, pasando por Edgar Allan Poe y Paul Valéry, pero Owen la llama “la ley Cuesta” según la cual les exigía “ordenar la emoción, reprimirla hasta el grado en que parezca haber sido suprimida, simular que no existe, disimular su presencia inevitable, para que el ejercicio poético parezca un mero juego de sombras”.

Al comentar Cripta, Gorostiza ve que con ese libro Torres Bodet “no exalta, ni define, ni demuestra, como es hoy costumbre en México, ningún programa de poesía”. Sin mencionarlos, se refiere a la definición y exaltación de la poesía pura que hicieron Cuesta y Owen, y a la demostración de ese tipo de poesía que fue Reflejos, de Villaurrutia. Si Gorostiza elogia ese libro, es porque no hay poesía pura “sino poesía fundada en las raíces mismas del sentimiento o ‘contaminada’ –si así lo quieren algunos– de una sencilla humanidad”. Reseñar el libro de Torres Bodet es sólo un pretexto para que Gorostiza pueda hacer patente su crítica contra la poesía pura, pues él piensa que la poesía siempre va a nacer “en las zonas más vivas del ser: el deseo, el miedo, la angustia, el gozo… en todo lo que hace, en fin, hombre a un hombre”. Todos esos sentimientos que ennumera Gorostiza, Valéry los llamaba “elementos no poéticos”.

En 1927 empezaron a publicar las novelas poéticas que habían escrito bajo la influencia, sobre todo, de Proust y James Joyce, pero también de los franceses Paul Morand y Jean Giraudoux: la primera en aparecer fue Novela como nube, de Gilberto Owen, a la que le siguieron Margarita de niebla, de Jaime Torres Bodet, Dama de corazones, de Xavier Villaurrutia y Return ticket, de Salvador Novo (aunque esta última más bien habría que considerarla como una de sus primeras crónicas). Gorostiza no escribió un relato poético pero supo observar con detenimiento las características de este impulso y, así, en “Alrededor del Return Ticket” (Mexican Folkways, 4 de diciembre de 1928) empieza a ver ese proceso que luego seguirá rastreando al reseñar las novelas poéticas de dos escritores españoles cercanos a la Revista de Occidente: “De Paula y Paulita” (Contemporáneos, agosto de 1929), de Benjamín Jarnés, y “Luna de copas” (Contemporáneos, septiembre de 1929), de Antonio Espina. La narrativa del grupo, surguida como respuesta a la novela realista de la Revolución, fue un ejercicio narrativo que emprendieron de la misma forma en que lo hicieron varios escritores alrededor del mundo.

Sin embargo, para Gorostiza no ve en ninguna de las noveletas de sus amigos la culminación del experimento. Él está convencido de que las auténticas novelas de vanguardia eran La rueca de aire (1930) de José Martínez Sotomayor y La señorita etcétera de Arqueles Vela. A Martínez Sotomayor comienza por considerarlo el “hermano menor” de “los espíritus más avanzados de la joven generación” (“Morfología de La rueca de aire”, Contemporáneos, junio de 1930). Gorostiza cree que La rueca de aire “no pretende ser la resolución de un problema estético de carácter general, sino la narración de una experiencia íntima de José Martínez Sotomayor. Es una obra de arte, no un manifiesto”. Es decir, es un ensayo, un experimento, porque la idea en común de todos ellos era que novela en lengua española pasaba por una etapa de transformación. Por eso en esas obras sólo podían ser tanteos pero acometidos con arrojo, arriesgando para después, cuando el fruto haya madurado, participar de la literatura futura. Y esa literatura futura será la que escriban Juan Rulfo y luego Carlos Fuentes.

En los anales de la literatura mexicana se ha consensuado que Cuesta fue un puntual crítico de las circunstancias sociales y políticas del México de los años treinta, pero como se ha visto a lo largo de estas líneas, Gorostiza fue, junto con Villaurrutia, el mejor crítico literario de la obra de sus propios compañeros.

domingo, 3 de julio de 2016

¿Tradición, vanguardia?

3/Julio/2016
Confabulario
Jorge Fernández Granados

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No busco el camino de los antiguos: busco lo que ellos buscaron nos dice el poeta japonés Matsuo Basho. He aquí una elegante observación de lo que significa esencialmente el concepto de tradición. Solemos confundir tradición con acervo. Nada más opuesto. La tradición nos remite a un sentido ancestral de la cultura y no a un mero acumulamiento de obras. Lo que conserva una tradición no son sólo las obras en sí —manufacturas, costumbres, ideas—, sino algo que esas manifestaciones han querido representar, aquello que les dio origen dentro de la relación del hombre con el mundo. En otras palabras, la tradición más que el reconocimiento y el cuidado de ciertas realizaciones es la necesidad de que esas realizaciones existan.

Volviendo a Basho, es claro que una cosa es el camino y otra el lugar a donde el camino va. Todo camino sería una forma con la que se ha resuelto la necesidad de dirigirse a un determinado lugar. Pero el lugar a donde el camino va, el sentido o la dirección que lo conduce no es el camino y, de hecho, pueden existir varios caminos para llegar a un mismo lugar. El lugar a donde los caminos van sería, en este sentido, la tradición y los caminos, las realizaciones surgidas de la necesidad de dirigirse a dicho lugar. Por eso una tradición no es cuantificable; si acaso, calificable y reconocible. Se trata de una calidad alcanzada, de la particular eficacia con la que ciertos caminos se han aproximado a lo buscado. Consecuentemente, lo que unifica a una tradición no son sus caminos, sino el destino que los dirige.

El buscador escoge un camino pero ese camino de alguna manera también lo elige a él. Quien busca no elige un camino tanto como un sentido, y es este sentido el que lo hará hallar tarde o temprano el camino más adecuado. Encontrar ese camino es sólo una forma de resolver el viaje. No obstante, el camino es sencillamente el medio (la obra), mientras que el sentido es lo que la obra alcanza y revela. De esta manera lo que llega, por cualquier camino, al lugar buscado pasa a pertenecer a la tradición.

La tradición no necesariamente se destruye por un cambio. La mayoría de las veces el cambio es un reacomodo, una manera más o menos evidente de sustituir la ruta pero no de abandonar el destino. Se trata de movimientos necesarios de adaptación al tiempo. Las formas caducan en la medida en que el entorno y las circunstancias van cambiando. Una forma a fin de cuentas es una costumbre, un modo, un camino que ha sido probado y funciona. En tanto que el orden que les dio origen permanezca, las costumbres son vigentes. Pero, ¿qué sucede si las circunstancias cambian? La forma o camino ha de adaptarse de igual manera. Vemos así a lo largo de la historia numerosas renovaciones, rupturas, modas y estilos que son el movimiento mismo de reacomodo o reinterpretación del camino frente a su fin, de la herramienta frente a su materia. Para mí es particularmente emocionante ver la vitalidad con que una cultura desconoce y deshecha formas que ya no le sirven, caminos que ya no la llevan a donde quiere ir. En esa movilidad hay una inteligencia intuitiva entre los lenguajes y sus códigos que siempre tienden a moverse hacia la mayor eficacia expresiva o comunicativa de su momento y parecen sólo obedecer, como el fluir del agua, a una ley dinámica y reintegrativa. Como en la naturaleza, vivir significa adaptarse.

Tal vez el hecho más asombroso de la vida de una tradición lo constituye este reacomodo interminable, verdadera metamorfosis de los medios para perseverar en los fines. Una cultura, como un gran organismo, está generando todo el tiempo sus propias mutaciones y cambios. Sin embargo, bajo una especie de mecánica darwiniana, son sólo los cambios exitosos los que sobreviven. El éxito en este caso es una combinación del cambio adecuado en el momento oportuno. En cualquier época ha habido artistas originales y propositivos; pero su originalidad no tenía mucho sentido en ese momento; de manera que fueron olvidados. Siglos después, otros artistas igual de originales y propositivos aparecen y son reconocidos como genios. ¿Contradicción? No. simplemente que lo que en un lugar y un momento determinados resulta eficaz en otros no.

Las expresiones, lo sabemos, son dinámicas y siempre interdependientes del resto de la cultura en general. Estrictamente hablando, ninguna realización artística contiene o posee por sí misma a la tradición, puesto que ella se comporta como una ecuación compleja entre los individuos, sus lenguajes y las cambiantes circunstancias del entorno. La tradición en todo momento se presenta más bien como una lectura desde el presente de una necesidad de continuidad, de cierto orden evolutivo y, sobre todo, de un sentido en el tiempo de determinadas obras, a las que les atribuimos un significado vertebral, precursor y afirmativo de nuestra identidad, pero a las que sólo podemos atribuírselos desde el presente. Usando nuevamente nuestra figura de Basho y el camino podemos decir que para afirmar cuál camino ha sido verdadero y cuál no hay que haber elegido primero un punto de llegada, una meta desde donde sea posible trazar una perspectiva y juzgar el recorrido de cada ruta. Ese punto de llegada es el presente.

¿Y cuál sería entonces la razón de ser de una tradición? Si la cultura es esencialmente cambiante, si las realizaciones del arte son tentativas de sentido cuyo éxito o fracaso depende de incontables factores que son asimismo impredecibles, y si además todo depende de la perspectiva del presente desde donde juzgamos, ¿qué es lo que conservamos y por qué?

Lo único que podría afirmar a este respecto es que bajo el nombre de tradición lo que guardamos es una gran pregunta sobre nosotros mismos. Como señalé antes, la tradición más que el reconocimiento y el cuidado de ciertas realizaciones humanas es la necesidad de que esas realizaciones existan. Lo verdaderamente nuevo trabaja en última instancia para lo ancestral.
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Un lector atento de poesía contemporánea se verá enfrentado a una recurrente singularidad: cuando busque lo nuevo, no necesariamente lo encontrará en las generaciones más jóvenes. Novedad y juventud pueden coincidir, pero no son una misma cosa. La juventud, en la literatura, no existe. Existe la originalidad, y a veces cierto espíritu de renovación o cuestionamiento; pero estas cualidades no tienen por qué coincidir con la juventud, que es, en todo caso, una etapa biológica del autor —quien no puede elegirla ni evitarla— mientras que la originalidad, como atributo alcanzado por una obra, suele ser el resultado de una madurez creativa. Esto no es tan raro si se tiene en cuenta que, en lo concerniente al uso de los recursos del oficio, el joven está descubriendo mientras que el maestro está eligiendo. La originalidad del joven no pocas veces es resultado del mero hallazgo, mientras que la del artista maduro conlleva el pleno voto de su voluntad. Cuando un artista en su madurez nos propone algo significativamente original podemos estar seguros de que esa originalidad es genuina y está ahí por una convencida necesidad. No es un punto de partida, sino el de llegada.

Por otro lado, es evidente que no habrían poemas nuevos de no haber poemas antiguos y seguramente los que hoy se escriban afectarán a los que mañana estén por escribirse. La poesía es un oficio milenario al tiempo que un puro gusto que se retoma de una generación a otra por quienes encuentran en ella un valor o alguna razón para que siga existiendo. Por eso, como los caminos de Basho, tiene que cambiar: para seguir siendo lo que ha sido. El día que deje de transformarse ese día estará muerta.

Un lastrante malentendido de cierta idea elemental de tradición radica en que la obra de arte no es un monumento de la “creación” individual sino un espacio problemático de la cultura. Un gran poema —pongamos por caso las Soledades de Luis de Góngora o Trilce de César Vallejo— fue en su tiempo un experimento arriesgado que tenía buena parte de las apuestas en su contra. No podía ser de otro modo. El ámbito natural del poema es colonizar un territorio que aún no ha sido explorado. Hablamos, ni más ni menos, que del lugar donde la disputa por la transparencia, la trascendencia y la eficacia del idioma miden sus límites y alcances. No hay que olvidar, sin embargo, que el idioma es también una historia colectiva.

Contrariamente a lo que se cree, una de las propiedades más orgánicas de la tradición es que esinteractiva, o —para usar términos más tradicionales— es un espacio de interacciones constantes y dinámicas, como un ecosistema donde un mínimo elemento introducido puede desencadenar consecuencias insospechadas. El terreno de las influencias es por lo mismo impredecible y recíproco. Escribir requiere ser permeable a todo lo escrito, hoy y hace mil años, así como participar si no del futuro a largo plazo por lo menos de la transmisión hacia el futuro inmediato de lo recibido. Aquí, como en ninguna otra parte, nadie sabe para quién trabaja. Del mismo modo que en el mencionado ecosistema, todo lo que existe incide, tarde o temprano, en el conjunto. Así, el conocido “efecto mariposa” ocurre también en la literatura.

No está de más insistir en que hay (fatalmente) generaciones porque hay (fatalmente) experiencias distintas de lo circundante. Uno no elige una: se percata algún día de la suya no por las preconizadas poéticas, preceptivas o manifiestos ni en general esos casi universales programas para habitar el mundo que a veces la animan, sino por los detalles. En los detalles se percibe la firma y la frontera de una generación frente a otra; porque allí, y no en las teorías, se leen las verdaderas mutaciones de la escritura, las huellas digitales de las nuevas fórmulas que están puestas en juego para comunicarse.

Deteniéndonos un poco en esta cuestión, y para ser justos, el estilo no es simplemente el modo de decir las cosas, sino la original eficacia con la cual vuelven a ser claras para un nuevo público. A este respecto, suele discutirse a la forma como el paradigma de las desavenencias generacionales. Algo hay de bizantino en este asunto. Todo: tiene forma; y es ingenuo suponer que se la ha superado sólo por no manipularla conscientemente. Lo más que se logra con la improvisación nunca es la plena libertad, ni siquiera unverdadero caos, sino un desorden cándido que, rigurosamente examinado, suele ser elemental y reiterativo. La espontaneidad, como las acrobacias, sólo les sale bien a quienes tienen práctica.

Por cierto, una generación no tiene por qué romper con la anterior a menos que haya algo que decisivamente las separe. Lo curioso es que en la mayor parte de los casos la supuesta diferencia no es realmente una diferencia sino un ajuste: el pertinente ajuste para que la literatura siga siendo vigente en aquello que el paso del tiempo ha deteriorado y urge remozar. El deber de la nueva generación es entonces reconocer esa grieta y, por un lado, evidenciarla, hacerla un hito, poner ahí el alma en guerra si se quiere; pero, por otro, hallar los nuevos caminos para mantener precisamente la continuidad del arte escrito. De alguna manera es un juego dialéctico: la diferencia otorga la identidad pero esa diferencia sólo es un ajuste ya necesario entre los fines y los medios de la literatura.

Ahora que, vale la pena preguntarse, las cosas que discute una generación con otra, ¿son de fondo o de procedimiento? En México la mayoría de los movimientos literarios no han pasado de ser reyertas de procedimientos. Los cambios más perdurables y significativos los han realizado autores en solitario (desde Sor Juana hasta Coral Bracho). Las polémicas generacionales en nuestro país son más políticas que estéticas. Anunciar una nueva generación tiene para mí algo de campaña publicitaria. Inventar familias ahí donde sólo hay individuos es propio más bien de los programas poblacionales del conapo. Cada lector sabrá, en su personal bestiario, a qué criaturas literarias elige y decide frecuentar, de hoy y de cualquier época.

José Rubén Romero y el exquisito grotesco

3/Julio/2016
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Dentro de la amplia obra de José Rubén Romero (México, 1890-1952) tanto como escritor, activista y embajador, destaca en la búsqueda del humor La vida inútil de Pito Pérez (1938), no sólo por apartarse de los escritos sobre la Revolución del propio autor, sino por contener una visión diversa a la usada por sus contemporáneos para hablar de esa Revolución que marcó a una generación de escritores.
La vida inútil... fue un éxito y ello se ha reflejado, además de los enormes tirajes agotados, en las tres adaptaciones cinematográficas que, sin embargo, pierden la gracia de la narrativa de Romero, quien para 1938 ya tenía mucho camino recorrido como escritor.
A partir de la propia biografía, contada por Pito Pérez a cambio de botellas y copas, no sólo nos enteramos de la sociedad rural de Michoacán (el autor nació en Jiquilpan, tierra del Lázaro Cárdenas), donde lo mismo aparecen los abusivos comerciantes, que los vagos borrachos como el personaje central. No por ello será una obra moralista: la madre era tan buena que prefería cuidar a otros niños en lugar de los propios. Sus hermanos son educados uno para sacerdote y otro para abogado: así el primero los cuidaría “de tejas arriba” y el otro los defendería “de tejas abajo”. A Pito Pérez, para tener ambos mundos al alcance, lo hacen acólito: ni echa chile al incensario, para hacer llorar a los devotos y al sacerdote, ni se orina en la sacristía, ni se roba el dinero. Bueno, al principio. Pito usa la sotana todo el tiempo, no para mostrar su devoción, sino por falta de pantalones. Pronto se lleva las limosnas, casi obligado por otro acólito de más edad, a quien obedece, entre otras razones, por carecer de “personalidad legal reconocida para acusar a los hombres ante los tribunales del fuero común”. Al ser sorprendido, prefiere irse a conocer mundo, donde pronto hará su “entrada triunfal al país de los borrachos. Desde entonces, por mi boca habla el espíritu… del vino y, como los profetas de la antigüedad, paso la vida iluminado”.
Los diversos trabajos se suceden, pues Pérez no logra conservarlos. Ya sea por encamarse con la esposa del patrón (uno tan gordo que lleva años sin ver a su “Jesusito ni retratado en un espejo”) o beberse los preparados con alcohol o tomar adelantos de pago.
La narración se vuelve descriptiva de la vida rural michoacana, pero también sirve para criticar la estratificación social, los abusos eclesiásticos (el cura con el que trabaja Pérez pide dinero e insulta a los feligreses, incluso en latín para hacerse el sabio aunque no entienda las frases que se aprende de memoria) y, vaya casualidad, la pésima administración de justicia, con jueces corruptos y necios, y ayudantes peores: Pérez aconseja a los pobres (pues los ricos todo logran con su dinero) que cumplan la ley, “pero que se orinen en sus representantes”. De lo local pasamos a lo nacional y, así, a la visión de una universalidad donde se padecen los mismos problemas en muchos lugares, además de los tocados por el narrador.
Pérez dedica un capítulo a sus transitares carcelarios, donde le toca interpretar a Jesús en Semana Santa y, al ser crucificado, altera todos los diálogos, empezando por el “Padre, castígalos; se hacen que no saben lo que hacen”.
Romero sorprende por incluir en esta obra casi pedestre, su versión de los cielos. Un San Agustín a la mexicana, mezclado con Jiménez, el de Picardía mexicana. Reclama a sus interlocutores: “¿Puede usted decirme cuál es mi realidad y cuál mi ficción?” Rasga el cielo y se asoma a la gloria: los árboles son de verde artificial; el prado, un tapete estilo Luis xv; ve a los Santos discutir; advierte en el rebaño de ovejas blancas a los distintos tipos de personas: si son esposos engañados, tienen cuernos; si son adúlteras, tienen la sonrisa; hay carneros lanudos, son los ricos que donaron a la iglesia; carneros con charreteras por haber muerto después de combatir a los enemigos de los cristianos; carneros con los genitales dorados y corona de mártir, son los casados con ricas que fornicaban por obligación; las vírgenes virtuosas son ovejillas que se refregaban contra los árboles. Al preguntar por las ovejas negras, un cura le contesta que esas son los pobres de la Tierra y que están en el Purgatorio o en el Infierno, pues los pobres “lo merecen todo” y si se rebelaran, terminarían en el Infierno, así que más les vale estarse quietos.
La vida inútil de Pito Pérez es una obra sobre lo grotesco, pero con peculiaridades delicadas que muestran a Romero como un escritor vigente