sábado, 4 de diciembre de 2010

¿Alguien extrañará a las humanidades?

4/Diciembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

Un fantasma recorre a las universidades: el réquiem de las Humanidades.

La prestigiosa Universidad Estatal de Nueva York —SUNY, sus siglas en inglés— anunció el cierre de los departamentos de Teatro, Clásicos, estudios franceses, rusos e italianos.

El presidente de SUNY, en Albany, argumenta que debido a la crisis económica y a la poca demanda de estos programas académicos no ha quedado más alternativa que cancelarlos en todos sus niveles.

La discusión en Estados Unidos gira en torno a la “inutilidad” social o económica de las Humanidades que, se alega, no preparan a los estudiantes para puestos laborales en el “mundo real” ni contribuyen al avance práctico de un país.

Se dice que los programas de ciencia dentro de las universidades, por ejemplo, no sólo innovan la forma en que vivimos sino que, además, llevan dinero a las universidades, mientras que las Humanidades cuestan.

Los defensores de las Humanidades recuerdan que las universidades no pueden funcionar como empresas. Y aunque no producen nada práctico —fuera de análisis de textos o fenómenos culturales— las Humanidades ennoblecen: generan mejores ciudadanos, personas más integrales.

Este argumento, sin embargo, es bastante dudoso. ¿Los egresados de Humanidades realmente son seres humanos más completos que los de otros programas académicos? Lo dudo bastante.

No hay base científica para pensar que participar de la temática humanista modifica sustancialmente la forma de ser de una persona. Además, las Humanidades ni siquiera son ya misas laicas, aunque el Humanismo se lo propuso.

En el siglo XX la doctrina humanista —que no tenía más método que hablar, escuchar, escribir o leer: ilustrarse— fue desacreditaba por el propio avance —desde el marxismo hasta la deconstrucción— de la teoría.

Hoy las Humanidades están en un profundo problema. Corren el riesgo de ir saliendo, una por una, de muchas universidades.

Una de sus defensas más sólidas es que sirven de memoria, de aparato para conservar información cultural.

Ese argumento, sin embargo, identifica a las Humanidades con el pasado.

Independientemente de la crisis económica que acelera la salida de las Humanidades de ciertas universidades, el debate no puede descartarse.

No digo que las Humanidades deban abandonarse. Pero los argumentos contra su enseñanza-aprendizaje no deben ignorarse. Tienen base lógica, aunque esto encabrite a los humanistas.

¿Debemos conservar las Humanidades a toda costa? Según la Universidad Estatal de Nueva York, no. Otras universidades probablemente sigan esa ruta.

Los argumentos a su favor parecen puramente nostálgicos y, en cierto modo, dogmáticos. Más vale que las Humanidades vayan preparando una mejor defensa.

Por ahora, ya encabezan la lista de especies académicas en peligro de extinción.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Comer bien

29/Noviembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

La comida no me deja pensar. Las cartas abundantes y las mesas plenas en viandas nos pueden sumergir en un oscuro mar de inanición creativa. Acaso por dicho motivo he intentado mantenerme al resguardo de la seducción culinaria. Además de eso, la pedantería gastronómica ha llegado a niveles de inmenso ridículo y en la actualidad los cocineros se dicen artistas porque mezclan el cilantro con la frambuesa. Y ni qué decir de los vinos que se prestan a la palabrería sin límites. Hay que regar la comida con vinos, por supuesto, sentir sus efectos, pero en lo personal me niego a sostener una conversación acerca de las virtudes de las uvas cada vez que doy un sorbo a la copa. El placer de los sentidos abandona su ser animal y busca un sentido espiritual y humano en el gusto, pensaba Baltasar Gracián. Ese es el principio del arte culinario, pero lo contrario no deja de ser también evocador: comer con la pasión y ansiedad de una bestia que sólo busca saciarse para vivir. Yo no despreciaría tan fácilmente esta felicidad sin palabras, este comer por mera atracción corporal.

Escribe Hans-Georg Gadamer que el buen gusto está siempre seguro de su juicio, es un aceptar o un rechazar que no conoce razones ni vacilaciones y que no está pendiente de los demás. No existe propiamente un mal gusto sino, en todo caso, una ausencia de gusto. Formarse un gusto requiere de un camino largo, personal e intransitable por otro que no sea uno mismo. Los alemanes son mejores filósofos que los franceses porque apenas si se detienen en la comida. Esta es una afirmación mía y de tan general es absurda, pero si Charles de Gaulle opinaba de Francia que un país con tal cantidad de quesos es ingobernable, entonces lo contrario tiene también sentido: en un país sin muchos quesos ni vinos las ideas pueden gobernarse e incluso ordenarse en un sistema.

Yo pruebo vinos desde hace veinticinco años y nunca se me verá dando cátedras sobre lo que ofrezco a mi estómago. Me alienta el pensar que puedo hozar en un plato con alegría animal y que al mismo tiempo sé exactamente que es lo que me gusta y qué es lo que no tolero ni a dos metros de distancia (siempre habrá un par de excepciones). El gusto se gana con el tiempo. Un cocinero creativo es en verdad una rareza porque si no dispone de un gusto nacido de la experiencia, de conocimiento y sencillez difícilmente podrá crear objetos placenteros. De entrada los cocineros que se consideran a sí mismos artistas y obran en consecuencia pueden hacerse a un lado ya que han dado de entrada un mal paso. La primera regla que debe seguir un buen cocinero es considerarse obrero no artista, y la segunda es seguir siendo obrero. Y la tercera es morirse siendo un obrero. Por estas razones es que no se come bien en los restaurantes de moda y por lo común resulta menos decepcionante ir en busca de las tradicionales y modestas fondas de toda la vida (yo he dejado de ir porque la televisión a todo volumen y la pobreza de los platos han ido ganando la batalla). Se ha hecho común que los cocineros de los restaurantes de moda se paren en tu mesa para recitarte los ingredientes de sus platillos. Son una monserga y si lo que desean es salir de la cocina para distraerse pues adelante —debe haber cerca algún parque— pero no a costa de quienes estamos en su mesa. Creo que es más sustancioso, aunque no es teatral, leer la descripción de los platillos en una carta y que cada quien tome su tiempo para decidir.

Debe ser una perversión, pero cada vez me gusta más la comida en la literatura que en la mesa. Cuando leí las memorias de Robert Seelig acerca de sus paseos con el escritor Robert Walser, me sorprendió la sencillez de sus alimentos en las tabernas o restaurantes que iban encontrando a su paso en los alrededores de Appenzel, en Suiza. Vermut, sopa, filete, papas, pastel, helado de vainilla y un vino de Neuchâtel. Ahora es tan difícil la sencillez. Y nadie debería preguntar a los cocineros o meseros sobre sus recomendaciones para la comida pues casi todas las veces elegirán una tontería costosa la cual tienen a la mano justo para engañar a los incautos. No hay que fiarse de los gustos ajenos y esto incluye a los mismos cocineros. Lo más rentable es leer la carta con cuidado, basarte en tu intuición y sobre todo rezar un par de buenas oraciones para no morir envenenados. En México todavía con un poco de suerte se come bien en algunos mercados, en las fondas y en uno que otro restaurante guiado por buena mano. Las manías serviles, presuntuosas y en esencia profundamente ignorantes son en realidad el pan de todos los días en los restaurantes caros. Y las excepciones van en caída.

sábado, 27 de noviembre de 2010

"Por lo pronto, ya estamos aquí"

27/Noviembre/2010
Babelia
Juan Villoro

De acuerdo con Friedrich Katz, autor de La guerra secreta en México y biógrafo de Pancho Villa, la Revolución mexicana es la única del siglo XX que mantiene vigencia porque sus ideales (justicia social y democracia auténtica) aún deben cumplirse.

¿No bastan cien años para erosionar la esperanza que llegó con la metralla? Los graves rostros de los héroes han "decorado" demasiados murales en las oficinas públicas y han comparecido en billetes color morado o verde limón que valen cada vez menos. Ciertas figuras pasaron al folclore de los irresponsables: el general Sóstenes Rocha, que bebía tequila con pólvora, inspiró un personaje de Valle-Inclán, y su colega Gonzalo N. Santos pasó a la historia del cinismo político con aforismos de este tipo: "La moral es un árbol que da moras". Las mafias sindicales, el reparto de tierras inservibles, el uso discrecional de los bienes públicos y un inagotable torrente de demagogia son algunos legados de la lucha que estremeció a México de 1910 a 1920. ¿No es daño suficiente?

Los héroes del hit parade revolucionario vivieron para aniquilarse. Jorge Ibargüengoitia observó con ironía que Zapata, un buenazo, luchó contra el buenazo Madero y fue liquidado por Carranza y Obregón, otros buenazos. Llamamos "Revolución mexicana" a la reconciliación póstuma de los adversarios.

En La muerte de Artemio Cruz (1962), Carlos Fuentes retrató los negocios de la Gran Familia Revolucionaria. Las consignas progresistas se tergiversaron para crear una nueva burguesía. Bildungsroman de la corrupción, la novela relata el irresistible ascenso de un combatiente que se convierte en potentado.

Y pese a todo, la Revolución mantiene viva su impronta. La prueba más clara es que dos partidos políticos y una guerrilla posmoderna se disputan su herencia. El PRI se apoyó en una contradicción de términos (la "revolución institucional") para gobernar el país durante 71 años con ideologías rotativas, poco afines entre sí. Este sistema corporativo repartió beneficios con la técnica del tráfico de influencias y demostró que "erario público" es el nombre secreto de "interés privado".

Los otros herederos virtuales de la gesta son el Partido de la Revolución Democrática, que representa a una izquierda dividida, y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que aguarda en la selva el momento de reivindicar las incumplidas demandas indígenas.

¿Qué tan contemporánea puede ser una lucha tantas veces desvirtuada? La Ciudad de México tiene 178 calles Carranza. ¿No se agota así la evocación de un prócer? De manera asombrosa, en nuestro presente el pasado sigue en guerra.

En la película Revolución, estrenada para el centenario, diez cineastas proponen modernos relatos sobre el tema. Tienda de raya, espléndido corto de Mariana Chenillo, se ubica en un supermercado que paga parte del sueldo con cupones para comprar en la misma tienda. El destino amoroso de la protagonista depende de arreglarse la dentadura, pero el médico no acepta cupones. La diferencia entre Wal-Mart y la hacienda de Cananea, donde se atizó el incendio, es menor de lo que pensamos.

La presencia de la Revolución también tiene que ver con la iconografía. La lucha llegó acompañada de un invento del siglo XX: el cine. Ningún proceso histórico se había filmado tanto. Los ojos de Zapata, los sombreros de ala ancha, las cargas de caballería pasaron del campo a la pantalla y de ahí al inconsciente.

Ni siquiera en el plano historiográfico el tema puede darse por saldado. La extraordinaria biografía de Katz sobre Villa sugería que sólo quedaba espacio para minucias. Sin embargo, en 2006, Paco Ignacio Taibo II hizo un torrencial regreso al Centauro del Norte. Su Pancho Villa es una novedosa enciclopedia narrativa. Investigar y escribir un libro de esa envergadura hubiera dejado sin aliento a un maratonista. Taibo siguió de frente con Temporada de zopilotes, libro y programa de televisión para History Channel sobre Madero, iniciador de la contienda.

Ya en los años ochenta, Enrique Krauze había narrado las contradictorias vidas del panteón nacional en su muy leída Biografía del poder. En 2009 Pedro Ángel Palou volvió con éxito a Zapata, novelando lo que parecía agotado después de la espléndida biografía de John Womack. Muerto a los 39 años (la edad del Che, Sandino y Malcom X), el Caudillo del Sur es una incógnita que pide ser narrada. Fuentes ha anunciado una obra sobre su agonía, Emiliano en Chinameca. Alguna vez le pregunté cuándo pensaba escribirla. "La voy a dictar en mi lecho de muerte", contestó sonriendo. El gesto resume una vida en espejo de la Revolución: Fuentes nació en 1928, año del asesinato de Obregón, su rostro se ha perfeccionado como el de un jefe revolucionario y planea su último lance como un encuentro de caudillos, la emboscada literaria de Zapata.

El zapatismo estético va de los óleos de Alberto Gironella al rock de La Revolución de Emiliano Zapata, que en 1971 ganó en Tokio un concurso con la canción Nasty Sex. La tienda El Taconazo Popis no se quedó atrás y anunció zapatos a precios "zapatistas".

En La noche de Ángeles (1991), Ignacio Solares se ocupa de uno de los episodios más sugerentes de la Revolución: el regreso del general Felipe Ángeles. Director del Colegio Militar en tiempos de la dictadura, artillero formado en París, Ángeles fue el único intelectual militar de la contienda y luchó al lado del más contradictorio de los líderes, Pancho Villa, imponiendo una dosis de sensatez e incluso de pacifismo en plena guerra. Derrotada la División del Norte, huye a Estados Unidos, donde vive en la pobreza. Decide volver, sabiendo que va a morir. Vaga por el desierto, leyendo la Vida de Jesús de Renan, hasta que es arrestado. Lo llevan a juicio y asume su defensa. Este episodio dio lugar a la pieza teatral de Elena Garro Felipe Ángeles. En el Teatro de los Héroes de la ciudad de Chihuahua, el general imagina un país distinto, de reconciliación democrática. Su adversario es Venustiano Carranza. El público se entrega al mártir. Carranza manda un telegrama con un indulto. De acuerdo con su conveniencia, el telegrama llega tarde. Ahí se pierde la oportunidad de otra historia (al menos así lo exige la imaginación literaria). Adolfo Gilly, autor de La revolución interrumpida (1971), libro vibrante que mi generación leyó con perdurable asombro, acaba de concluir una biografía sobre Ángeles.

En esencia, no hay una Revolución. Sus contradictorias causas fueron captadas por Juan Rulfo en Pedro Páramo (1953):

-Como usté ve, nos hemos levantado en armas.

-¿Y?

-Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?

-¿Pero por qué lo han hecho?

-Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.

A propósito de la novela histórica, Isaiah Berlin comentó que los hombres históricos no sólo hacen cosas históricas. En Los relámpagos de agosto, Jorge Ibargüengoitia extrema esta idea: sus revolucionarios no hacen nada histórico. Sus motivaciones son egoístas, caprichosas, personales. La comicidad de la novela deriva de la ineptitud de esos corruptos. Conspiran contra sus presuntos aliados, pero sobre todo contra sí mismos. En su obra de teatro El atentado, Ibargüengoitia hace que Álvaro Obregón, triunfador de la lucha armada, muera sin pronunciar una frase célebre. En un país donde las declaraciones son más importantes que los hechos, nada resulta tan trágico como morir después de pedir un plato de frijoles. Las famosas últimas palabras expresarán, para siempre, un antojo.

El triunfo de la Revolución fue consumado por los jefes sonorenses, seres pragmáticos, ajenos al romanticismo revolucionario de Villa y Zapata. Héctor Aguilar Camín escribió en La frontera nómada (1977) la historia narrativa de ese triunfo. Por su parte, Jorge Aguilar Mora recuperó en detalle las técnicas de la guerra y las formas de representación de la contienda en Una muerte sencilla, justa, eterna (1990).

Cuando los revolucionarios cambian los caballos por los Cadillacs, comienza la intriga de oficinas. En La sombra del caudillo (1929), Martín Luis Guzmán reconstruye la lógica del poder heredada de la Revolución: el Hombre Fuerte del país no depende de los votos sino de la adhesión de quienes podrían desafiarlo. En consecuencia, lo importante se resuelve en la sombra. No en balde, la política de impunidades ha sido bautizada como la "tenebra". Ahí se conjuga un verbo decisivo: "madrugar". Hay que anticiparse al enemigo; para lograrlo, es necesario intuir lo que él haría y actuar primero. En esta delirante dramaturgia, no hay mejor consejo que la paranoia: eliminar al rival es un acto preventivo.

Fuentes recogió en Gringo viejo (1985) una escena que le contó su entrañable amigo Fernando Benítez, autor de El rey viejo (1959), novela sobre la muerte de Carranza. Los zapatistas toman una hacienda. Al entrar en un salón descubren un desconocido artificio. Se trata de un espejo. Los revolucionarios se paralizan ante su propio rostro. ¿Quiénes son? ¿Por qué llegaron ahí?

La Revolución ha otorgado dimensión épica a una costumbre mexicana: la impuntualidad. Con cien años de retraso es actual.

Los rostros se asoman al espejo. ¿Qué justicia piden a través del tiempo? Por lo pronto, ya están aquí.

Álvaro Enrigue vs los narcos

27/Noviembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

La revista Chilango núm. 84 dedica su portada a “El cártel de los escritores” y reza “El crimen y el narco se han apoderado de la nueva narrativa mexicana. Hicimos confesar a los siete autores que la definen”.

En realidad no son autores que han definido la narcoliteratura sino nuevos escritores del centro del país.

Quienes la han definido son autores del norte, algo que aminora Álvaro Enrigue en el texto central de Chilango.

Enrigue llama “discreta plaga” y “narcoestruendo” a la narconovela, que retaca “las mesas de novedades de las librerías”, imagen más fantasiosa que real: en la última década el número de narconovelas no supera a otros géneros (el histórico o fantástico, digamos). La misma mesa imaginaria preocupaba a Rafael Lemus en el 2005, quien descalificaba la obra de Élmer Mendoza y Eduardo Antonio Parra.

Enrigue dice: “Hay autores consagrados que publican relatos de realidad ampliada en editoriales para la élite literaria y académica… pienso en los libros de cuentos de Eduardo Antonio Parra en Era o los thrillers de Elmer Mendoza en Tusquets”.

¿De verdad Parra y Mendoza son para élite?

Se dice que la narconovela es un cliché. Pero si hoy existe en México un género lugarcomunista es la crítica anti-narconovela.

Su arquetipo (o Idea Platónica): la mesa imaginaria, mala, repleta de narconovelas.

Su sermón infaltable: se necesita “distancia”, ergo, la narconovela ocupada de su época no es literatura verdadera ni periodismo siquiera.

¿La narconovela? Viñeta que es moda pasajera.

La “moda” lleva 20 años. A finales de los 80, Mendoza llamó la atención en el Norte. Al igual de Crosthwaite o Sada.

Hay que reconocer que Enrigue agregó un nuevo alegato: la narcoliteratura deja de ser costumbrista, chichimeca, comercial o elitista una vez que migró a Mesoamérica.

“La novela mexicana que alguna vez relacionamos con el Norte… hoy es un fenómeno de dimensiones nacionales”.

De ahí la lista. Todos ellos menores que él. ¿Menos amenazantes?

La narcoliteratura ha sido criticada con los mismos argumentos desde hace dos décadas, época en que la narrativa mexicana era tan supuestamente formalista que lectores, editoriales y medios aprovecharon el auge de una escritura que abordaba la realidad social de violencia, caló, Nafta, migración y tráfico, y la literatura escrita en el DF perdió su protagonismo irrebatible y cuyos mejores momentos fueron el posmodernismo de Bellatin y el realismo sucio de Fadanelli.

Lo que Enrigue (disimuladamente) fantasea es otro cártel que arrebate al Cártel de Sinaloa y al de Juárez su dominio del “mercado”.

Pero ¿de verdad la narconovela vende? ¿O ese es otro Pecado para moralizar contra su impureza?

¿Y no será que algunos piensan que para ser Buena es necesario que una literatura, literalmente, no se venda?

La inseguridad en México, un problema de confianza: Le Clézio

27/Noviembre/2010
La Jornada
Éricka Montaño Garfias

Guadalajara, Jal., 26 de noviembre. El Premio Nobel de Literatura, el franco-mauriciano, Jean-Marie Gustave Le Clézio, regresó a Guadalajara por primera vez en dos décadas para participar en la Feria Internacional del Libro (FIL) e inaugurará este domingo el Salón Literario con la conferencia La literatura intercultural, tema convertido en una de sus preocupaciones y que hace poco dio origen a una fundación que trabaja en isla Mauricio en favorecer las relaciones multiculturales.

Le Clézio se refirió de nueva cuenta a la situación de México (La Jornada, 24/10/2010), país al que llegó en 1967: primero para enseñar su idioma natal en el Instituto Francés para América Latina (IFAL), donde fue también el encargado de organizar la biblioteca, situación que aprovechó para leer todo lo que pudo de historia, filosofía y literatura de México. Después permaneció en El Colegio de Michoacán, al lado de Luis González y González, y viajó por distintas zonas del país.

Lo que ocurre en México es una dimensión realmente trágica. Cuando vine la primera vez tenía la impresión de total libertad, era posible ir por todos lados, pasear en la noche, a pesar de los comentarios de que tuviera mucho cuidado porque en esa ciudad había un crimen cada noche. Eso ha cambiado y hay un problema de seguridad, pero creo que es más una cuestión de confianza.

Sin embargo, recordó que durante sus diversas estancias en México nunca he padecido nada. El único problema que he tenido fue en Niza, mi ciudad natal, donde fui atacado en la calle.

Creo que México, añadió, trata de luchar contra esta falta de confianza. Es un combate que va a tener éxito porque no es posible vivir en una ciudad con esta falta de confianza. Sin embargo, tengo más miedo en Albuquerque (ciudad donde reside), porque todo el mundo tiene rifles y pistolas. Me da más miedo un tiroteo callejero, algo que ocurre mucho en las ciudades estadunidenses porque el derecho de tener armas es parte de la constitución y es algo que para mí es espantoso.

A lo largo de los años, Le Clézio (Niza, 1940) ha mantenido la relación con México en la página de libros de su autoría como La conquista divina de Michoacán, Diego y Frida, y El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido. Vine por primera vez en 1967 para dar cursos en el IFAL. No conocía nada de la cultura mexicana, tuve que aprender español en la calle, es un español callejero. Su primer contacto con la cultura del país fue en la biblioteca del IFAL; después, sus viajes por el país donde encontró algunas similitudes con lo que había leído acerca de la cultura antigua. Algunos elementos permanecían como cuando los huicholes toman una espina, se perforan la lengua y sangran sobre la tierra.

Fue un choque enorme ver que en la contemporaneidad existían elementos de la cultura ancestral: en el metro de la ciudad de México vi personas hablando náhuatl, por ejemplo. Así fue el primer contacto, al principio por los libros y después por la vista, enfatizó.

Sin embargo, aclara, “No soy un historiador, soy novelista, nacido para escribir novelas, no puedo servir a otra cosa. En México encontré una dimensión que no existe en Europa, aquí la historia está viva, es un elemento de cada día. Ser historiador aquí es diferente a serlo en Europa donde es una ciencia. En México tiene más que ver con la fe o el ser profundo de los seres humanos.

Por eso no soy un historiador, no escribo sobre historia. Cuando pienso en México siempre considero la historia como elemento fundamental, por eso la celebración de la Independencia es algo importante.

Eso en cuanto a la historia, pero, ¿qué pasaría si desapareciera la literatura? No lo sé. Para mí el mundo humano no es posible que exista sin historia e historias. El escritor es esa parte verdadera de la dimensión humana, porque no inventa. Decía Marcel Proust que no existe imaginación, sólo memoria. Los escritores son una especie de tambor que suena con la influencia de todo lo que está ocurriendo, su papel no es inventar, sino relatar, por eso no podría imaginar el mundo sin novelistas, sin cuentos. Escribir significa escuchar, resonar y soñar a veces.

Le Clézio, autor de unos 50 libros entre novelas, ensayos y cuentos, entre ellos La cuarentena, Desierto, La música del hambre o El pez dorado (publicados por la editorial Tusquets) rechazó la clasificación de la literatura en central y periférica.

“¿Dónde está el centro? No hay centro ni hay periferia, la literatura es algo que escapa o debería escapar a la definición. Salir del encierro de una frontera política: si leo a Cervantes no leo a un español porque lo puedo leer en francés, o el Lazarillo de Tormes no es de un autor nada más castellano. No hay una literatura propiamente nacional ni del centro. La meta es intercambiar influencias y esperanzas, y nadie puede estar en la periferia en este sentido.”

Las literaturas, y aquí entra el tema de la interculturalidad, están al lado una de la otra y hay necesidad de comunicar e intercambiar. Prefiero el patriotismo al nacionalismo, el amor a la tierra natal, al Estado, la aldea, el pueblo, la ciudad, el país donde uno ha crecido. El patriotismo es más amor a los ancestros que han formado a uno. El nacionalismo es más la forma combativa de este sentimiento: prefiero el sentimiento a la teoría política. El nacionalismo podría ser peligroso.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Un anti líder

22/Noviembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Hace una semana me hicieron varias entrevistas a las que respondí de manera escrita. Las razones por las que me entrevistan son oscuras pues en palabras más o menos claras soy una especie de cero a la izquierda y mis opiniones acerca de cualquier tema se evaporan unos minutos después de ser expresadas. No soy un líder de opinión. Esto me proporciona cierto bienestar moral y una libertad envidiable de tal modo que puedo decir absolutamente todo lo me viene en gana. Si el entrevistador posee la libertad de preguntar lo que desea, entonces yo haré lo mismo sólo que por escrito. Con el pasar del tiempo la propia voz se torna odiosa y peor aún las muletillas o los gestos que acompañan a las palabras. A siete entrevistas respondí con cierta curiosidad y premura. De todas ellas he rescatado ciertos párrafos para engarzarlos a modo de artículo. Es una forma de pelear contra el olvido pues mi experiencia me dice que en este género nada permanece, excepto el gesto.

Me gustaría creer que casi todas las personas somos insignificantes, una equivocación, una pasajera enfermedad de la naturaleza que ni siquiera dejará huellas permanentes. Por ello en mis novelas elijo personajes que viven su aparente mediocridad como un destino. Son cercanas a las almas muertas de Gogol: seres que no están pese a que su nombre aparece en infinidad de documentos. Un ejemplo: cualquier persona de pobres recursos en México se ve condenada a vivir como si fuera un alma muerta, sin buena educación, sin justicia ni seguridad económica. La realidad que describen los periódicos y la ficción de que se valen las novelas son parte de un movimiento que comienza con la experiencia y la sensibilidad: la ficción como una realidad sin centro de gravedad, y la realidad como un sueño que no termina de fluir. Sin embargo, la crueldad de la realidad cotidiana supera por mucho cualquier violencia expresada en la novela, el arte es desterrado a un polo inhabitable y su sentido vital se disuelve. La violencia de la realidad vuelve, en apariencia, innecesario el arte. A veces trato de convencerme, en un acto de ingenuo escapismo, que esta época no me pertenece y que sólo soy testigo de la testarudez humana y de su consecuente desgracia: un testigo que escribe y sólo se involucra desde la literatura. Presumo tener una butaca inmejorable para presenciar este horrendo baile de los desequilibrios. No obstante, por más que procure ser sólo un espectador, la violencia devendrá una metástasis que terminará mordiendo hasta el más pequeño de mis huesos.

A mí me agradan los jóvenes que nacieron viejos. Yo era un poco así. De modo que sólo estoy llegando al mismo lugar donde comencé. Mis golpes son más lentos, pero mantienen su antigua dirección. Uno es el mismo porque cambia y pese a esos cambios permanece. Cada vez que decepciono a alguien respiro aliviado: ¡un peso que me quito de encima! Me he dicho después de que un joven me recrimina por haberme convertido en un viejo. La sangre y la mugre no se van nunca hasta que desapareces y te conviertes en nada. Me alegra no parecer el mismo, así mis acreedores no vienen a cobrarme las cuentas. Hoy en día ninguna política tiene sentido si no contempla en sus especulaciones la ecología y la construcción de estructuras sociales sólidas capaces de recibir a quienes aún no han nacido. Parece necesaria una política de la desesperación, una metapolítica como la llama el filósofo Peter Sloterdijk. La televisión es el medio educador de los jóvenes más desprotegidos y con sus programaciones deleznables, mutiladoras del lenguaje y la reflexión cooperan tanto a la catástrofe como los mismos criminales. Los analistas o comentaristas políticos viven de la sobre explicación de los males (estamos un poco hartos de tanta habladuría sin sustancia: estamos sobre explicados). La ética de los comerciantes ha suplantado a la ética humanista que debía fundar idealmente a las sociedades democráticas. El poder económico lleva las riendas por encima de un poder político que le rinde pleitesía. Me sigo haciendo la misma pregunta que se hiciera Karl Popper, ¿cómo acabar con los malos gobernantes y criminales sin exponernos a una guerra civil o a una tragedia sangrienta? De eso se trata, ¿cómo lograrlo? Todas estas elucubraciones tratan de cuestiones prácticas, pero desde mi vida personal doy todo por perdido y prefiero sobrevivir sin detenerme en las “grandes ideas”. Si los grandes negocios siempre terminan en asesinato, las grandes ideas no van de ningún modo a la zaga.

sábado, 20 de noviembre de 2010

La Contrarrevolución mexicana

20/Noviembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

La Revolución mexicana fracasó. Su fallo no fue económico o político sino ético, cultural.

En 1920, Vasconcelos decía: “La primera y más importante de las revoluciones es la que ha de operarse dentro de nosotros mismos”. Pero el propio Vasconcelos murió hecho un fascista.

La vía vasconcelosa —rebelde a reaccionario— también la siguió la Revolución mexicana.

Abortamos la educación. Los contenidos del sistema escolar promovieron inopia y maniqueísmo en los estudiantes mexicanos; y su forma, acendró el autoritarismo.

El maestro mexicano es trasmisor de la demagogia, valemadrismo y co-dependencia nacionales. Elba Esther es el vivo retrato del deterioro del inconsciente mexicano.

Todos hablamos de la Revolución de 1910. Pero no de la Contrarrevolución mexicana que 1910 avivó.

La contrarrevolución es la negación, consciente e inconsciente, a un cambio hondo de estructura, tanto psíquica como social. La contrarrevolución es el rechazo a la urgencia de una renovación.

El pasado en México es el Paraíso.

El artículo primero de la contrarrevolución indica que el mexicano no debe cambiar. El Otro —español, indio, gringo, el otro género u otra clase— es el Malo. Ellos son los que quieren —¡oh, no!— cambiarnos.

Lo mejor es conservar la forma de ser, la Tradición, las Costumbres, ¡Nosotros, los que resistimos a todo!

Régimen y cultura popular post-revolucionarias son conservadoras, nacionalistas, moralistas e idealizadoras de la “identidad” mexicana. El Pueblo o la Madre, donde unos proyectan sus autoengaños, como otros los proyectan en Jesús o el Mercado.

Otras responsables: la Iglesia y Televisa. Ambas instancias educaron más al mexicano del siglo XX que la SEP.

Televisa, por supuesto, quiere negarlo. Pero Televisa vive de aplaudir lo retro-mexicano. Su chiste, su machismo, su virgencita, su populismo.

Es un error creer que el centro de la educación es la escuela. La educación ocurre sobre todo fuera de ella.

La gran fuerza contrarrevolucionaria mexicana es la familia. La familia mexicana se encargó de cerrar la oportunidad de democracia y educación que se abrió en el confuso periodo post-revolucionario. El Partido de la Revolución Institucional es el estado existencial de estar partidos entre ser revolucionarios o ser institucionales.

Ya somos una democracia sin adjetivos. Sobre todo los adjetivos “confiable” o “real”.

El verdadero régimen que detuvo el progreso social fue la mexicanidad, nuestra gran religión.

La mexicanidad es una serie de identidades defensivas y una entidad nebulosa —pero que innegablemente opera en este territorio— que temió las consecuencias psico-históricas del estallido. Saboteó la revolución de esta sociedad.

Gracias a la (contra) Revolución, por sufragio afectivo, la mexicanidad se reeligió.

Regreso a la violencia

20/Noviembre/2010
Laberinto
Alejandro Toledo

Curioso boomerang de la memoria: por años se percibió a la Revolución como un hecho bélico distante, superado en cierto modo por la historia (porque la Revolución se hizo gobierno, rezaba el discurso oficial), y ahora, a cien años de que iniciara el movimiento armado, asuntos del paisaje de entonces como los fusilamientos es de nuevo común encontrarlos en los diarios, como si en lugar de avanzar se estuviera regresando a uno de los posibles puntos de partida. Por este doloroso retorno a la violencia en que vive el México del 2010, al sumergirnos en los cuentos de la Revolución ocurre esa extraña dislocación de la memoria o engaño a la vista (trompe l’oeil) de no saber si se describe el arranque del siglo XX o el comienzo del siglo XXI. Para nuestra desgracia (o para fortuna nuestra como lectores mas no como ciudadanos), la distancia que teníamos con esa literatura se ha ido acortando.

Quizá también cobran actualidad las reflexiones que subyacen a los relatos de tema revolucionario sobre cómo contar una realidad en constante movilidad. Entre los autores de esta corriente se hallan José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y Julio Torri, fundadores del Ateneo de la Juventud, que en el célebre ciclo de conferencias de agosto y septiembre de 1910 empezaron a discutir las bases filosóficas de la educación porfirista cuando a los pocos meses vino la Revolución y los alevantó. En los cuentos [sobre la Revolución] de estos tres escritores puede verse el modo como cada quien resolvió, desde su exquisita preparación universitaria, el enfrentamiento inesperado con la guerra. Vasconcelos, por ejemplo, especula en “El fusilado” sobre el tránsito interior entre la vida y la muerte, el paso de lo corpóreo a lo espiritual, en un cuento que pone un pie en lo fantástico: “recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto; igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado”, pasaje que acaso prefigura un texto posterior de Francisco Tario, “La noche del traje gris”, en donde es el vestido el que desecha un cuerpo humano inerte y sale a caminar por la ciudad en busca de aventuras amorosas con prendas femeninas.

Julio Torri también halla una forma “estética” de salvar su encuentro con la lucha armada, y lo hace en “De fusilamientos” a través de la mirada irónica, al acusar las maneras toscas y torpes de los que participan en esos rituales mañaneros de que habla el título: la mala educación de los jefes de escolta, el deplorable aspecto de los soldados rasos, la tosca sensibilidad del público… El contraste entre lo grave del suceso y la forma fría o distanciada de asomarse a él crea ese territorio, en cierta forma nuevo para la literatura mexicana, en donde dicha frialdad, despreocupación o incluso futilidad aparentes (cual si se hablara de cómo comportarse en una cena o un concierto) resultan, sin embargo, vías más efectivas para acceder a lo terrible.

En Martín Luis Guzmán hay también ese alejamiento, y al detallar el proceso de preparación y desarrollo de una “fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte” retrata a su creador, el feroz Rodolfo Fierro, como todo un artista que cuida uno a uno los detalles de su obra y al que incluso agota su ejercicio por lo que requiere de inmediato, al despachar al último de los trescientos (o 299) colorados que él solo ejecuta, los cuidados de un niño que luego de hacer sus travesuras cae a la cama vencido por el sueño y debe ser arropado. En el párrafo inicial de “La fiesta de las balas” se pregunta el autor “qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte; si las que se suponían estrictamente históricas o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales”. Y se define por las leyendas porque eran “las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia”, prefiriendo, pues, como diría Borges, a la verdad histórica, la verdad simbólica.

El periplo de los ateneístas es representativo de lo que afectó en el siglo XX a la literatura mexicana: de los pasillos de las academias fueron inesperadamente empujados a recorrer la República, y ese trayecto obligado modificó tanto sus conciencias como sus obras. Además, si con la Revolución institucionalizada la historia oficial comenzó a fungir como máscara de la realidad, los cuentos y novelas revolucionarios, y los que le siguieron, han sido testigos fieles de nuestro devenir, le han sabido tomar el pulso a un país que a ratos camina como los cangrejos y que con obstinación enfrenta, a cada tanto, los mismos fantasmas. Asomarse al ayer a través de estas ficciones breves es encontrar, así, aquello con que se enfrentó Elena Garro: los recuerdos del porvenir.

Una versión ampliada de este texto aparecerá como prólogo a la colección Nueve cuentos de la Revolución mexicana, que en breve pondrá en circulación la Dirección de Literatura de la UNAM.