La Jornada
Elena Poniatowska
Al regresar a México, en 1973, después del triunfo de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez alquiló primero la casa de Armando Ayala Anguiano y Sarah en San Ángel Inn; luego vivió en la de Tito Monterroso y finalmente, cuando la Gaba-Mercedes viajó a Colombia con su hijo menor, Gonzalo, él y Rodrigo se cambiaron primero a un hotel cualquiera y a los dos días al Camino Real, el más grande y lujoso del Distrito Federal.
–Gabo, ¿qué haces tú en un hotel tan palaciego?
–Mira, convéncete de que los únicos hoteles que funcionan son los de tipo norteamericano; aquí nada falla; en el otro creían que yo era un impostor –como me lo confesó más tarde la recepcionista– y no me atendían ni me tomaban un solo recado.
Me siento muy bien, muy bien. Vamos a continuar la entrevista en un salón vacío; ahora están haciendo la limpieza, nadie nos molestará, vente, Elena.
Antes de iniciar la plática, lo llaman de la Universidad Nacional Autónoma de México, le ruegan que el domingo vaya a La Casa del Lago porque todos piden su presencia; unos estudiantes lo invitan a una función de teatro experimental, una joven poeta quiere leerle sus poemas y le explica que son más de 100; un actor lo requiere para su opera prima y le asegura que lo recomienda Óscar Chávez; una gorda muy alta y enojona quiere invitarlo a tomar un trago, y un flaquito de Filosofía y Letras, con ojos inteligentes, solicita una entrevista para el boletín de su facultad: ¿Recuerda que me lo prometió cuando lo abordé en la calle? Sólo vamos a tratar temas políticos.
–De lo que menos quiero hablar es de política –ríe Gabo. Primero tengo que atender a Elena que es mi amiga de antes.
Para Gabo, los amigos de antes de su triunfo, son quienes importan: Carlos Fuentes, el cineasta Luis Alcoriza, Álvaro Mutis, Jomí García Ascot y María Luisa Elío, a quienes les dedicó su libro y nunca imaginaron que eso los haría inmortales.
–Lo que no me explico, Gabo, es que escribieras un libro en que suceden tantas cosas en un lapso tan largo, como son 100 años, y no te confundieras con tantas generaciones de Buendía, guerras civiles y batallas, hijos, nietos y tataranietos de Arcadio Buendía.
–Bueno, tuve unos cuadernitos, así –hace una señal con la mano–, unos cuadernitos de colegio que uso, como éste que tú traes, de hojas que se arrancan. Cuando terminé mi novela había llenado por lo menos 40, porque Pera, la secretaria de Manolo Barbachano Ponce, estaba pasando a máquina el capítulo tres, pero iba yo por el 12, por el 15 con el cuadernito. El libro llevaba gran velocidad y no lo podía dejar escapar, entonces en ése cuadernito escolar consultaba en qué punto del relato iba, ¿entiendes?
–Pero, ¿apuntabas frases, ideas, fechas?
–No, nada de eso, yo iba controlando la estructura del libro en ese cuadernito. Necesitaba saber si Fulano de Tal era nieto o bisnieto o tataranieto de Arcadio Buendía, porque yo mismo me había hecho bolas, y entonces me remitía al cuadernito donde tenía todo muy claro. Incluso hice un árbol genealógico, pero lo rompí.
–¿Así es que tus 40 cuadernos fueron invaluables?
–Sí. Cuando el editor me mandó decir que había recibido el original de Cien años de soledad, llamé a Mercedes y nos sentamos una noche y rompimos absolutamente todos los cuadernitos.
–¿Por qué?
–Por pudor. Ahora me dicen críticos y amigos que no debí de hacerlo, porque hubieran tenido un gran interés para los estudiosos, pero yo no quise que alguien viera la costura del libro, su cocina, los desperdicios, las cáscaras, los cascarones de huevo, las peladuras de papa, por eso los destruí. Incluso a mí mismo me dio pudor encontrarme con ellos; era como ver intimidades que no se deben conocer.
Oye, Elena, es una vergüenza que estés haciendo la entrevista con grabadora. Desde que los periodistas trabajan con grabadora ya no piensan, ya no interpretan, ya nada, ni siquiera piensan.
–Gabo, es que hablas mucho y muy rápido, se me caería la mano de tanto escribir.
–Pero la entrevista sería mejor si tu condensaras, si interpretaras tus notas. Entonces tomarías todo lo esencial, sintetizarías y no taca, taca, taca, mecánicamente, toda esta palabrería está de más. Además me molesta la grabadora, me molesta mucho; me distrae, me fuerza, me pierdo en mis pensamientos, me siento acosado, espiado.
Gabo arquea las cejas tupidísimas bajo su pelo african look, que parece erizársele más cuando se irrita como en este momento, en que quisiera que aventara yo la grabadora a la lujosísima alberca de este lujosísimo hotel.
–Fíjate, Gabo, tengo una foto contigo en el coctel de Siglo XXI, en 1967. Tienes el cabello aplacadito, un saco blanco a rayas azules, como los de Alec Guiness en el papel del hombre en La Habana…
–¡Ni me la enseñes! Esas fotos me matan de la tristeza.
–¿Por qué?
–Porque pienso que perdí los mejores años de mi vida, ¿sabes lo que es eso?, escribiendo como imbécil, habiendo tantas cosas mejores que hacer (ríe). Mira yo he tenido mucho cuidado con el éxito. Al principio me desconcertó, después me dio miedo, después un poco de risa y ahora estoy en un punto en que quiero servirme de él para finalidades políticas.
–¿Cómo?
–Sí, creo que el éxito es un capital político que tengo que manejar lo más cuidadosamente posible en favor de la revolución en América Latina; quiero aprovechar el renombre, todo el bombo que me ha hecho la prensa, aprovechar el prestigio que significa haber vendido más de 2 millones de ejemplares en castellano en menos de un año para hacer algo políticamente importante; no en el sentido de que vaya a tener una militancia activa, pero sí en el de ejercer influencia política desde mi posición de escritor.
–Gabo, al escribir Cien años de soledad, ¿pensaste que estabas haciendo la historia de todo el continente latinoamericano, la de su soledad, su atraso, su desamparo, su miseria?
–Yo nunca fui consciente de ello, nunca soy consciente de nada que sea importante. Tú lo sabes muy bien, tú me conoces. Y sabes también que tengo una cita dentro de 10 minutos.
–Gabo, ¿qué es lo más importante para ti en México?
–Mis amigos, yo resuelvo mi vida al llegar a México en el momento en que me vinculo a un grupo de amigos; desde el momento en que oigo la voz de Álvaro Mutis o de García Ascot o de Alcoriza o de Fuentes por teléfono, empiezo a sentirme bien. Hago mi vida aquí siempre relacionado con mis amigos desde que llego hasta que me voy, todas las noches ceno con unos u otros. Creo que mi mayor triunfo es no haber perdido jamás a uno solo de los que he tenido siempre, los de antes del éxito de Cien años de soledad.
La primera edición de Cien años de soledad se publicó el 5 de junio de 1967 e hizo que los lectores entráramos al mundo de la felicidad, porque leerlo nos cambió. Ningún otro libro ha logrado darnos fe en nosotros mismos como esta novela, la más leída en América Latina.
En una de las escasas apariciones públicas de García Márquez la escritora Rosa Beltrán pidió la palabra: “Maestro, esto no es una pregunta, sino una observación: Cien años de soledad es un libro que cambió mi vida”. El Nobel respondió: A mí también. Así nos sucedió a los lectores de México y de América Latina. Cien años de soledad nos colocó en el mapa mundial y nos dio colas de cochinito.
Nadie ha hecho tanto por Colombia o por la literatura de América Latina como Gabriel García Márquez. Claro, tuvimos a grandes próceres (palabra que siempre me ha intrigado), pero ninguno nos cambió como lo hizo Remedios La Bella al salir volando asida a una sábana, o Aureliano Buendía, al forjar sus pescaditos de oro.
Conocí a García Márquez años antes de imaginar siquiera que escribiría Cien años de Soledad. Bailaba cumbias con Elena Garro; lo acompañé cuando él y Carlos Fuentes trabajaban en Telerevista con Manolo Barbachano Ponce. Gabo no era el centro de la gran fiesta de la literatura de América Latina. Mercedes Barcha lo vigilaba en casa de Fuentes en San Ángel. Fuentes invitaba a bailar a Candice Bergen, a Gregory Peck, a Jane Fonda, a Debra Paget, a Louis Malle, a Marie Pierre Colle, al embajador de Estados Unidos, su primo John Gavin (quien personificó al Pedro Páramo de Juan Rulfo), a John Houston, a Susan Sontag, a William Styron y fascinaba a todos con su inmenso savoir faire.
El chileno José Donoso vivía en una casa al fondo del jardín y escribía El obsceno pájaro de la noche. Todos habrían de viajar más tarde a Barcelona a convertirse en La infame turba y a que Carmen Balcells los cobijara bajo sus inmensas alas editoriales. José Donoso habría de dar fe de esa época en su libro La historia personal del boom.
Cien años de soledad acabó con todo. Gabo se sentó sobre el mundo entero y viajó a Europa con su nueva novela El amor en los tiempos del cólera colgada del cuello en un USB.
Gabo rememoró en varias ocasiones: “Un halo de magia rodeó Cien años de soledad que ejerció su sortilegio antes de su publicación. Cuando pensé: ‘Ahora es cuando’, lo dejé todo, mi trabajo en Walter Thompson y Stanton, mis guiones de cine; empeñé el coche y durante tres meses no salí ni a la puerta”.
Dejarlo todo, he aquí el punto de partida de la obra maestra que derribó todos los muros que ahora nos amenazan.
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