domingo, 4 de junio de 2017

Ricardo Piglia: vías para La ciudad ausente

4/Junio/17
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Autores como personajes

A su modo, muy distinto al de Schwob y de Papini, de Arreola y de Tabuchi, Ricardo Piglia ha hecho literatura sobre vida y obra de escritores, encontrándoles datos imaginativos y detalles reveladores o dándoles a su conducta y a sus hechos un giro sorpresivo o insólito.

Esos autores, que suele convertir en personajes, suelen llamarse en su obra principalmente Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Franz Kafka, James Joyce, Cesare Pavese, Witold Gombrowicz… Piglia tenía un especial apego a autores que cubrieron sus páginas de dislocaciones sintácticas, de una suerte de “lengua privada”, como, por ejemplo, Gombrowicz (Ferdydurke) y Joyce (Finnegans Wake), o que lo hacían porque les salía así, como a Arlt y a Macedonio. Incluso en La ciudad ausente crea un relato de complejidades lingüísticas que llama “La isla de Finnegan”. Piglia ha sido uno de los narradores más conscientes del “carácter inestable del lenguaje”.

Primera imagen de La ciudad ausente


En una página de su libro Formas breves (“La mujer grabada”), hace la rememoración de una mujer que conoció frente a la Federación de Box porteña, en calle Castro Barros, muy cerca del hotel Almagro, donde él se hospedaba. La mujer, pobrísima, con perturbaciones psíquicas, de nombre Rosa Malabia, vendía violetas robadas en los cementerios, y “en el vestido llevaba prendida una foto de Macedonio Fernández”. Afirmaba haber conocido a Macedonio en la adolescencia. Por el sitio la llamaban “la loca del grabador […] porque llevaba un grabador de cinta, viejísimo, como única pertenencia”. Un día la internaron en el manicomio; meses después Piglia recibió esa grabadora en la que se oye a una mujer, quien “parece cantar y después parece conversar sola, y por fin, una voz, que puede ser la de Macedonio Fernández, dice unas palabras”. Esa fue –señala Piglia– “la imagen inicial de la máquina de Macedonio en mi novela La ciudad ausente: la voz perdida de una mujer con la que Macedonio conversa en la soledad de una pieza de un hotel”, que podría ser quizás el capítulo donde el periodista Junior, el personaje principal, conversa con la loca Lucía en el Hotel Majestic de Avenida de Mayo.



La ciudad ausente es la novela que hemos preferido de Ricardo Piglia, quien fue un hombre y un escritor excepcionales, una admirable inteligencia en alerta.

La obsesión por Macedonio Fernández


En otro texto de Formas breves, que anteriormente publicó en su notable libro de cuentos Prisión perpetua (1990), “Notas sobre Macedonio en un Diario”, Piglia, en trece páginas, recupera anotaciones sobre el curioso y genial personaje. Las notas van del 5 de junio de 1960 al 9 de octubre de 1980. Hay algunas que me interesan vivamente: Macedonio como fiscal en la provincia norteña de Misiones donde al parecer nunca ganó un caso; Macedonio, quien tenía la manía higiénica de no dar la mano; Macedonio, a quien las mujeres se le entregaban con extraña facilidad; Macedonio, que “no le gustaba hacer planes a futuro” ni le atraían las bellezas de la naturaleza; Macedonio y su rara y espléndida oralidad en el estilo; Macedonio, que al final de sus años aspiraba por diversas vías a “convertirse en inédito”; Macedonio, que tenía un íntimo parentesco literario con Witold Gombrowicz… Y dos anotaciones que, según me parece, tienen una ligadura apretada con La ciudad ausente: una, del 4 de mayo de 1971, que habla sobre la intención de Macedonio de publicar Museo de la novela de la eterna en forma de folletín (novela que escribió por cosa de cincuenta años), y la cual simbólicamente es también “una novela que dura la vida de quien lo escribe”; la otra, del 6 de julio de 1973: “El objeto mágico [la máquina], donde se concentra todo el universo, sustituye a la mujer que se ha perdido”. Por una vía u otra lograr la perduración de Elena Obieta.



Pero una novela que versa sobre un museo, y cuya escritura Macedonio hizo lo indecible por prolongar por décadas, ¿no es ya en sí misma un museo?

Por otra parte, en el prólogo de su libro El último lector (2005), Piglia habla de crear una sociedad imaginaria de lectores. Y puntualiza: “El primero que pensó estos problemas fue, ya lo sabemos, Macedonio Fernández. Macedonio aspiraba a que su Museo de la novela de la eterna fuera ‘la obra en que el lector será por fin leído’”.



El Macedonio de Borges Y Piglia


En su ensayo “El último cuento de Borges”, Piglia analiza el cuento borgeano “La memoria de Sha-kespeare”. Aquí, un hombre llamado Borges hereda la memoria del dramaturgo inglés y carga con el peso inmenso de llevar una memoria ajena. Piglia imagina a su vez que alguien “en el futuro, en una pieza de hotel de Londres, comienza a ser imprevistamente visitado por los recuerdos de un oscuro escritor ajeno al que apenas conoce”, y en la memoria borgeana que le heredaron, ese alguien “percibe la figura frágil de Macedonio Fernández en la penumbra de un cuarto vacío”.



¿Pero qué diferencia, me digo, habría entre el Macedonio que conoció y leyó Borges y el Macedonio de la escritura de Piglia? A muy grandes rasgos diría que a Borges, curiosa o paradójicamente, le interesó el hombre de carne y hueso con sus ocurrencias y salidas geniales, y a Piglia todo aquello que en su vida y en su obra fuera filón de oro para volverlos invención o reflexión literarias. A Borges le interesa más la persona que se vuelve personaje y a Piglia el personaje que nunca deja de serlo. A Piglia –según me respondió en una entrevista que le hice en Buenos Aires en 1992– le parecía que Borges “había disminuido al escritor frente a la persona”.

Pero Macedonio era mucho más para Piglia. En La ciudad ausente hace decir al falso o auténtico Emil Russo, que igual que Charles Fourier, Macedonio “es un filósofo y un mago, un inventor clandestino de mundos”. Si es exagerada o no la equiparación, es asunto de los lectores que hayan leído a Fourier y a Macedonio.



Tejidos de historias


Una y otra vez Piglia ha escrito en sus libros y declarado en entrevistas acerca de su pasión por crear tejidos de historias; la digresión, lo dijo, es la base de su narrativa, y por ende, de su Poética. Obviamente debe haber una clara habilidad a la hora de tejer las historias para que el lector no pierda el interés ni se dañe la coherencia. Sin duda eso está en el tablado móvil de sus dos primeras novelas (Respiración artificial y La ciudad ausente) y de su imaginativa novela corta En este país, pero también en sus libros teóricos, donde de pronto, como un ilusionista, saca, no objetos ni animales, sino historias por debajo de la manga. Me refiero a Crítica y ficción, Formas breves y El último lector. Dentro de las novelas hay cuentos, esquemas de cuentos, minificciones, meras anécdotas… En ocasiones utiliza el recurso milyunanochesco de anunciar al final del cuento la siguiente historia.



¿Por qué Piglia no desarrolló más las bellas o dramáticas o fantásticas historias en La ciudad ausente? Pero ¿acaso Piglia no me contestó en aquella entrevista de 1992 que en La ciudad ausente quiso crear cuatro novelas? Dijo cuatro novelas pero pudo haber añadido “y numerosos cuentos y proposiciones y esbozos de cuentos”, buen número de los cuales eran una invitación para que el lector los desarrollara y culminara. En su estructuración la novela, me parece, guarda un equivalente con los juegos múltiples de espacios, que crean una sorpresiva simetría, que hay en las imaginativas construcciones del arquitecto colombiano Rogelio Salmona.

Desde los años en que moró en la provincia de Misiones, en el norte argentino, Macedonio Fernández tenía la lúdica afición de recopilar historias ajenas y aun llevó a cabo “un registro de relatos y cuentos”. Por alguna vía es a la vez la premonición de la máquina de Macedonio y el argumento central de La ciudad ausente. ¿Cuál sería la trama común o el centro irradiador de la novela? Macedonio quería eternizar en la máquina a su mujer, Elena Obieta, quien murió a los veintiséis años en 1920, o precisando más, a través de la máquina, que se preservaría en el Museo, tenía la intención de que Elena relatase, bien o mal contadas, todas las historias. Hay muchas maneras de eternizar a la mujer que se amó, pero la de Macedonio es una de las más desesperadas. No se resigna –no se resignó– a perderla, y con la máquina anhelaba que el mundo continuara en ella y el mundo existiera por ella al contar y circular las historias. “Su objetivo –diría Piglia– era anular la muerte y construir un mundo virtual.”

Elena Obieta se vuelve un personaje inolvidable para la literatura gracias a una doble invención: primero, de Macedonio, luego de Piglia.



La máquina de Bioy y la Máquina de Macedonio

Es inevitable relacionar la invención de la máquina de Macedonio con la invención de la máquina de Morel en la novela de Bioy Casares. Hay diferencias: en la máquina de Bioy-Morel se inmortaliza la vida banal de un grupo de amigos durante una semana en una isla desierta, es decir, es la idea del eterno retorno, tan próxima a Borges y a Bioy. Pero esas imágenes sólo son dables a quien llegue a la isla y encuentre el aparato inventado por Morel, como le sucede al fugitivo venezolano, que en su desesperación amorosa termina por personificarse en el filme para ser el amante de la imagen cinematográfica de Faustine. En la de Macedonio hay a la vez un personaje y una idea del absoluto: el personaje es Elena y la idea es construir una máquina para circular todas las historias y los hechos del mundo.





Las historias en la novela

Algunas de las historias que cuenta la máquina de Macedonio en La ciudad ausente son conmovedoras o angustiosas, como aquella de la pérdida que vive el adolescente de doce años de una chica de su edad; o aquella de la misma agonía y muerte de Elena Obieta que leemos con una honda tristeza y una ternura ahogada; o aquella angustiosa del marxista húngaro, quien sabía de memoria el Martín Fierro, pero era del todo inhábil para articular un discurso en castellano, lo cual, si se ve bien, resulta a fin de cuentas una metáfora de la máquina, es decir, alguien “capaz de contar con palabras perdidas la historia de todos”; o aquella, repugnante y terrible, del comisario de policía Leopoldo Lugones hijo, torturador de anarquistas y de alguna manera causante del suicidio atroz de su padre.



Entre el fin de la última dictadura militar argentina y la edición de la novela median nueve años. En una lectura alusiva, aquí y allá, están en la novela, en páginas y fragmentos de delirio homicida, los años de la dictadura (1976-1983), pero podrían ser también de cualquier dictadura. Para mí son tal vez los momentos más intensamente dramáticos de la trama. Sin embargo, no hay nada más estremecedor que el hallazgo hecho de casualidad por un niño, de los setecientos o setecientos cincuenta pozos circulares henchidos de cadáveres, que representan figuradamente “el mapa del infierno” dantesco, o, actualizado, el destino de los detenidos-desaparecidos por la dictadura.

La situación paranoide en la que viven los personajes pueden definirlas frases como: “En este país los que no están presos trabajan para la policía, incluidos los ladrones” (Renzi a Junior), “El poder político es siempre criminal” (Fuyita a Junior), “Nos vigilan a todos” (el doctor Arana a la imagen de Elena Obieta).

Todo régimen dictatorial es claustrofóbico, la gente vive con una sensación de ahogo, salvo, claro, las clases privilegiadas. En la redacción misma del periódico El Mundo, donde trabajan Junior y Renzi, todos son, o al menos se sienten, prisioneros. Ese clima de ahogo lo viven en la novela la loca Lucía, encerrada en su pieza del hotel Majestic de Avenida de Mayo; Ana, la inteligentísima Ana, guarecida en su librería en un pasaje del Paseo Nueve de Julio, y en el ahogo más extremo, Elena Obieta, dentro de la máquina inventada por Macedonio Fernández.

“Todo relato es policial”, se lee, y el principal protagonista, el periodista Junior, va hilando los tejidos hasta hallar en una isla del Tigre, en el norte de la ciudad de Buenos Aires, el museo y la máquina de Macedonio, pesquisa que le ha servido para un reportaje en varias entregas para el periódico El Mundo. Para llegar al fin al objetivo ha debido indagar antes en la ciudad y en el campo y tratar con prostitutas dementes, tahúres, pistoleros, drogadictos, psicóticos, falsificadores, traficantes, usurpadores de identidad, inventores fraudulentos, exguerrilleros, policías, refugiados, vagabundos, ancianas solitarias… Un submundo criminal y marginal entre la clínica y el barrio bravo, la cárcel y la fosa común.

¿Pero encontró Junior el museo y la máquina o sólo es otra historia de la máquina? O la pregunta más angustiosa y dramática: ¿la máquina de Macedonio se desactivó y sólo se vive –vivimos– en mundo virtual sin historias?



Valadés, Zepeda y Piglia

Tal vez no se conocieron ni se leyeron nunca, pero hay entre los tres una correspondencia secreta. Los tres son vivos símbolos de los contadores de historias: uno, Edmundo Valadés, es el gran preservador y su revista El Cuento sería también emblemáticamente el Museo de las historias contadas; Eraclio Zepeda, a través de la oralidad contó ante públicos encandilados todas las historias posibles con sus variaciones continuas; Ricardo Piglia las escribió o las teorizó. Los tres continuaron, a su manera, la tradición de encantamiento de Las mil y una noches o, más simplemente, de los cuentacuentos o cuenteros que uno halla a diario en las ciudades, los pueblos, el campo o las largas costas. Valadés, Zepeda y Piglia estaban convencidos de que reproducir historias o contarlas era el don que les fue dado para emocionar, avivar la imaginación y dar felicidad a aquellos que los oyeran o leyeran. Los tres, cada quien a su manera, lo hicieron asombrosa, inolvidablemente •

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