Confabulario
José Homero
En “My heart leaps up”, el poeta romántico inglés William Wordsworth intuyó que “el niño es el padre del hombre”. Esta revelación, que en el curso de los años se ha convertido en un auténtico proverbio al punto que se olvida la autoría, se antoja propicio lema para presidir la obra póstuma de Raúl Renán (1928-2017).
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La poesía de Renán aún espera una crítica atenta y razonada que la sitúe dentro de los siglos XX y XXI mexicanos. Acaso su tardío nacimiento editorial –sumaba ya cuatro décadas cuando publica su opúsculo primero–, su afición por el aspecto material de la escritura –fue macluhiano y supo que el medio incluso en la poesía es también el mensaje–, su vibrante ludismo y su espontánea erudición relegaron el cabal y necesario aprecio que exige su talento.
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Lector suyo durante años, además de honrarme con su amistad, Renán me remitió dos veces, sendas versiones de un mismo poema. En 2014 recibí la propuesta de escribir el prólogo de “Herida a dos yoes”. En febrero de este 2017 conocí una nueva versión, más extensa, ahora intitulada “Infancia ajena”. Al consultar con la escritora Norma Salazar, amada musa de Raúl, me entera que aparecerá como libro en una importante editorial. Se trata de un solo poema, que culmina la obra entera de Renán. Elijo con deliberación el verbo: culminar, voz que torna acción una designación: la del punto más alto de un proceso; en una acepción segunda, como solemos usarlo, el punto final. “Infancia ajena” es no sólo en el poema que cierra una trayectoria sino también su culmen. No me impulsan el cariño o la emoción para proclamar que es la mejor obra de Raúl. También, uno de los grandes poemas mexicanos recientes. En ese aún augural examen del lugar de esta poesía en el panteón mexicano estoy convencido que este libro final será el eje.
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II
Renán, conocido autor de poemas breves o de formas más extensas pero prefiriendo el verso de arte menor, nos sorprende con un texto largo. Y complejo. Porque aun cuando el aliento lírico sustenta ritmo y cauce, lo cierto es que se urde con criterio narrativo. Remembranza de las vivencias infantiles, la evocación no es feliz ni se construye en torno al manantial, ya muy agotado, de la infancia paradisíaca sino que por el contrario resulta uno de los testimonios más crudos, más dolorosos, de la niñez quebrantada. Al conocer este elemento biográfico se agiganta aún más la estatura moral del hombre Renán.
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Hay un momento en la historia de la literatura en que novela y poesía comparten e incluso intercambian procedimientos. No preciso convocar los ecos entre la poesía de T. S. Eliot y la novela de James Joyce. Bastaría evocar los climas de Octavio Paz en Pasado en claro y de Juan Vicente Melo en La obediencia nocturna para ilustrar que esa confluencia de temporalidades es confluencia de miradas y sobre todo de relaciones, de relatos de lo que se contempla, lo que se ve. El narrador adulto ve al personaje niño –o joven– desde su propio presente, pero al remontarse en el río del tiempo termina bogando en el presente de aquel. Así, de entrada, los dos presentes, el del escritor maduro quien visita al niño –o joven– que fue, y el de este niño –o joven–, confluyen en uno solo. En la aritmética del verbo, uno más uno no suman dos sino uno: unidad del presente de la escritura.
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En “Infancia ajena” pese a la conciencia de ajenidad el yo adulto vuelve a experimentar el dolor del niño que fue. Es decir, a pesar de instaurar una distancia, indispensable para la recapitulación, el sufrimiento no mengua con los lentes del tiempo sino que al contrario, como la luz del sol tras los cristales graduados, parece avivarse. Quemar. Arder aún en la piel de la memoria. La evocación se torna conmemoración: revivir.
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con cintarazos
que todavía duelen
a la memoria.
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“Herida ajena” configura dos tiempos asentando un diálogo entre el poeta maduro y el yo niño. El niño no habla, no se expresa, pues la voz madura sofrena la manifestación de esa voz espectral. Mediante la diferenciación tipográfica y espacial se distinguen en la composición temporalidades y conciencias. Así los versos con alineación izquierda y en variedad de tipografía redonda presentan las vivencias del niño en tercera persona, con voz narrativa que diríamos omnisciente si no supiéramos que la profiera el poeta. Por su parte los bloques de versos situados más a la derecha de la página y distinguidos con itálicas expresan la voz del poeta, quien interpela a su yo niño. Por ello el texto enlaza también focalizaciones, estrategias narrativas en las que aparece incluso el flujo de conciencia.
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En varios de los mejores momentos del poema sucede la alteración, esa confusión entre los yoes que permite por un lado cierta glosolalia, en la vena creacionista de Huidobro, y por la otra la invención al trastrocar la materia verbal, para componer neologismos, vocablos en los que se verbalizan sustantivos, sustantivos que se convierten en adverbios. Aparece aquí el celebrado ludismo de Renán ejercido con sapiencia: el juego no implica alegría sino un estado anímico, una condición pueril. Por ello la dimensión niño del poeta se aprecia en su proliferación verbal, en el recurso de las paronomasias, aliteraciones, y también el guiño, el fulgor que encontramos, el significado grillo que se percibe a través de los entresijos de los versos.
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Los muchos ti _____
dialogodonte
ensordecedor
todos dicen lo mismo
la madre
ciega – siega.
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He hablado de diálogo (“dialogodonte”, corregiría el poeta). En el poema hay no sólo la evocación madura sino la conjunción de dos enfoques. El del adulto acusa omnisciencia, al uso de los narradores realistas. Sin embargo no se mantiene tal distancia, ya que en cada momento los hechos, así sean tamizados de manera indirecta, se expresan desde la concepción del niño, de ese niño que sufre y no deja de sufrir golpes, castigos, hambre, miseria, orfandad. Por ello el poema se genera dentro de sí. El presente no cesa y con su inventiva verbal al servicio de una poderosa y conmovedora emoción, el discurso termina siendo una suerte de Tristram Shandy poético, en el que en su continúa interacción se engendran mutuamente. Uroburo genésico que el texto encausa.
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Coda
Uno emerge de la lectura trastornado de dolor, quebrantado el cuerpo. Sin embargo al alterarnos nos permite resurgir siendo otros. Tal es el logro de la auténtica experiencia poética. Renán en su última excursión al país de sí mismo, al país donde niño abandonado debió engendrarse a sí mismo, nos lega un extraordinario poema.
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