sábado, 24 de diciembre de 2016

Hugo Gutiérrez Vega después de su traducción a la otra orilla

24/Diciembre/2016
Jornada Semanal
Adolfo Castañon

I



Un día soñamos con nuestra propia muerte.

Arribamos a una ciudad sin nombre

y miramos la hora en un reloj sin tiempo.

[…]



Crece el dolor

en el espejo de la soledad.

Para vivir requerimos

el viento de la infancia.

El nacimiento

del crepúsculo

nos hace recordar

la morada del padre.



Hugo Gutiérrez Vega,

“El sueño que despierta”, Buscado amor (1965)



Era el tiempo en que se nos abría el paraíso

en todos los minutos del día.

Días de minutos largos,

de palabras recién conocidas.

El ojo de la magia les daba una iluminación irrepetible.

Y sucedió después que el paraíso era un engaño de la luz,

que a los amigos les bastaba un segundo para morirse,

que los amores llevaban dentro una almendra agria.



En la noche el paraíso sigue abriendo su rendija,

un fantasma de la luz,

el que hace que los amigos estén siempre aquí,

que los amores se conformen con su almendra agria,

que el corazón no rompa a aullar en la montaña.



Hugo Gutiérrez Vega,

“Variaciones sobre una

Mujtathth de Al-Sharif Al –Radi”



A Hugo Gutiérrez Vega lo vi por vez primera afuera del escenario de un teatro en Tijuana hacia 1976. Hugo iba vestido impecablemente de negro, como un notario. Creo que había participado en una función de teatro, quizá del Tío Vania, de Chejov. Él tenía cincuenta y dos años y yo veinticuatro. Me llevaba muchos años de vuelo y experiencia. Nacido en Lagos de Moreno, Jalisco, en los años previos al incendio de la guerra Cristera, fue educado ahí y luego en Guadalajara. Hugo fue un lector y un actor precoz. Desde niño, al igual que Alfonso Reyes o Rodolfo Usigli, jugó al teatro, a la representación, a la poesía en voz alta. Practicó, como él mismo dice, algunos de los divertimentos incluidos en la Flor de juegos antiguos, de Agustín Yáñez: “Yo me acuerdo muchísimo de uno donde te arrodillas frente a la muchachita que más te gustaba y le decías: ‘me arrodillo a los pies de mi amante, me arrodillo galante y constante’, y si ella te daba la mano y te levantaba, ya te podías perder con ella por las calles oscuras del pueblo. Pero había otros juegos más ingenuos, por supuesto, y eran juegos rituales: las escondidas, Doña Blanca está cubierta de pilares de oro y plata, los encantados, y todo esto llegaba a hipnotizarnos realmente. No hay cosa más seria que un niño jugando.” (David Olguín, Conversaciones con Hugo Gutiérrez Vega.) El jugador, el homo ludens, el actor con máscara y sin ella, el que al salir del escenario no sabe si el verdadero teatro empieza en la calle o viceversa, la vocación ávida de encarnarse en el otro y en la experiencia presentida se despliegan en el tablero de este observador que contempla su propia infancia apenas unos años después de transcurrida.



De la infancia muy poco ha quedado.

Digo esto a las cuatro de la mañana

mientras los buitres hacen ronda

sobre la higuera del mundo.

Es la hora en que los reporteros tiran el café;

la hora en que los escritores

miran su amanecida cuadriculada.

Digo esto mientras las ciudades cuentan sus muertos.

Lo digo con las manos caídas a lo largo de este cuerpo

que sirve para que me siente a contemplar

la puesta de sol de las islas griegas,

la amanecida de la cuarta torre de san Gimignano.

Algún día escribiré algo sobre los mitos

de la época en que me he dedicado a vivir.

Hablaré de los dioses

y de los semidioses de las tiras cómicas

–barrruuummm splah cuas ratatatata–

que ahora dicen más que el hermoso plumaje

de palabras

que los hombres han llevado siempre sobre la espalda,

a lo largo de este cuerpo presentido

por los colores del cáncer,

señor de los ejércitos,

gran liberador de la “pesada carga de la carne”.

Tendría que escribirse

la nueva teogonía

asomada más a la tierra,

a los entresijos de las mujeres, los hombres y las ovejas,

que a las cumbres de las nubes,

península y playa de un olimpo

que habitaban los dioses hechos a la medida

de los hombres.

Después vino Nietzsche…



Dice Hugo Gutiérrez Vega en el fragmento inicial de “Dos letanías de la madrugada”, dedicadas a Carlos Fuentes y escritas en Inglaterra. Luego de los juegos de infancia, Hugo se dio al teatro y abrió sus pupilas fascinadas al cine, a sus atmósferas y mundos fantasmales que poblarán sus insomnios y vigilias con las siluetas de esos poetas de la acción: El Gordo y el Flaco, Buster Keaton, Charlie Chaplin, los hermanos Marx, Vittorio de Sica, Pedro Infante, Fernando Soler. Sin embargo, el teatro, el de la carpa y el artístico, el literario y el poético, la Commedia dell’ Arte, el foro y la farándula en todas sus formas, la zarzuela, hasta la misma palestra política… El teatro representó para él una puerta y una iniciación, una vocación y un instrumento para su vocación poética. Es profunda su huella en esta venerable actividad donde la expresión oral y la expresión escrita se abren y cierran como puertas giratorias en torno al cuerpo y la voz. Es ineludible repasar el anecdotario conocido: a los dieciocho años, siendo estudiante de Derecho, llegó a ser jefe nacional juvenil del pan, incluso candidato a diputado. Sus dotes para la oratoria, la elocuencia forense y familiar, su buena memoria y su inquieta vocación, lo hicieron naturalmente un guía. Sin embargo, sus ideas progresistas lo obligaron a pasar penurias y a sufrir cárcel y un exilio juvenil en Belice. Carlos Monsiváis ha dejado una estampa memorable de aquel primer encuentro con el joven Hugo Gutiérrez Vega:



Conocí a Hugo Gutiérrez Vega en Aguascalientes, en julio de 1955. Yo era un adolescente no muy seguro de las devociones liberales y un tanto fastidiado con los manuales soviéticos, en cuya verdad creía sin embargo, a falta de mejor proposición totalizadora. Un compañero de estudios nos invitó a verlo ganar estrepitosamente un certamen de oratoria (¡El Concurso Nacional de El Universal!) y fuimos con sonrisa triunfadora a conocer la entonces provincia gentil mientras nuestro paladín ensayaba en el camión metáforas aladas (aptas para cualquier tema). El día del concurso fue fácil advertir el escaso impacto de las expresiones buriladas de nuestro campeón y el entusiasmo que concitaban los desplantes de un joven delgado, pelado a la brush, de ademanes tajantes y des-deñosos. Rápidamente averiguamos su nombre y su filiación: hgv, de Guadalajara, presidente del Consejo Juvenil del Partido Acción Nacional. “¡La reacción pura!”, advertimos instantáneamente y redoblamos los vítores a favor del gélido defensor de las instituciones laicas y priistas. Gutiérrez Vega se impuso a las porras cívicas con discursos que yo califiqué “de plazuela” y frases que fustigaban a los jóvenes “de calcetines de rombos, camisas amarillas y pensamientos del color de las camisas”. Irritado por tal victoria ultramontana, discutí con Hugo en el vestíbulo de un hotel, le recordé la vigencia de Juárez, él me citó los derechos del alma (por lo menos así evoco la escena) y nos separamos convencidos mutuamente (supongo) de haber adquirido un enemigo ideológico para toda la vida.



Efectivamente, se dio una fraternidad electiva, una amistad sostenida a lo largo de los años y sustentada en lecturas y espectáculos compartidos entre el poeta cosmopolita y el cronista tumultuario. En Londres compartieron noches blancas ante las pantallas del cine. Podría ser un ejercicio interesante reconstruir en un modelo para armar los asombros paralelos de estos dos aficionados a las mismas causas. Hugo recordó así a Monsiváis:



Retrato de mi amigo Carlos



Al fondo la ciudad,

su cielo gris, sus pájaros confusos;

a la derecha un teatro de arrabal

y el reparto de seres

en la noche alburera.

A la izquierda la cultura

entre poeta, sabio

y puta callejera.

Detrás de tus anteojos

miras pasar los seres y las cosas.

Los calificas

y te arrepientes pronto.

Tu arte es rectificar,

contradiciéndote

te mueves sin parar,

siempre estás vivo.

Te ríes

con una forma de tristeza

te duele

tu serena inteligencia.

Nadie conoce tu ser silencioso;

todos se apresuran

a asignarte papeles,

pero huyes;

tú siempre estás huyendo

y eres de esta ciudad

de cielo gris,

de pájaros confusos.



Además, en Londres, Hugo Gutiérrez Vega se encontró con la poesía en la persona de José Carlos Becerra, entonces novio de Silvia Molina, el alto poeta del cual le tocaría ser anfitrión y amigo, y cuya desaparición en los días finales de mayo de 1970 lamentaría en por lo menos dos elegías.



I I



Volviendo a aquel fugaz encuentro en Tijuana en el año de 1976, entre el poeta consagrado y el aprendiz de escritor, debo confesar que, aunque yo ignoraba entonces estas historias relativamente familiares, presentía que Hugo Gutiérrez Vega compartía con José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Juan José Arreola el hecho de haber vivido una infancia marcada, en el horizonte mundial, por la Guerra civil española y, en el horizonte nacional, por la Revolución Mexicana en su etapa constructiva y el rescoldo todavía vivo de la Guerra cristera. Al natural entusiasmo de la juventud se sumó el impulso optimista de la cultura de la postguerra, tan agudamente consciente de la herencia acuciante de la destrucción, el exterminio de los pueblos judíos en Europa y el significado de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la realidad de los campos de concentración, el Holocausto, las dictaduras en América Latina. El joven de veinticuatro años que veía con admiración a Hugo Gutiérrez Vega sabía vagamente que le había tocado vivir un México a la par provinciano, aldeano, pero también cosmopolita. Sin embargo, el precoz insolente no sabía hasta qué punto el teatro, la escena, la representación de la palabra lo habían llevado desde muy temprana edad a fundar con éxito una compañía teatral llamada Los Cómicos de la Legua. Ignoraba que Hugo se había dado el lujo de estrenar en lengua española y en México una obra de Eugene Ionesco, que vino aquí a verla, aplaudió la puesta en escena y se hizo amigo suyo. La experiencia teatral le dio a Hugo una perspectiva crítica e irónica de su vocación poética y literaria y lo afirmó como un heredero singular de la generación de los Contemporáneos. Fue discípulo, admirador y seguidor de Rodolfo Usigli y Salvador Novo. Conoció como director, por dentro, las obras teatrales de Xavier Villaurrutia. Antes de salir a Roma como agregado cultural, recibió de José Gorostiza un consejo que guardaría y practicaría toda su vida: no dejar de escribir ni un día, aunque sólo fuese una línea de un poema. En Roma, se acercó y se hizo un poco amigo adoptivo de Rafael Alberti, por entonces de sesenta y tres años, quien accedió a prologar su primer libro Buscado amor, estampado por la editorial Losada. En aquella primavera de 1965 el poeta español supo reconocer la voz de aquel mexicano de treinta y un años. Antes de seguir adelante una observación al paso: Gutiérrez Vega supo hacerse adoptar por autores de mayor edad que él, pero también supo adoptar a los jóvenes que venían adelante como consta en las páginas abiertas a escritores jóvenes de La Jornada Semanal.



Hermosa voz, a veces desolada

y a tientas, aunque siempre

capaz de volver clara, pura y joven

del más hondo desierto.

Raro es en estos días,

en estos tiempos ásperos, de hombros

que se encogen impunes ante la injusta muerte,

cuando parecería

que el turbión de la sangre y los escombros

segase al hombre todos los sentidos,

raro es ver que el poeta en la alta noche

puede oír el temblor de un corazón desnudo,

construir el amor a la distancia,

decir esas palabras que se llevará el viento…

a la vez que escuchar el gemido del toro,

la espantada agonía del caballo tundido,

el grito de la madre

con la boca sin vida del niño entre los senos

o el gran ojo de Dios,

gloriándose, impasible, de sí mismo,

en tanto que hacia él asciende de la tierra

el descompuesto vaho de una nada ya inerte.

Que el buen amor, amigo, y la esperanza

nunca jamás te dejen de su mano.



(Rafael Alberti, “Hugo Gutiérrez Vega”)



Todos los caminos conducen a Roma, y más en este caso. Roma comparte con México el hecho de ser una ciudad milenaria en cuyos subterráneos, terrazas, templos y jardines conviven varias civilizaciones y se mezclan las genealogías de distintos pueblos. Aquí la multitud variopinta de los prehispánicos, coloniales, mestizos, remediados y mejorados; allá, en la capital de la península Itálica, se yuxtaponen las multánimes capas de los etruscos, ligures, griegos, romanos, románicos y otros hijos del Mediterráneo. A la Roma de aquellos años la vivieron también otros mexicanos y españoles como María Zambrano, Juan Soriano, Jorge Hernández Campos, Tomás Segovia, Sergio Pitol, entre muchos otros a quienes cruzó o conoció el legendario peregrino elegante que salió de México hacia Nueva York, Londres, Roma, Atenas, Madrid, Río de Janeiro, Puerto Rico, sin dejar de ser fiel a su nativa raíz jalisciense. En Roma, Gutiérrez Vega conocería a muchos amigos europeos, rumanos e ingleses, pero en particular lo marcaría la visita al poeta Ezra Pound. Por cierto, otra visita mexicana que tuvo el gran poeta estadunidense fue la de la historiadora del arte Teresa del Conde.



I I I



Vuelvo a aquel fugaz encuentro con Hugo en Tijuana para confesar que casi todas estas noticias aquel joven de veinticuatro años no las conocía del todo, y acaso las presentía y adivinaba que formaban parte de la cauda invisible de aquel señor de barba entrecana con aires principescos a quien volvería a encontrar años más tarde, poco antes de que muriera en su departamento de Copilco en compañía de su amorosa Lucinda. Las últimas veces que conversé con Hugo se dieron precisamente en ese departamento. Lo pude visitar con relativa frecuencia, pues éramos vecinos y en algunas ocasiones lo acompañé a su casa al salir de las sesiones de la Academia. Siempre que asistía llevaba alguna publicación suya, ya fuese una traducción de algunos poemas suyos al griego o al rumano, la edición de algún escritor jalisciense en la que había tenido que ver, o libros sobre él como el de David Olguín o la entrevista realizada por Angélica María Aguado Hernández y José Jaime Paulín Larracoechea, que ha sido en parte el respaldo de esta estampa. Lo visité varias veces. Tenía yo la idea de invitarlo a que hiciera para la colección Las semanas del jardín, de la editorial Bonilla, un libro suyo. Pensaba en que armara para esa serie un libro de la memoria donde estuviesen los escritores y artistas congregados en torno a la revista Contemporáneos: José Gorostiza, Rodolfo Usigli, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, que fueron de algún modo sus maestros y, aunque no conoció a Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, los leyó y estudió, y sus ámbitos, espacios y atmósferas eran en buena medida los suyos. Había conocido a Manuel Rodríguez Lozano y en su nativo Jalisco había conocido a no pocos de los coetáneos de esa generación, y en México había tratado a los estridentistas. Le presumí a Hugo que tenía yo El sendero gris y otros poemas 1919-1920, de Arqueles Vela, impreso en México, ejemplar dedicado al académico Alfonso Teja Sabre. Le brillaron los ojos ante esa curiosidad del quién sabe si guatemalteco o chiapaneco cuyo seudónimo era Silvestre Paradox. De estos temas hablamos en ese rincón suyo limpio y ordenado. En cierta ocasión llegué a visitarlo pero él se había ido al periódico para atender 43 urgencias de la sierra de Guerrero. Me recibió su esposa Lucinda, quien me dijo que al menos me tomara un vaso de agua. No me negué. Mientras degustaba la suave y fresca limonada, sentí que en la atmósfera campeaba una cierta angélica armonía mientras entraba a la pieza la mansa luz de la tarde. Sentí la hospitalidad contenida en ese espacio y agradecí a Lucinda su insistencia para quedarme y conversar un poco, aunque lamenté no saludar a sus hijas. Una semana después volví y me encontré con Hugo. Le dije lo que había creído advertir. Hugo me sonrió y agradeció el comentario con una sonrisa y con mirada de “si tú supieras…” Pero de aquel proyecto de libro solamente quedó mi certeza de que Hugo Gutiérrez Vega forma parte de ese archipiélago de ínsulas extrañas y que su nombre está para mí asociado necesariamente al de ese otro patricio de las letras, Alí Chumacero, cuyo sitial ocupó entre nosotros.

Atesoro aquellos momentos en que pude entrar al espacio encantado de la torre b donde residía la familia Gutiérrez Vega. Sé que para un británico como lo era Hugo, abrir las puertas de su domicilio a alguien es franquear el puente levadizo del castillo. Al tocar alguna vez la puerta, recordé una anécdota de Hugo con Graham Greene en Londres: “Yo estaba sentado al lado de Greene –recuerda– y cuando se enteró que era el agregado cultural de la Embajada de México, que era poeta y acababa de escribir El lamento de Paddington me dijo clarísimamente: ‘Odio su país’, y le contesté: ‘Mire qué curioso, ¡yo lo odio también! ’ ‘Pero también lo amo’, dijo Greene, y le respondí: ‘Esto es todavía más curioso porque ¡yo también lo amo!’.” Hugo Gutiérrez Vega hizo buena química con los ingleses de una y otra atmósfera: cuando quiso conocer a la hija de Sigmund Freud, Ana, en Londres, ella preguntó por qué. Hugo respondió que era admirador de Freud como escritor: “Si admira a mi padre como escritor, lo recibo hoy mismo a las cuatro de la tarde.” Hugo llegó puntualmente a la cita y no sólo conoció la biblioteca y el museo personales, sino que la hija de Freud lo llevó hasta el jardín donde ella le tomó a Freud sus últimas fotos.

En Roma, Hugo Gutiérrez Vega conoció también a Rafael Fuentes, el padre del escritor. Años antes Roma había fascinado a otro mexicano, a Carlos Pellicer, el autor de unas hermosísimas Cartas desde Italia (escritas en 1927). Gutiérrez Vega fue lector y amigo de Carlos Pellicer y, más tarde, en los años de Londres, anfitrión fraternal del poeta José Carlos Becerra. La vocación del poeta es un llamado de la mente a sí misma a través de la palabra, un sopesarse en el aire y en la luz:



Hoy, con la entrada de la primavera

hemos dicho que el poeta es más fuerte que el mundo.

Cernuda debe haber reído silenciosamente

desde lo alto de su montaña morada.



Están abiertas todas las ventanas.

Todas las calles van hacia el sol.

Nadie se atreverá a contradecirnos.

Borges recorrerá esas calles

hasta el último día del mundo.



Conspiran a nuestro favor

una clara madrugada

y un bosque de altas ramas

con los brotes apenas nacidos.

Ayer la tierra desnuda

tenía un dedo puesto en los labios.



Hoy que abre los brazos

es posible tocarla,

decir que la soledad es buena,

que los poetas son más fuertes que el mundo,

que los anillos de hierro,

los billetes de banco,

los discursos,

las rejas.



2



A mi invitación al juego

contestas con una declaración escrita.

A mis saltos chaplinianos

respondes con tu cara de discurso.

A mi tristeza de Buster Keaton

opones tu deseo de subir.

Te saco la lengua amigablemente.

Yo seguiré representando mi farsa.

Quédate en la tribuna aquilina

y que una trompeta ronca

te despida del planeta.

Desde la fosa común te saludaré con mi corbata.

Hasta tu mausoleo llegarán mis proyectiles:

pasteles de crema,

helados de frambuesa.



Con Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, Hugo Gutiérrez Vega fue uno de los herederos activos y casi diría militantes del legado artístico de la generación de los Contemporáneos. No en balde dice de Paz: “Es el gran ordenador de la poesía moderna mexicana. Sus comentarios sobre los Contemporáneos desmitifican y, al mismo tiempo, consagran a ese ‘grupo sin grupo’ que nos llevó a la modernidad y superó nuestro atraso cultural. Su ensayo sobre López Velarde en Cuadrivio, es una rica reflexión sobre un gran poeta y su tiempo histórico. Después de Villaurrutia, es Octavio quien da las opiniones definitivas sobre la poesía de nuestro padre soltero.”

No en balde su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua versó en torno a Ramón López Velarde, ese padre soltero. Hugo Gutiérrez Vega fue elegido el 10 de septiembre de 2011, tomó posesión de su sitial y leyó su discurso el 11 de septiembre del año siguiente. Fue el 3er. ocupante de la silla xxiv, en la que sucedió a Alí Chumacero, le dio la bienvenida el entonces secretario don Gonzalo Celorio. Fue traducido a la otra orilla el 25 de septiembre de 2015.



I V



Gutiérrez Vega no sólo conoció y trató a varios de los escritores de la generación de Contemporáneos. Como nació en Jalisco y vivió en Guadalajara también, tuvo la oportunidad de tratar a los coetáneos de ellos en aquella ciudad. Esta es quizás una de las claves de la fisionomía intelectual de Hugo Gutiérrez Vega: la tensión complementaria de la oralidad y la escritura, de la conversación y el teatro. Hugo Gutiérrez Vega se alimentó con el contrapunto informado de lo que sucede simultáneamente en la gran ciudad y en las no tan pequeñas urbes que la rodean. Una prueba de esto es que sus empeños teatrales en Jalisco y Querétaro hayan coincidido con el proyecto de Poesía en Voz Alta animado por Juan José Arreola, Héctor Mendoza y José Luis Ibáñez, en asociación con Octavio Paz y Elena Garro. Esta genealogía teatral y literaria sería también una genealogía de la irreverencia crítica y de la desobediencia intelectual. Quizá este conjunto de circunstancias condujeron a Hugo a no escribir obras de teatro, sino a actuarlas, promoverlas y representarlas. También lo llevó, probablemente, a escribir una poesía en la cual se presiente el soplo de la palabra dicha en voz alta. Al igual que el poeta Eduardo Lizalde, Hugo Gutiérrez Vega es el autor no sólo de un conjunto de poemas, sino también y sobre todo, como reconoció Alberti, de una voz. A esa genealogía de Gutiérrez Vega hay que añadir otra, la que lo sitúa en el espacio helénico: ya no sólo de la Grecia soñada y leída de Alfonso Reyes, sino de la vivida de Jaime García Terrés, José Luis Martínez, Álvaro Mutis y, más recientemente, Selma Ancira y Francisco Torres Córdova. La figura de Hugo Gutiérrez Vega cifra una estela plural: persona y personalidad compleja y completa: poeta, diplomático, hombre de mundo, señor de muchas atmósferas, actor y director teatral, editor, maestro, pero sobre todo, ser humano diligente y generoso, hombre atento a seguir sin traicionar los pasos y los llamados de su vocación.



Miente quien diga

que no sé arrepentirme.

Me he pasado la vida lamentando

la mayor parte de las cosas que hago;

y por eso bendigo lo que impide

que tenga tiempo para hacer más cosas •

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