El Cultural
Héctor Iván González
La actualidad es escurridiza, la buscamos por medio de las revistas, de los suplementos, de las redes sociales, pero nunca la hallamos frente a frente. Es difícil saber qué está vigente, a veces tomamos la estática como si fuera algo relevante, y no lo es. Descreo de la actualidad más que de ciertas poéticas o de algunos autores que publicaron hace más de cincuenta años. A diferencia de varios de mis colegas, no busco lo más reciente per se. Ese frenesí por el último gesto vanguardista o la nueva tendencia me parece un distractor. Me gusta más buscar la esencia de ciertos libros o de ciertos autores, así es como considero que debería encontrarse lo importante, más que la “vanguardia” —ese deplorable término militar. En esta ocasión, el caso de Efraín Huerta, pasados los festejos por el centenario de su nacimiento, y planteándome la pregunta de si está vigente o no, me permite abordar una poesía en la que hay una disyuntiva entre varias poéticas. Me resisto a pensar que hubo muchos Efraínes, pues prefiero notar esta inestabilidad poética a crear una teoría que clone al poeta nacido el 18 de junio de 1914, en Silao, Guanajuato. Principalmente, porque percibo en la poesía de Huerta una lucha interna al res- pecto de hacia dónde dirigir su obra. No en balde, alguna vez escribió:
Pero el amor es lento, pero el amor
[es muerte
resignada y sombría: el amor es
[misterio,
es una luna parda, larga noche sin
[crímenes,
río de suicidas fríos y pensativos, fea
y perfecta maldad hija de una Poesía
que todavía rezuma lágrimas y
[bostezos,
oraciones y agua, bendiciones y
[penas.
Como a varios escritores de mi generación, las primeras noticias que llegaron de Efraín Huerta era que se trataba del “poeta de la ciudad”. Presentándonos unos versos, impresos al reverso de una postal —entregada por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, que dirigía el poeta Alejandro Aura—, donde aparecía el poeta en Nueva York, Huerta se revelaba como un poeta fraterno, pero —al menos para mí— no deslumbrante. Más tarde, al acercarme a algunos de sus poemas tuve la mala suerte de leer aquéllos donde la denuncia social se mezclaba con la arenga de templete. Se veía en éstos una influencia del Pablo Neruda de Canto general o de Canción de gesta; se notaba ese afán de querer contagiar la indignación, también aparecían los prontuarios de las bestialidades que efectuaba, efectúa, el gobierno de México o había lamentos por poblados como Lídice, República Checa, el cual fue arrasado por el ejército nazi. Se trataba de esa poesía que cumple una función momentánea, pero que, por esa misma razón, me parece que tiene una insoslayable fecha de caducidad. Como es bien sabido, Efraín Huerta formó parte del PCM, participó en la LEAR y siempre fue un poeta militante. Influido por poetas como Rubén Darío y, sobre todo, por Pablo Neruda, el canto de Huerta muestra la angustia de la llamada “poesía comprometida”, a pesar de que quien acuñó el término, Jean-Paul Sartre, eximió a la poesía del deber de comprometerse. Pues según su obra Qu’est-ce que la littérature? (1948), la poesía pertenecía a un ensamble del lenguaje que ya no era solamente denotativo, sino que la poesía era un fenómeno en sí mismo; sin tratarse del arte por el arte.
Quizá sea la tesitura que busca denunciar o la que busca entonar un himno la que me parece menos fresca en la poesía de Huerta; a pesar de que uno comparta esta indignación política, sus versos llegan a ser monótonos, parcos y, en ocasiones, tremebundos o alarmistas. Considero, como Sartre, que el poeta no necesita supeditar su obra a la coyuntura, pues cuando utiliza el lenguaje no es para denunciar la corrupción, sino para hacer que las palabras se ensamblen para lograr objetos particulares. Me parece que la poesía pierde fuerza y que se le reduce a un papel ancilar cuando se le asigna una función propagandística. ¿De qué sirvieron las menciones del corrupto ex presidente de Chile González Videla por parte de Neruda? ¿Qué hacemos con las loas al ejército ruso y al asesino Josef Stalin que firmó Efraín Huerta? Creo que podemos prescindir de ese amasijo.
Por su parte, tampoco me convence la etiqueta de que se trate de un “poeta de la ciudad”. Los poemas de cajón, “La muchacha ebria”, “Juárez-Loreto”, “Meditaciones y delirio en el Metro” o los que buscan hacer la epopeya nacional, “Amor, patria mía”, “¡Mi país, oh mi país!”, me parece que están bastante desgastados. Y no se trata de que una estética sea menospreciada en sí misma, sino que me parece que las imágenes y las percepciones que transmite influyen emociones que ya no asombran ni conmueven. En algunos momentos, a media lectura uno se desalienta por la falta de unidad, el tanteo ineficaz de algunas imágenes o, simplemente, el agobio que causa tanta sangre; a veces sangre derramada y a veces sangre benéfica, vital, pero sangre al fin. Asimismo, hay que decir que no es que la epopeya, la épica o el prontuario social me molesten, pero coincido con Carlos Oliva Mendoza, al pensar que
Nuestro primer romanticismo es aquel que llenó de símbolos la historia nacional; el segundo es únicamente la referencia significativa a aquello que ya era insensible a la comunidad, por eso se llena de pequeñas historias personales, como nuestra actual realidad. Nuestro primer romanticismo es simbólico; el segundo, en sus mejores momentos, tan sólo alegórico. (“La época romántica de la poesía mexicana”, en Historia crítica de la poesía mexicana, V.V. A.A., comp. Rogelio Guedea, tomo I, CNCA-FCE, 2015, p. 164).
Por eso resulta un tanto forzado el intento de Efraín Huerta de regresar la poesía a un incipiente romanticismo, por el cual los poetas decimonónicos ya habían cruzado. Y puedo decir que si busco acercarme al ocaso de Miguel Hidalgo o de los Insurgentes, prefiero hacerlo con Los pasos de López, del invaluable Jorge Ibargüengoitia, quien da un tratamiento singular a la historia sin disputarle un ápice al honor de este personaje, pero sí dotándolo de elementos refrescantes. Igualmente, si deseo aproximarme a la historia de mi país, optaría por Noticias del imperio, de Fernando del Paso, que el próximo 2017 cumplirá treinta años.
Es un hecho que Efraín Huerta gozó de un vasto contexto cultural realmente envidiable. En su momento, tomó posición y encontró su lugar en las disputas de la época encarando al grupo que representaba la postura “amanerada”, la de los “rilkistas, gidistas”, como les llamaba despectivamente Pablo Neruda, me refiero a los Contemporáneos. Contra este grupo —a diferencia del joven Octavio Paz, quien se reconoció un pupilo, aventajado, desde luego— Huerta establece una relación de rechazo, pero creo que también de admiración. Hay un Huerta profundamente “contemporáneo” que obraba a la sombra del archiconocido poeta de la protesta. Baste citar los siguientes versos de su primer libro, Absoluto amor:
Golpeóme labio de luna
y esferas verdes de aire
oceánicas con espuma
conchas peces sin color.
Mar verde que me lastima
en los brazos y en el pecho
martirio marino amor
de olas que enciende el dolor.
O también:
La estrella de tu frente como
[herida de vino,
enferma, detenida en mi boca.
Había un mundo de silencio en
[tu cuerpo,
como si la muerte se hubiese
[mirado en un espejo
o varias rosas en agonía
[hubieran imaginado
un paraíso de nieve o de cristales.
Como podemos constatar, Xavier Villaurrutia está presente en estos versos; ese poeta apolítico, homosexual y antípoda de la militancia, pervive en el fuero interno de esta poesía huertiana. También está José Gorostiza en una estrofa como ésta:
Quiero decir, en suma, que tu
[rostro
es perfecto en razón de la armonía,
y que en tus ojos siento, no
[reflejos
de corazón latiendo, sino suaves
y hermosos aleteos de ángel caído.
Hay mucho de estos poetas en el autor de Los hombres del alba, tal como lo podemos ver en la intención de Huerta de que su poema “Tajín” logre una apocatástasis, es decir, el regreso de todas las cosas a su origen, como lo logró Gorostiza en su “Muerte sin fin”.
De tal manera, creo que el poeta militante estorba un poco a la mejor versión de Efraín Huerta que podamos tener; incluso, cuando se celebra Los hombres del alba estoy completamente de acuerdo, pero no por los mismos poemas de siempre, sino por otros que apenas se mencionan: “La lección más amplia”, “Teoría del olvido”, toda esa sección, que se interrumpe por “Los hombres del alba” y “La muchacha ebria”, muestra al Huerta más fresco, más vital. Incluso en Estrella en alto, “Breve canto de alegría” con su insinuante:
En tu húmeda sombra, como
[una voz pequeña
cubierta de rocío y nacida
[en el aire,
con lentas espirales de gozo
estoy tendido,
sin piedad ni remedio.
Soy como un ruido blando
de tus pies cristalinos,
como una sonrisa desamparada
dirigida a las nubes;
estoy callado, no hablas, nada se
[oye:
parece que la tierra es dueña
[soberana
de nuestros cuerpos tímidos;
[parece
que has perdido de vista mi ternura;
heladamente sueñas, como
si fueras río, manzana y alborada.
Cabe agregar que esa “Estrella en alto” no se trata, como se podría pensar, de la estrella comunista, sino de un fenómeno celestial al que hermana con el erotismo de los amantes.
En el taller del alma maduran
[los deseos,
crece fresca y lozana, la ternura,
imitando tu sombra,
inventando tu ausencia
tan honda y sostenida
Hoy te sueño,
amante:
estrella en alto, huella
de una violeta lenta.
[…]
Un grito de agonía, una blasfemia
vuelve grises tus senos,
y mi sueño,
y esa noble fragancia de tu sexo.
¿Qué esperamos, hermana,
de esta reciente aurora
que nos fatiga tanto?
Mira la estrella,
es blanca, no es azul.
mírala, y que tus ojos perduren
como rosas perfectas.
Esos son los poemas que me hacen sentir un profundo ánimo y curiosidad por estudiarlo, poemas donde aparecen cielos altos, una luz meridiana que estría las nubes, poemas de metáforas logradas y de una imaginación que impone la sensación que Vicente Huidobro llamaba —traduciendo a Apollinaire— un “estertor de cielo”. El Huerta que me estimula es el de los versos que retratan ese panorama que se alcanza a ver en Guanajuato, mientras la vista se pierde por la circunferencia de la Tierra y por un cielo que poco a poco se ennegrece.
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