domingo, 18 de diciembre de 2016

Farabeuf de Salvador Elizondo: 50 años de la novela del escándalo

18/Diciembre/2016
Jornada Semanal
Antonio Valle

A los fotógrafos MacManus

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Farabeuf es una novela que ha sido objeto de múltiples exégesis. Curiosamente algunos de los métodos menos empleados ha sido el del psicoanálisis; digo curiosamente porque los temas que aborda el insólito texto pueden ubicarse no sólo como una parte de la historia universal de la infamia, sino dentro del campo semántico de las pulsiones eróticas, más allá del principio del placer y del malestar de la cultura, así como de diversos síntomas y patologías, especialmente aquellos ligados a las perversiones. Por supuesto, dicho enfoque no se hace en menoscabo de los descubrimientos estructurales y de las aportaciones literarias de esta obra señera que ha cumplido cincuenta años; aportaciones lingüísticas, poéticas y narrativas que, desde mediados de la década de los sesenta y hasta la fecha, no han dejado de asombrarnos.

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Farabeuf aparece en un contexto que, en términos generales, podría definirse –utilizando el mismo concepto que emplearon los artistas plásticos de la época– como una parte sustancial de “la ruptura”. Elizondo apunta hacia este hecho cuando comenta la obra de sus pintores predilectos. Entre otros, destacaba la obra de Francisco Corzas con su serie de trashumantes; la surrealista, criminal y muralista Sofía Basi y Gironella, de quien Elizondo dice: “Ha pintado un espejo que nos devora y nos hace vivir dentro de él.” Elizondo forma parte de una generación de grandes escritores mexicanos como Carlos Monsiváis, Juan García Ponce y Juan Vicente Melo.

La vida sensible e intelectual de Elizondo, además de experimentar y de nutrirse en las artes plásticas, estuvo íntimamente vinculada a la industria cinematográfica. De hecho, le gustaba explicar que la técnica que empleó para escribir y estructurar Farabeuf la recuperó de la técnica del montaje cinematográfico descubierta por Sergei Eisenstein. En ese sentido, significa un reto tratar de “desmontar” o, empleando un concepto de Derrida más cercano al estilo y a las preocupaciones intelectuales de Elizondo, “desconstruir” el proceso “narrativo” de Farabeuf para intentar comprenderlo. Es evidente que los principales temas desarrollados en Farabeuf tienen que ver directamente con las pulsiones de vida y muerte, así como con algunos elementos y símbolos ampliamente abordados por el psicoanálisis, temas como el estadio del espejo, el narcisismo y sus heridas, así como la trama de las perversiones sexuales “clásicas”, como voyerismo, sadismo, masoquismo, etcétera.

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Años después de que Farabeuf fuera publicada, el mismo Elizondo decía que esta “crónica de un instante” había estado rodeada de una especie de sensacionalismo, efecto publicitario y literario que sobre todo provenía de la inclusión de la famosa fotografía que descubrió en el libro Las lágrimas de Eros, de George Bataille. Como se sabe, esta fotografía es la de un(a) supliciado(a), tomada justo antes de su muerte. En esa instantánea se ve a un hombre, aunque hay quien afirma que el magnicida es una mujer. En todo caso, se aprecia un ser con los pechos cercenados, cuyo rostro andrógino, por el grado de dolor y el consecuente mecanismo para trascender el mismo, ha alcanzado una expresión en éxtasis, muy a tono con las reflexiones sensuales de Bataille. Por otra parte es relevante mencionar que, en su autobiografía, Elizondo casi no menciona a su madre; lo que sí se sabe es que, mientras vivía en Berlín, uno de sus primeros recuerdos infantiles es el de una nana alemana que, además de desnudarse frente a él, tenía una fuerte inclinación por los nacionalsocialistas. Evidentemente, en la figura de la madre, que a lo largo de sus textos brilla por ausencia, se encuentra una de las claves para entender una de las novelas más enigmáticas en la historia de la literatura mexicana.


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Buena parte de sus críticos ha señalado que la mayoría de sus influencias proviene de escritores malditos; algunos no dudan en decir que Farabeuf es una historia satánica, ya que Elizondo ha ido al encuentro de las cosas más oscuras de la condición humana. Sin embargo, en la mayoría de esas obras (hablemos de Arthur Rimbaud, por ejemplo) se reconoce una búsqueda espiritual, como si el poeta estuviera intentando sanar de alguna enfermedad del alma. Mucho se ha dicho de las obsesiones que escritores como Poe, Bau-delaire, Lautreamont, el Marqués de Sade, Antonin Artaud, Jean Genet o, más recientemente, Charles Bukowski expresaron, a través de un estilo “maldito”, la búsqueda de algún tipo de alivio para sus melancólicos espíritus. De alguna forma, la historia literaria de los malditos en el fondo es una historia alternativa de la espiritualidad occidental, una búsqueda de liberación personal que, al publicarse, cumple con efectos muy importantes de liberación psíquica y social.


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Hace treinta años, Fernando Cortés me invitó a tomar un curso de fotografía que impartía su padre, el profesor MacManus, en un viejo estudio que tenía en el Centro Histórico de Ciudad de México. Ahí experimentábamos con una serie de técnicas y conceptos en torno a la fotografía en los que hoy me apoyaré, tratando de analizar el concepto “crónica de un instante” en Farabeuf. Si como el mismo Elizondo dice que intentaba crear algo que pudiera acercarse a este oxímoron, no existe medio expresivo más eficaz, y tal vez único, que una fotografía, un arte que, como llanamente lo dice su etimología, es una forma “instantánea” de “escritura de luz”, especialmente si pensamos en la fotografía que se llevaba a cabo cuando había que trabajar con cámaras fotográficas que operaban mediante dispositivos de obturación que regulaban el paso de la luz a través de un diafragma que a su vez regulaba la dimensión de su obertura, proceso que tenía que ver con el tiempo de exposición y de la sensibilidad de la película en la que se registraban las imágenes que serían resguardadas en una cámara oscura herméticamente sellada, para, finalmente, imprimir las fotografías sobre papel en un cuarto oscuro débilmente iluminado por algunas luces rojas que recordaban a los antros o a algo que remotamente podría parecerse a la sensación de una temporada en el infierno. Parte del ambiente de un cuarto oscuro de fotografía fue “revelado” en el relato “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, que apareció en el libro Las armas secretas, relato que a su vez fue adaptado para el cine con el título de Blow-Up, dirigida por Michelangelo Antonioni. Valga esta breve explicación de los procedimientos casi poéticos del arte fotográfico previo a la explosión de los pixeles y del uso de Photoshop, para aproximarnos a ciertas imágenes que permanecen veladas en el inconsciente, imágenes alta-mente significativas que de pronto, al revelarse, como le sucede a Elizondo en Farabeuf, cobran un sentido de extravío y angustia inenarrable. Es importante mencionar que Elizondo varias veces indicó que le hubiera gustado que sus lectores potenciales percibieran Farabeuf tal y como él lo percibía, en esa especie de cinta mental laberíntica por la que pasaba “su película”. Es decir, le hubiera gustado conocer a alguien que fuera capaz de percibir y de sentir lo mismo que él experimentaba (gozaba y/o sufría) al “verla” –leerla. Evidentemente decía esto desde una especie de herida narcisista “cicatrizada” que difícilmente podía abrirse y “manar” en un diálogo con el “otro”; es decir, para interactuar con un receptor que tuviera algo distinto que comentar. Elizondo parecía buscar algo o a alguien que fuera capaz de escuchar sin interrupciones ni interpretaciones de ninguna especie esa historia donde “no ocurría nada”. Sin embargo, me parece, una escucha atenta a eso, a todo lo que no quería o no podía decir (que suele ser lo indecible en todo proceso de revelación de lo inconsciente); eso, intuyo, es la tentativa que buscaba revelarnos Salvador en las numerosa entrevistas que concedió para hablar de Farabeuf.


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Hace unas horas Luis Tovar me recordó la imagen de la oreja que aparece tirada en un jardín al principio de la película Terciopelo azul, de David Lynch. Esa oreja mutilada y cubierta por un hervidero de hormigas es el símbolo que movilizará todo aquello que ha permanecido inaudible, símbolo de todo aquello que no se escucha y que, sin embargo, visualmente escandaliza. Un poco de esto es lo que sucede con el supliciado de Bataille; supliciado, magnicida y víctima es el mismo personaje que Elizondo “presenta” como detonador y también es el mismo que menciona Julio Cortázar, aunque sólo como alusión ominosa, en Rayuela. Indudablemente la obra de Georges Bataille provocó gran inquietud entre los escritores e intelectuales de los años sesenta, década en la que algunos de esos narradores se propusieron revolucionar el concepto de las historias noveladas. La misma Rayuela, pero sobre todo 62 Modelo para armar, son un buen ejemplo de lo que se propusieron algunos de los más audaces escritores latinoamericanos. En ese sentido, la idea de “montaje” cinematográfico utilizado por Elizondo presupone una participación muy activa por parte de sus lectores-espectadores (ideal que Elizondo hubiera deseado para que hicieran contacto visual y no mediante una interpretación intelectual del doctor Farabeuf) que les permitiera “crear” las imágenes necesarias para cubrir los vacíos de tiempo y de lugar o elipsis, mecanismo de la imaginación que por cierto no sólo precisaba Farabeuf sino El acorazado Potemkin, de Eiseinstein, 2001 Odisea del espacio, de Kubrick y, de manera más compleja, la mencionada Terciopelo azul y Mulholland Drive, de Lynch. Lo mismo sucede con obras como Esperando a Godot, de Beckett, o Reunión de personajes, de Elena Garro.

El verdadero problema para entender Farabeuf es que contamos con un solo fotograma de la cinta, no tenemos ni un antes ni un después de ese terrible instante detenido. Eso sí, Elizondo nos ofrece algunas pistas, como el signo seis del i Ching, una inquietante pintura del renacimiento veneciano llamada Amor sagrado y amor profano, de Tiziano, y un nauseabundo manual de cirugía de un doctor, entre unos cuantas pistas más. Con esos datos y la prosa poética de Elizondo, cada uno de sus lectores “armará” su modelo personal de Farabeuf. Por fortuna, además de esa “película” por la que “corre” Farabeuf, también “corren” por nuestra mente pistas paralelas que nos permiten tener vislumbres de esa novela literalmente iconográfica. Tomemos por ejemplo el símbolo de la cifra seis del i Ching, que Elizondo presenta como una reproducción del supliciado chino. Se trata, ni más ni menos, que del asesino del padre. Elizondo, además de despistarnos sistemáticamente durante la “crónica de ese instante”, hacia el final introduce una gran sospecha diciendo: “Mire usted esa fotografía con gran cuidado: ¿no reconoce usted a Melaine Dessaignes?” lo cual significa que el magnicida torturado puede ser una mujer. Jean Chevalier y Alain Gheerbrant dicen que la cifra seis “marca la oposición entre la criatura y el creador”, que el seis es el número de los antagonismos, de la perfección en potencia, perfección que sin embargo hace del seis el número de la prueba entre el bien y el mal, y que en el Apocalipsis el seis es el número del nombre físico sin su elemento salvador, sin ese elemento redentor que en el poema-prólogo del i Ching de Jorge Luis Borges es reconocido con facilidad cuando dice: “Pero en algún recodo de tu encierro/ Puede haber una luz, una hendidura/ El camino es fatal como la flecha/ Pero en las grietas está Dios, que acecha.”

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Alguna vez Elizondo afirmó que escribía por resentimiento y por curiosidad, que su necesidad de comunicarse con los demás no era para él algo imperativo sino aleatorio: “Yo quisiera poder dialogar esclarecidamente conmigo mismo, mucho más que con los demás.” En Farabeuf dice: “Tratarías de reconocer en el brillo de aquella cuchilla afiladísima los reflejos que produce el sol sobre el lente de la cámara”; sin duda se trata de una imagen simbólica de castración y voyerismo. Es interesante señalar que al psicoanálisis “le corresponde el mérito de una descripción específica de la perversión, articulada en su forma definitiva por Freud en 1927, a propósito de un caso de fetichismo”. En esa descripción “se confirma el primado del falo y el establecimiento de un objeto sustitutivo, metonímico en relación con la castración simbólica… elementos (que) se desarrollan en la experiencia primordial del niño durante su encuentro con la cuestión del sexo, que aparecen bajo una luz radicalmente traumática.”

“No recuerdo nada. Es preciso que no me lo exijas. Me es imposible recordar.” Esta línea nos habla de la imperiosa necesidad que Farabeuf y sus dobles antagonistas-protagonistas tienen: necesidad de olvidar –velando–; de la imposibilidad de recordar –revelando–; necesidad que acaso siga expresándose en las múltiples proyecciones e interpretaciones que esa iconoclasta crónica de un instante continúa generando en sus nuevos espectadores-lectores.
Al pintor, poeta, cineasta y narrador excelso Salvador Elizondo, maestro de la autobiografía y de la autoficción, le debemos un trabajo de experimentación aforística con un lenguaje donde sus imágenes, como en el espejo de Gironella, se conviertan “en nada”, acaso “en la imagen” (esto lamentablemente cierto desde un punto de vista simbólico de la ley del padre y su caída; y en ese sentido, lamentablemente cierto desde lo moral y lo político) “de lo que verdaderamente somos” 

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