martes, 13 de noviembre de 2012
Lo que aprendí del boom
3/Noviembre/2012
El País
Guadalupe Nettel (México, 1976)
Gracias al boom aprendí algunas cosas que han influido en mi forma de ver la literatura: la primera —y basta leer La ciudad y los perros para darse cuenta— es que la novela no es necesariamente un género de madurez y que es posible practicarlo de manera virtuosa siendo aun muy joven. La segunda, y la más importante de todas, es que se debe escribir desde quienes somos, desde aquello que nos hace únicos e irrepetibles, en vez de querer imitar el estilo de los autores a los que admiramos. Esto lo entendí leyendo a Gabriel García Márquez, pero también a todos los escritores que, en vez de concentrarse en buscar su propia voz, intentan reproducir el estilo del escritor colombiano. La tercera es que más vale no pertenecer a ningún grupo literario que encasille nuestra literatura y la cuarta es que el amor —tanto por las personas como por los libros— es eterno mientras dura.
Mayra Santos-Febres (Puerto Rico, 1966)
Como muchos otros escritores de mi generación, crecí en el boom. El boom construyó un sistema de referencias más literario que real, pero que apelaba a las ansias de identidad que necesitábamos como región. Del boom aprendimos todos que se puede ser un latinoamericano universal. Además, pudo brindar claves para la creación y captación de realidades tan distintas como las de Orhan Pamuk, Salman Rushdie, Toni Morrison, Paul Auster o Ben Okri. Todos estos escritores han confesado su deuda con el boom. Saber que Colombia, México, Perú, España y Puerto Rico decidieron mediante sus escritores que éramos familia, a mí me hizo crecer con un panorama que sobrepasa la geografía. Sentirme heredera de una tradición tan vasta me incita a querer superar los legados del boom, y fraguar (y se debe fraguar) otra manera de ser ibero / latinoamericano / universal en el mundo.
Damián Tabarovsky (Argentina, 1967)
El boom retoma la ilusión de que el escritor latinoamericano tiene que tener algo de for export, de very typical (Bolaño es el último avatar del boom) con algunas gotitas de denuncia social y pasteurización de tradiciones locales. A la vez, introduce la novedad de que para ser escritor, o aún peor, hombre de letras, hace falta tener a una Carmen Balcells, o alguien como Carmen Balcells, o a muchos como Carmen Balcells; expresa el momento en que Barcelona comenzó a volverse sede del poder económico editorial en castellano; informa sobre la necesidad del mercadeo de izquierda como paradigma de la figura mediática del escritor latinoamericano (García Marketing, como lo llamaba Fogwill). Lamentablemente no aprendí demasiado de esas cosas. O por la negativa, tal vez sí, mucho. Algo más: hace poco releí Pedro Páramo y Tratados en La Habana, casi antagónicos y ambos notables.
Wendy Guerra (Cuba, 1970)
El boom es mi certeza de que en medio de las crisis o la guerra fría, el autor puede generar patologías literarias, divinos síntomas de escritura excepcionales en un estilo común a sus contemporáneos. Como en el Renacimiento, en geografías distintas surgen tópicos comunes, evidencias culturales antes inverosímiles y la literatura patenta, exhibe, prueba lo que antes parecía una alucinación endémica. Lo inaceptable es reconocido a través de la alta palabra. Nací en 1970, soy un personaje concebido tras la copulación colectiva en un mar de misiles y poesía lezamiana, ellos me entrenaron en defender mi literatura (que es mi persona) por misterioso que pueda resultarle a quienes (hoy) impiden sea editada o leída. Comprendí que yo misma soy ese personaje literario pensado, escrito, dibujado por la mano del boom, yo soy su hija, existo y tengo voz por ellos, a pesar de las nuevas guerras frías.
Yuri Herrera (México, 1970)
Quizá lo primero es lo que los mismos escritores del boom aprendieron de los modernistas: que la voluntad de estilo define la mirada sobre la realidad y la fuerza de su narrativa. Que la del boom, entre otras cosas, adolece de ser una lista compuesta casi exclusivamente por hombres. Que un fenómeno mercadotécnico a veces solo es eso, y a veces se aprovecha de algo evidente, como que la mejor literatura en lengua española ya se estaba escribiendo en el continente americano. Que un buen escritor no necesariamente es una autoridad moral: algunos de los que escribieron las mejores novelas del siglo XX también plagiaron el trabajo de otros, sostuvieron amistades con dictadores, justificaron invasiones injustificables y subordinaron sus opiniones políticas a las necesidades de sus patrocinadores. Que una buena novela sobrevive a las mezquindades de sus autores e inclusive a su propio éxito.
Alberto Fuguet (Chile, 1964)
Lo que más aprendí del boom: lecciones de vida, ejemplos a no seguir. No tratar de abarcarlo todo, no ser tan grande. Poder tropezar. Aprendizajes: las mafias funcionan, una agente superpoderosa puede lograr mucho, un autor vale más que su editorial. ¿Qué más? La idea de España como casa matriz me complica. El boom (onomatopeya inglesa para designar el estallido de una bomba: rara definición, ¿no?) fetichizó la figura del autor; los transformó en superhéroes. Le dio acceso al poder e hizo que estuviera demasiado cerca de este. Pero lo que más me complica es la idea de que unos ganaron y otros quedaron fuera. El nosotros. Uno de “los nuestros”. Lo tenían muy claro: quién era quién. Hoy, claro, el veredicto ha cambiado. Puig ahora es delantero. Quedan algunas obras maestras, lo que no es poco. Y la esperanza de que ojalá nunca vuelva a ocurrir.
Juan Gabriel Vásquez (Colombia, 1973)
Entre los muchos legados de esa generación extraordinaria, uno me interesa especialmente: el derecho a la contaminación. Me refiero al destierro de todo nacionalismo literario, al choque voluntario de la provinciana y castiza novela latinoamericana con otras lenguas y otras tradiciones: otras voces, otros ámbitos. Borges y Onetti habían entreabierto las ventanas de nuestra literatura para que por ellas entraran los otros, de Kipling y Stevenson a Faulkner y Céline; pero esas rupturas los obligaron a justificarse repetidamente, y fueron siempre miradas como heterodoxias o herejías. El boom convirtió aquella ventanilla entreabierta en una tronera: entró a saco en la gran novela moderna, y nos legó a los que vinimos después la posibilidad de mirar más allá de nuestra lengua y nuestras fronteras para construir novelas. Y eso hemos hecho: sin pedir permiso y, sobre todo, sin causar escándalo.
Andrés Neuman (Argentina, 1977)
Ninguna etiqueta explica la realidad, pero algunas la mutilan hasta volverla incomprensible. De eso que llamamos boom aprendí el abismo entre los rótulos y las obras. ¿Qué tiene que ver Lezama con Onetti? ¿Por qué García Márquez (1927) y Vargas Llosa (1936) sí, mientras Puig (1932) no? ¿Hasta cuándo maestros como Di Benedetto o Ribeyro seguirán fuera de la foto? ¿Por qué no figuran poetas, habiéndolos brillantes? ¿No resulta sospechoso que ni siquiera Elena Garro, Silvina Ocampo o Clarice Lispector aparezcan en tan viriles listas? De eso que llamamos boom admiro la ambición estética de sus autores, que me hace pensar en la infinitud de la escritura; y recelo de sus mesianismos políticos, que me hacen pensar en la patología del liderazgo. Entre tanta generalización, dos décadas de textos extraordinarios. Tan grandes que merecen ser leídos como por primera vez, desordenando los manuales.
Iván Thays (Perú, 1968)
Antes del boom, los escritores eran parte de una tribu literaria regionalista, y quienes cumplían ese requisito no existían en el radar literario; el boom rompió esa reducción tribal y se organizó bajo un criterio insoslayable: la libertad formal y la libertad a la hora de escoger los temas. Gracias a su talento y a esa libertad, sus libros —incluso los que pueden ser considerados más “regionales”— pudieron leerse no solo como un folleto informativo sobre un continente exótico, sino además como textos cuyos temas comprometían a todos los seres humanos. El boom ganó un espacio para los escritores que habían llegado antes y para los que íbamos a llegar después. Si algo aprendí de ellos es a no someterme a una agenda nacional, latinoamericana o del propio boom para escribir, y a defender mi derecho —no siempre respetado o asumido por los demás— a ser leído fuera de cualquier tribu.
Julián Herbert (México, 1971)
Me resulta caricaturesca la actitud de autores de mi generación que descalifican íntegramente el boom. Por otro lado, me entusiasman poco los libros que García Márquez, Fuentes o Vargas Llosa publicaron durante las dos últimas décadas. La región más transparente, La tía Julia y el escribidor o Crónica de una muerte anunciada siguen siendo un gozo. También muchos cuentos de Cortázar. Pero mis narradores latinoamericanos favoritos del periodo —Cabrera Infante, Ibargüengoitia, Julio Ramón Ribeyro, Manuel Puig— no son, en sentido estricto, parte del boom: más bien refieren una sensibilidad pop que se aleja del exotismo y el simbolismo autoinfligidos y privilegia el humor sobre lo sublime. No creo que el boom sea un fenómeno generacional, sino editorial y, hasta cierto punto, una actitud ante el lenguaje. Si esto es verdad, entonces prefiero el bip: una literatura en tonos más punzantes.
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