sábado, 10 de noviembre de 2012

Bryce y sus críticos

10/Noviembre/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

No puedo decirme amigo ni tampoco gran lector de Alfredo Bryce Echenique. Hará poco más de un año me lo presentaron en el Hay Festival y tuve oportunidad de charlar con él un rato, mientras tomábamos una copa bajo el delicioso sol de Xalapa. Me pareció un hombre afable y sencillo, sin poses ridículas ni ínfulas de consagrado. En verdad, fue agradable conversar con él.
Aunque ya se sabía de las demandas que enfrentaba por plagio, estaba lejos la marea de críticas y descalificaciones que sobrevendrían tras ser declarado ganador del premio Feria Internacional de Guadalajara de Literatura en Lenguas Romances 2012. En México bastó el recordatorio de esas denuncias —hasta donde entiendo, bien documentadas e incontrovertibles— para que el autor de Un mundo para Julius fuera colocado en el ojo del huracán. Páginas y más páginas, marejadas de mensajes, tuits y artículos llenos de indignación ante lo que significa premiar a un escritor que no ha podido limpiar su nombre de tan graves acusaciones, llenaron todo el paisaje mediático.
Ante la embestida crítica, surgió una defensa que fue primero débil y timorata, y luego, con todo y abajofirmantes, francamente exagerada, especialmente al considerar que Echenique está siendo víctima de una suerte de “linchamiento”. Yo no veo tal, pero sí advierto que la vieja historia de que “solo en montón” algunos se atreven a lucir su ferocidad crítica, se repite.
Hacer leña del árbol caído es el deporte favorito de un mundo cultural desacostumbrado, lamentablemente, a lo que le debería ser consustancial: la crítica. En ese mundo todo es perfecto hasta que alguien se tropieza, cae, y entonces, sin ningún miramiento, comienzan los deslindes, las condenas y la tentación de golpearlo. Gente conocida por su obsecuencia y maestría en la lisonja, aparecen como decididos críticos, indignados caballeros de las letras.
Desde luego, esto no hace inocente a Bryce. Y no es posible defenderlo, como han hecho —unos por encargo y otros por obligación— muchos de los involucrados, de un modo u otro, con la maquinaria editorial que lo ampara o con el engranaje publirrelacionista o de intereses de este y otros galardones (donde ya se ve con más claridad que nunca que no pocos de quienes los otorgan son también los que los reciben siempre; jueces y partes, descubridores y descubiertos de lo mejor de la literatura).
Por supuesto que el plagio debe ser nombrado como tal y castigado si se comprueba (lo que sucede en el caso Echenique); así que de nada valen las más elaboradas —y erráticas— argumentaciones de sus defensores, pretendiendo que lo que se premió es su trayectoria literaria, no los artículos plagiados (como si un premio de estos vuelos admitiera una suerte de doble vida intelectual: una como creador intachable, y la otra como vulgar plagiador). Creo que eso no es fácil de separar, porque no se está cuestionando un vicio íntimo, una preferencia personal o una idea propia, sino una forma, la más grosera, de llevar su vida pública como escritor. No, claro que no son sus artículos los premiados, pero cada una de esas piezas publicadas y que ahora resulta que fueron plagiadas, estaban firmadas por el reconocido escritor, quien por lo visto ignora que lo único que tenemos en este oficio de escribir (en periódicos o en las más prestigiadas editoriales) es nuestro nombre.
Percibo, además, que tras ese argumento de que una cosa son sus artículos y otra sus grandes novelas, se esconde el desprecio por el periodista: total, robarle a un articulista no es lo mismo —¡cómo va a ser!— que robarle a un escritor. Supongo que sus abogados escritores piensan que es como robar en los mercados callejeros, cuando lo verdaderamente imperdonable sería robar en los supermercados. ¿No es así? Hay algo de eso, por más que traten de refinar su alegato.
Se ha hecho decir a Bryce, en multicitada entrevista hecha por el diario El País: “No he plagiado… Nunca lo he hecho”; y ante sus críticos: “Es un grupo de extrema derecha. Hay gente que quiere todos los premios para ellos. Son unos frustrados... ¡Que se jodan!”.
Y la verdad es que lo que se ha jodido, sin duda alguna, en todo este proceso lleno de planteamientos extremos y demasiados dimes y diretes, es la credibilidad de los premios, el dictamen editorial que convierte a casi cualquiera en superstar de las letras y a éstas en un espectáculo más, un show de redactores mediocres con grandes reflectores encima e historias predecibles, y que están atentos de cuál es la historia del mes que les puede atraer lectores (un crimen sonado, otra puñetera historia de narcotraficantes venida desde el “periodismo narrativo” o desde la literatura que emana de los reportajes más volados, alguna anécdota escandalizante de truculencia sexual o incluso ingenuas e inverosímiles aventurillas postadolescentes).
Al “lector” —el que ellos ven como cifras de mercado potencial— lo que pida. Es decir, lo que vende; la editorial exitosa lo dirá y entonces el escritor tendrá su gran oportunidad.
Se ataca el plagio con gran dedicación, pero no se dice nada de la pequeñez (y desfachatez) de muchos libros que andan por ahí como grandes obras, sin necesidad de plagiar nada, porque todo en ellos es tan pobre que sería tristísimo que así fuera. Y tampoco se dice nada de las patrañas inventadas por algunas editoriales para vendernos a sus nuevos autores de “prosa deslumbrante” o a sus consagrados que “confirman” su brillantez con grises opúsculos que deben ser vendido (se ha invertido mucho en ellos, algo debe recuperarse).
El caso Bryce Echenique enseña muchas cosas que el mundo editorial y literario sabe o debería saber desde hace tiempo. Sus lecciones trascienden al autor peruano y deberían hacer pensar más, mucho más, a sus críticos y a sus defensores mexicanos.

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