martes, 27 de noviembre de 2012

El regreso del yo

27/Noviembre/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Mucha de la energía que dio pie a los modernismos y vanguardismos de inicios del siglo XX se formó entre las flamas donde se consumió el yo lírico: una figura autorial legitimada por su apego a la experiencia y, luego entonces, la autenticidad de un relato controlado por un sujeto portador de sentido. El autor murió, o volvió a morir, al menos en cierta tradición occidental, más o menos a finales de los sesenta, cuando Barthes y Foucault publicaron sus ensayos “La muerte del autor” y “¿Qué es una obra?”, respectivamente. Muy lejos de molestarse por la pregunta acerca de la originalidad de los textos, que era y es una pregunta sobre la expresión fidedigna de una interioridad autorial o, peor, sobre la propiedad del lenguaje, Barthes insistía en que el texto era “un tejido de citas provenientes de los mil focos de cultura”, cuyo sentido era develado, o fraguado en todo caso —reconstituido, eso sí— por la lectura.
Más recientemente, los conceptualistas han decretado una vez más la muerte del yo lírico, llamando la atención sobre procesos de escritura que transforman al autor en curador de textos, con frecuencia en compañía y a la par de las máquinas. Tal vez por eso deba notarse que dos de los libros que llegan con sendos premios a la FIL de Guadalajara —Canción de tumba, de Julián Herbert, quien se hizo acreedor del Premio Elena Poniatowska, y Sangre en el ojo, de Lina Meruane, que ganó el Sor Juana— se fincan en el terreno de la autoficción: esa forma narrativa del yo en que la delgada línea entre la ficción y la no ficción se vuelve, si cabe, más delgada aún. La división entre el narrador y el autor se cuestiona, si no es que se invalida, a través de la producción de personajes que llevan el nombre del autor y que, aún más, dirigen sus discursos a un tú —la madre en el primer caso; la pareja, en el segundo— desde el que regresan, convertidos en otra cosa.
Generados dentro y por el espacio del hospital donde cae el cuerpo vulnerado, estos textos refieren experiencias muy personales pero siempre en relación a otros: desde la tecnologías de atención social hasta las tácticas de cuidado en núcleos donde lo familiar es polimorfo y singular. Se trata de un yo, en efecto, pero de un yo más allá del discurso identitario: menos preocupado por decirse a sí mismo y más por decir algo del cuerpo en relación a otros y en relación al mundo. Para contextualizar mejor la lectura de estos libros, valdría la pena traer a colación lo que Peter Sloterdijk, Micheal Onfray y Judith Butler, entre otros, han dicho sobre las relaciones entre el yo y el tú y la escritura.
Sloterdijk recurre al concepto de la escritura nerviosa (marcada por tatuajes emocionales conocidos como engramas, que “ninguna educación es capaz de cubrir del todo y ninguna conversación logra esconder del todo”) para argumentar, apoyándose en la célebre cita de Paul Celan, que “la poesía no se impone, se expone”. Y el exponerse —al menos en el caso del Sloterdijk que escribió esa lección de Frankfurt que responde al título de “La vida tatuada”— ciertamente involucra el gesto de autodesnudamiento que pone en juego el tatuaje original y que es, desde un inicio, “un gesto de apertura, una victoria sobre la asfixia, un paso hacia delante, un exhibirse, un manifestarse y darse a oír, un sacrificio de la intimidad en aras de la publicidad, una renuncia a la noche y niebla de la privacidad en beneficio de una ilustración bajo un cielo común”. En el arte primero es el testimonio y luego la creación puesto que, de otra manera, sin ese tatuaje primigenio que pone en movimiento al lenguaje, que con-mociona al lenguaje, el arte solo “será ejemplo de transmisión de una miseria brillante”: una impostura.
Por su parte, Onfray parece abogar por algo parecido cuando decidió concluir su Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar con una coda de título “Por una novela autobiográfica”. Sirviéndose de la obra de Luciano de Samóstata, Onfray trae a colación dos lecciones, a saber: que “los filósofos manifiestan un talento verdadero para construir mundos extraordinarios, pero inhabitables”, y que “los filósofos enseñan unas virtudes que se cuidan mucho de practicar. Venden morales que se reconocen incapaces de activar”. Dar cuenta de uno mismo en este caso no constituye un acto superfluo de exhibición personal, sino una estrategia retórica y moral que liga la idea profesada y la vida vivida. “La lección que podemos retener de los doxógrafos antiguos sigue siendo importante”, argumenta Onfray, “cuando la vida filosófica necesita, y hasta exige, la novela autobiográfica, cuando una obra presenta interés solamente si produce efectos en lo real inmediato, visible y reparable”.
Dar cuenta de uno mismo es contar una historia del yo, pero es también contar con una historia del tú. El yo, dice Butler en Giving an Account of Oneself, es difícilmente esa estructura unitaria y hermética que forma parte de un contexto más o menos estático dentro del cual gravita, rozando apenas otras entidades parecidas. Siguiendo a Adriana Caverero y en contraste con una visión nietzscheana de la vida, Butler dice que “yo existo en importante medida para ti, en virtud de tu existencia. Si pierdo de perspectiva el destinatario, si no tengo un tú a quien aludir, entonces me he perdido a mí misma. Es posible contar una autobiografía solo para otro, y uno puede referenciar un ‘yo’ solo en relación a un ‘tú’: sin el tú mi historia es imposible”. Pero estar antecedido, y luego entonces constituido, por el otro constituye un testimonio de la radical opacidad del yo para consigo mismo. De ahí que el yo sea en realidad una rasgadura.
Un recuento de uno mismo debería enunciarse en una forma narrativa que diera testimonio de tal modo relacional de la vulnerabilidad humana. Una autobiografía, en este sentido, tendría que ser sobre todo el testimonio de un desconocimiento, una biografía del otro tal como aparece, en modo enigmático, en mí. Tres títulos para consideración: La autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein; La autobiografía de mi madre, de Jamaica Kinckaid, y Autobiografía de Rojo, de Anne Carson. Entendido de esta manera, dar cuenta de uno mismo a través de un relato del yo deja de ser un ejercicio narcisista apegado a la autenticidad de la experiencia, y la emoción de la experiencia, que lo suscita, es decir, el canto del yo lírico, para convertirse en una ex–céntrica excursión por la opacidad que eres tú en mí. Bienvenidos, pues, esa Canción de tumba y esa Sangre en el ojo.

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