domingo, 20 de mayo de 2012

Palabras para recordar a Guillermo Fernández

20/Mayo/2012
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos


Sinceramente modesto y orgulloso, aislado y tímidamente sociable, compasivo frente al desvalimiento, generoso cuando se le pedía un servicio, “lejos de vanidad de vanidades”, así vi por más de treinta años en sus fructuosas contradicciones a Guillermo Fernández.
Desde que lo conocí, luego de una mesa redonda en la Casa del Lago en 1977, hubo una amistad basada en un gran respeto y un aprecio sincero. Curiosamente nuestras largas conversaciones fueron la gran mayoría de las veces telefónicas, y me doy cuenta ahora, no sin perplejidad, que giraron la inmensa mayoría del tiempo sobre Italia. Si mal no recuerdo, hablamos, entre muchas cosas, de su fervor por ciudades como Florencia y la religiosa Asís, de paisajes toscanos y umbríos, del código lingüístico del dolce stil nuovo y de las infinitas dificultades para traducir la Divina comedia, de las deliciosas historias del Decameron, de Bocaccio y las sátiras de Pietro Aretino, de los aforismos agudísimos de Francesco Guicciardini y de su admiración por la poesía de Leopardi y de su horror por su vida de sufrimiento, de los severos escollos que presenta la traducción de Eugenio Montale (recientemente Fabio Morabito vertió al español toda la poesía) y del scontroso carácter de Pavese y de Saba, de la caballerosidad medieval del gran poeta Mario Luzi y de la infernal burocracia italiana tanto nacional como la de sus embajadas... Curiosamente me doy cuenta de que hablamos muy poco del cine, que para mí es el más bello e inolvidable del siglo XX.
No sé cuántas páginas tradujo del italiano; debieron ser más de 20 mil; como traductor fue un gigante; no puede llamarse de otra manera su labor sino monumental. Sin sus traducciones de libros de poesía, narrativa, historia y política, las letras italianas serían menos que un subproducto editorial en México. Esa tarea, salvo contadísimos casos, la gran mayoría de los burócratas italianos en México y algunos más no burócratas, fueron los primeros en no apreciarlo, y algunas veces, en lugar de reconocimiento, encontró resentimiento envidioso, desdén oblicuo, indiferencia despreciativa. Fue traductor, entre decenas de libros, del Decameron, de Giovanni Boccacio, de los aforismos y fragmentos –que son un Arte de la Política– de Francesco Guicciardini, de Los prometidos, de Alessandro Manzini –la novela imagen del ottocento italiano–, de los cuentos cruel y tiernamente realistas del siciliano Vitaliano Brancati, de las imaginativas nouvelles de Pirandello, de la obra poética completa de Cesare Pavese y de Mario Luzi, de varias y variadas antologías del cuento y de la poesía italianos... “De la música ante todo”, escribió Paul Verlaine. Para mí una de las mayores proezas de Fernández son sus traducciones de poemas de Dino Campana que, como la poesía de Verlaine, Nelligan, Herrera y Reissig o Dylan Thomas, son ante todo música, es decir, piezas líricas que, en distintas direcciones, leemos en un arrebato o en un vértigo. Me quedo tranquilo con él. Publiqué sus traducciones, pagándole correctamente cuantos libros pude, cuando en la UNAM dirigí Literatura en Difusión Cultural, primero, y sobre todo, cuando coordiné el Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades. La traducción fue el principal oficio del cual vivía, y en ocasiones, dignamente sobrevivía.
No hubo libro que yo tradujera del italiano que él no revisara. Así fue con mis traducciones de Saba, de Ungaretti, de Cardarelli y de Quasimodo. Cada libro contiene entre quince y veinticinco observaciones definitivas. Algo debo en esto también al poeta italiano Stefano Strazzabosco. Hombre de gran decencia intelectual, Fernández me conmovió hondamente una vez que le pregunté si no pensaba trabajar sobre alguno de ellos: “Ya lo hiciste tú”, repuso. Otras veces me telefoneó para ver si estaba traduciendo o si no pensaba traducir a tal o cual poeta, porque él tenía la intención o estaba en vías de hacerlo.
Déjenme recordar tres anécdotas que se relacionan con lo italiano y muestran al Guillermo Fernández que tuvo a la vez como consigna y norma nunca tomarse en serio. Es fama, o se tiene al menos la percepción, que en la media de los italianos el monólogo suele ser hábito de su vida diaria. Guillermo vivió un tiempo en Italia y le gustaba asistir a conferencias o mesas redondas. Cuando iba a estas últimas se quedaba atónito porque de los cuatro o cinco participantes dos regularmente se quedaban sin hablar pues se acababa el tiempo.
La segunda es cuando le pregunté por qué había dejado Ciudad de México para mudarse a Toluca. “Porque es la ciudad mexicana que más se parece a Florencia”, repuso.
Hace unos años –cuento la tercera–, por fin las autoridades culturales italianas reconocieron a Guillermo Fernández con la más alta distinción al mérito y le otorgaron la Venera en la residencia del embajador de Italia en México en la avenida Rubén Darío. Quienes lo conocíamos sabíamos que los actos solemnes le causaban gran incomodidad y le pedíamos una y otra vez que no fuera a decir en público sus sinceras barbaridades como, por ejemplo, que se sentía orgulloso de tener una distinción de tal índole, la cual se la habían dado también a delincuentes metidos a políticos, como al exregente del DF Óscar Espinoza Villarreal, o que a él le valían un cacahuate y una pura y dos con sal las distinciones, pero a fin de cuentas si querían dársela, que se la dieran y ya y muchas gracias y hasta luego. Costó trabajo convencerlo. Y en efecto, Fernández nos hizo caso... pero sólo cuando habló en público. Al terminar el acto se acercó con el embajador italiano y le dijo: “¿Y qué hago, señor embajador, con esta venérea?” Al embajador se le descompuso la cara.
Para finalizar, sólo quisiera añadir una cosa como despedida. Una sola para decirle: “Muchas gracias, Guillermo, por tu mano generosa por la que tantos te debieron y te debimos tanto, por tu modestia sin fisuras, por la belleza de tu poesía, y porque sin tu trabajo Italia estaría mucho más lejos de México.”
Y que la tierra le sea para siempre leve.

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