sábado, 26 de mayo de 2012

Las afinidades

26/Mayo/2012
Babelia
Antonio Muñoz Molina

Carlos Fuentes era un escritor caballeroso y cordial al que yo casi nunca leí, o leí algo, hace muchos años, y ya dejé de leer, no por nada, no porque me disgustara su manera de escribir o porque me produjeran rechazo sus posiciones políticas, o porque al verlo de cerca me hubiera parecido hostil o arrogante. Todo lo contrario. Las pocas veces que me encontré con él a lo largo de los años fue amable y generoso conmigo. Cuando yo solo había publicado una o dos novelas y lo conocí una tarde en la rotonda del hotel Palace de Madrid habló conmigo con una cordialidad sin afectación, hasta con un aire como de camaradería que uno agradece mucho a esa edad en la que es tan habitual ser destinatario de gestos de desdén o de condescendencia. Apenas 10 años antes, yo había alimentado apasionadamente mi vocación de novelista leyendo en un cuarto de pensión a los escritores de la quinta mitológica a la que Carlos Fuentes pertenecía. Ahora, en la rotonda de aquel hotel de lujo en el que yo había entrado casi furtivamente para nuestra cita, guiado por un funcionario muy amable de la Embajada de México, Carlos Fuentes conversaba conmigo y mostraba interés por lo que yo escribía.
Pero yo no me sentía muy capaz de poder corresponderle, porque mi relación con su literatura había sido escasa y terminado hacía tiempo. Algunos de sus libros habían estado en mi atropellada biblioteca de los 20 años, junto a los de los otros nombres de su generación o un poco mayores —de Borges, Onetti, Rulfo y Cortázar a Vargas Llosa y Carpentier y García Márquez y Manuel Puig—, pero el tiempo y las mutaciones del gusto me habían alejado por completo de él. Había empezado La muerte de Artemio Cruz y me había cansado al cabo de algunas páginas. Había comprado sus cuentos con la misma pasión descubridora que me llevaba a sus coetáneos, porque leer cuentos latinoamericanos en aquella época era un trastorno formativo para la imaginación, pero de ellos el único que me había gustado de verdad era Aura, que no he releído desde entonces. Hay escritores a los que uno admira mucho durante algún tiempo y de los que luego parece que se desprende, sin propósito, sin esfuerzo, casi sin motivo, probablemente sin justificación. A mí me sucedió eso con Alejo Carpentier, y a partir de un cierto momento con García Márquez. Lo que tanto me había gustado dejó de apetecerme. Los mismos rasgos que me habían seducido en un estilo me lo volvían luego indigesto. No reivindico esos cambios de gusto: pueden ser certeros y pueden ser equivocados; lo importante es que son involuntarios, y que se corresponden con modificaciones profundas en la sensibilidad, y sobre todo que uno ha de tener la dosis de honradez con uno mismo imprescindible para reconocerlos. Sin que uno sepa por qué algunos escritores le gustan y otros no; algunos lo siguen acompañando a lo largo de la vida y otros se le quedan atrás; y algunos los encuentra de pronto y se pregunta por qué motivo, por culpa de qué prejuicio o descuido no los leyó mucho antes.
El problema no es que uno tarde, o que no llegue nunca. El problema verdadero es que uno se mienta a sí mismo, por obedecer a una difusa coacción exterior que se convierte en policía íntimo, más eficaz aún cuando uno no se da cuenta de que está obedeciéndolo. La literatura, si es algo, es el reino de la libertad. Hay una tal variedad de libros admirables y son tan distintos entre sí que cualquiera que busque sin prejuicio y dejándose guiar por su instinto bien adiestrado en muchas lecturas encontrará exactamente aquellos que le corresponden, los que se le parecen, como se nos parecen según Baudelaire esos países en los que nos está esperando la felicidad. A uno le puede gustar Tolstói y a la vez Dostoievski o el uno y no el otro o ninguno de los dos y aun en este caso habrá otro novelista en el que podrá sumergirse como en la misma vida. El mismo libro que no nos llega a una cierta edad se apoderará de nosotros tan solo unos años más tarde. Y si no ese, otro. Hay tantos que el único peligro que no corremos es el de quedarnos sin lectura. Pero el lector, cualquiera de nosotros, desea más o menos inconfesablemente que le guste lo que la atmósfera del momento determina que debe gustar, lo que está en la lista de los diez mejores al final del año, o, igual de arbitrariamente, lo que es tan poco leído que por fuerza ha de ser muy bueno, como si existiera algún tipo de correlación entre la fama o el número de lectores de un libro y su calidad, o su falta de ella. A Franz Kafka no lo leía nadie en su tiempo y era un escritor magnífico; Dickens no era ni es peor porque lo leyera todo el mundo.
En último extremo, las elecciones personales no dependen de la calidad objetiva, tan difícil de establecer inapelablemente en las artes, sino de ciertas afinidades que son más poderosas porque no son del todo conscientes. Qué hace que uno se enamore de una cara y no de otra, y no de ninguna otra. Amar una cara es amar un alma, dice Thomas Mann en La montaña mágica. Y un amor pasional puede acabarse en unas semanas o unos meses, como aseguran el cine y las novelas, o durar una vida entera. A mí García Márquez o Alejo Carpentier me gustaron mucho y luego dejaron de gustarme, pero Borges, Onetti, o Cervantes, o Marcel Proust, o Montaigne, me gustan más cuanto más tiempo pasa y cuanto mayor me hago. Y Malcolm Lowry no me gusta menos por haberlo descubierto después de los cincuenta años. A los veintitantos tuve entre las manos Bajo el volcán y no recuerdo si lo empecé y no seguí leyendo o si lo dejé en una estantería y ya no lo abrí nunca.
No se sabe qué parte de intuición o de capricho hay en estas afinidades viscerales. Son peligrosas porque pueden responder simplemente a la distracción, al prejuicio. Pero uno, como lector, lo que no puede es negar su existencia. Si me paro a pensarlo creo que Carlos Fuentes me daba la impresión de escribir novelas no sobre personajes sino sobre temas de antemano importantes: la Conquista, el Mestizaje, la Identidad colectiva de los mexicanos o los latinoamericanos. Quizás me alejaba de él no una literatura que apenas había leído sino un cierto personaje de escritor: el que adquiere una figura pública tan agigantada que acaba representando o simbolizando un país entero, toda una literatura, un continente; el escritor proconsular o papal, que habla por un micrófono desde una tribuna, no el que escribe a solas en su cuarto y parece que nos está murmurando al oído, Borges urdiendo poemas en voz baja en su penumbra de casi ciego, John Cheever tecleando en una máquina de escribir en un sótano: palabras que nacen de una soledad y parece que llegan sin mediación a otra.

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