sábado, 5 de mayo de 2012

El (nuevo) malestar en la cultura/ II

5/Mayo/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

No sé si fueron los jóvenes radicales —disculpen la redundancia— de Berkeley en 1968 o el mismísimo Jim Morrison por esas mismas fechas o (lo más probable) un anónimo y genial grafitero, quienes acuñaron una frase que me sigue pareciendo cierta a pesar de mi ya no corta edad: “Desconfía de los mayores de treinta”.
Yo añadiría, matizando un poco las cosas, que los chicos por lo menos tienen derecho a desconfiar de sus mayores tanto como sus mayores desconfían de ellos. Y también les diría, desde luego, que deben tener mucho cuidado con dejarse embaucar por las ideas “frescas” de muchos ancianos y farsantes disfrazados de jóvenes, artistas en rebeldía, creadores inconformes y otros especímenes que en nombre de no sé qué futuro aborrecen todo cambio.
A cierta edad, sin embargo, es evidente que tenemos que poner nuestras ideas y consideraciones sobre muchos temas en un observatorio crítico lo más limpio posible (limpio de prejuicios, valoraciones apriorísticas y, sobre todo, del polvo levantado por nuestras experiencias). Es difícil, porque después de los treinta hasta el más jovial de los noctámbulos, por ejemplo, comienza a intentar apabullar a sus correligionarios más tiernos con juicios que intentan ser canónicos: “la música de hace unos años era mejor que la actual”; “los bares de tal época, ¡Ah, esos sí que eran bares divertidos!, no como los de hoy…”; y muchas otras cosas por el estilo.
Ahora bien, cuando nuestro amigo tiene más de dos dedos de frente, importantes lecturas, aspiraciones intelectuales y un roce cultural de cierto nivel, puede perfectamente convertirse en el personaje de la última película de Woody Allen, Una noche en París. Sí: hubo un mundo mejor, el pasado. Hay que ir tras él, aunque sepamos que es imposible.
Y si resulta que un nostálgico de este tipo tiene una enorme estatura intelectual y un reconocimiento como el Premio Nobel de Literatura, y encima ya no lo convencen ni la literatura, ni el pensamiento, ni el periodismo, ni el cine, ni el sexo, ni el teatro o las artes visuales dominantes, entonces el debate cultural se hace imprescindible.
Mario Vargas Llosa, un admirable escritor y un lúcido intelectual con quien coincido en muchos sentidos, es ese nostálgico capaz de afirmar que la alta cultura ha perdido la brújula y ha sido derribada por la frivolidad y la banalidad.
Su libro más reciente, La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012) lo plantea en distintos niveles. En muchos de los ejemplos puestos por él es difícil no coincidir (especialmente en materia de arte contemporáneo), pero viendo las cosas más en conjunto surgen importantes dudas.
Mas allá de que no compartamos, como apuntó Lipovetski cuando dialogó con él en Madrid hace unos días, la excesiva fe que tiene Vargas Llosa en la cultura, cabe preguntarnos si el discurso crítico de nuestro Premio Nobel no queda atrapado en la resistencia conservadora frente a la vertiginosa dinámica cultural. Ésta adopta, ya se sabe, las más increíbles y variadas formas, los más audaces contenidos y presentaciones. Es decir, al señalar que el espectáculo —un hecho aparentemente perceptible por lo demás— está llevando la noción misma de cultura a sus peores momentos, quizás Vargas Llosa corre el riesgo de instalarse en ese refinado y selecto público que en todas las épocas rechaza las pinturas abstractas, los Ulises, las vanguardias musicales y, en conjunto, todo cuanto significa ruptura con los valores estéticos en boga.
El gran problema que me ofrece el libro de Vargas Llosa es que construye, frente a los más diversos temas culturales, un tipo de reflexión que toma la parte por el todo (pars pro toto). Lo que me resulta cierto en singular, tal y como él lo expone, no me lo parece tanto en plural o en general. Sí hay basura literaria y la mayoría de los escritores y editoriales están apostando por esa basura siempre y cuando tenga un buen punto de venta, pero también es cierto que en medio de esos desechos sin ideas u originalidad, están las nuevas voces del cuento, la novela o la poesía. Que es más difícil encontrarlas, no hay duda; pero salvo que creamos en los tiempos apocalípticos para la cultura, siempre daremos con ellas.
No creo que estos valiosos escritores —que están ahí, insisto— sean los Hemingway o Rulfo de nuestra época, porque tampoco Hemingway o Rulfo fueron los Melville o Altamirano de la suya. Los tiempos cambian y, aunque esto es por demás obvio, a veces lo olvidamos y rechazamos las novedades por mero reflejo de lo que consideramos alta cultura.

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