jueves, 31 de marzo de 2011

Noctuarios

31/Marzo/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

De noche amanecen las sombras que de día se disfrazan con la luz. De noche la conversación de silencios resucita a los difuntos con palabras sin habla, trazos de sílabas que se dibujan como luciérnagas sobre el terciopelo de los desvelados: nadie nos oye la memoria en voz alta y a nadie parece molestar la callada imaginación desatada en duermevela. De noche, hay alguien al otro lado del mundo que ya amaneció el día que nos hereda y uno vive la madrugada como víspera de un recuerdo intacto. De noche asumen su eternidad los escritores entrañables.

Se cumplen cinco años de la muerte de Salvador Elizondo, pero aquí no ha dejado de habitar la madrugada que alarga sus párrafos, la trastocada vigilia —como tela de un tweed inglés— donde su caligrafía perfecta se desenreda como enredadera por las páginas de sus libros, inundando las paredes y recorriendo los estantes donde reposan callados todos los libros que él mismo condensa en su prosa, pintados como acuarelas en sus cuadernos ya eternos. Elizondo el escritor incansable que más allá de la muerte sigue escribiendo las raras etimologías de las sílabas que se escuchan como música callada, significados en cada vocal de la imagen en blanco y negro como gelatina fotográfica de un universo que se lee cada vez como si fuese la primera vez en el tiempo en que un solo instante se vuelve interminable, sin dejar de ser el fugaz momento en que alguien lo murmuró sin aprehenderlo. Elizondo, el grafógrafo que estilográfica en ristre acometía los idiomas del alma; pintor de paisajes de palabras; catedrático hasta en la sobremesa y figura del toreo en medio de una conversación donde era capaz de atajar una metáfora con el requiebro tajante de una larga cordobesa y salir andando de la suerte hacia el burladero del humo para brindar con hielos el líquido amniótico de la malta añejada en la saliva como un recuerdo pronunciado en alemán. Elizondo, el de la carcajada enmarcada bajo unos quevedos que lo ven todo y el que sostiene un gruesa pluma fuente que ha de trazar sobre la página en blanco los hilos en tinta de la imaginación. El escritor, supuestamente desaparecido hoy hace cinco años, cuyo más reciente libro El mar de iguanas (Atalanta, 2010) aparece en la mesa de novedades de librerías en México y España sin que haya ni un solo libro o autor supuestamente vivos que le lleguen a los talones de su inapelable calidad literaria.

En un acierto más, de los que acostumbra el editor Jacobo Siruela, su sello Atalanta publica El mar de iguanas con atinado prólogo de Adolfo Castañón y lúcida guía de Paulina Lavista, la maravillosa fotógrafa que compartió con Elizondo el decurso de la azorada aventura de su mente. Los devotos y deudores de la alta literatura de Elizondo ya conocíamos la “Autobiografía precoz”, el magistral relato “Ein Heldenleben” y la breve obra maestra “Elsinore” (considerada por una amplia encuesta entre escritores mexicanos supuestamente vivos como la más importante novela publicada en México durante los pasados años), mas lo que no conocíamos eran los párrafos inéditos hasta ahora del primero de cuatro cuadernos que Elizondo escribió como Noctuarios y que se perfilaban para convertirse en un libro —misceláneo, inasible, raro y desafiante como toda feliz pesadilla de sus madrugadas— que titularía “Mar de iguanas” y que ahora, convertido en su destino de libro no más que imaginario, da título a este bella antología indispensable.

Se sabía que Salvador Elizondo escribía incluso cuando no estaba escribiendo, que redactaba cada hálito de su respiración y cada rendija de lo visto se volvía prosa o por lo menos, cita o referencia de algún verso leído, trama memorizada o guión cinematográfico. Se sabía que Elizondo habitaba la noche en mares de tinta y que incluso sus pequeñas acuarelas son historias cuyos trazos denotan personajes y palabras. Se sabía de sus Diarios: ochenta y tres cuadernos de anchas hojas, tapas negras y en octavo mayor que son biombo de su vida y pensamientos… una enciclopedia autobiográfica de casi novecientas páginas que inició a los doce años de edad y dejó abierta a las madrugadas tres días antes de su muerte. Lo que no se sabía a ciencia cierta es de la existencia de esos Otros cuadernos, ajenos a lo diario, palabra de insomne, imaginación instantánea del sueño que el propio Elizondo tituló Noctuarios.

Bien explica Paulina Lavista que entre agosto de 1986 y diciembre de 1997, Elizondo emprendió la navegación de las madrugadas en esos Noctuarios, “a manera de lo que se entiende como pintura à la prima, es decir, lo que le viene a la mente durante el desvelo, como un esbozo o apunte (que) sin embargo, al penetrar en su lectura el libro consigue una unidad y una novedad en su propuesta”. En el útil y lúcido prólogo a la ahora edición de El mar de iguanas, Castañón apuntala que “Noctuario es una voz que no se encuentra en el Diccionario de la Real Academia pero que sirve para designar o bien una suerte de reloj marítimo, o bien el espacio donde se encuentran cautivos en el zoológico ciertos animales y aves de vida nocturna. Si el ‘diario’ recoge las anotaciones realizadas a la luz del día, el ‘noctuario’ registrará los sueños, imaginaciones y percepciones sostenidos durante la noche”.

Aquí entonces, Elizondo: el ave que sigue en vuelo entre las sombras de las madrugadas, pleno de imaginaciones inmediatas y palpables, cazadas al vuelo como plumas que ondulan entre las sombras recién renacidas en medio del bullicio del silencio. Aquí y ahora: Elizondo que deambula por las calles de Londres y evoca el recuerdo más remoto, un grabado de Durero donde la melancolía parece anunciar un futuro que parecía prefigurarse desde el vientre materno y sale como murmullo en medio de la noche, donde el escritor escribe sabiéndose leído, años después, en el mismo instante en que escribe que alguien lo lee para que no le quepa la menor duda de que escribe y es leído; él, el escritor que se lee al releerlo al instante exacto de hace mil años que hoy mismo leo en la madrugada en que se lee por primera vez lo que ya le habíamos leído al momento de saberse escrito… tan lleno de vida.

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