martes, 8 de marzo de 2011

El boxeo como una de las Bellas Artes

6/Marzo/2011
El Universal
Alejandro Toledo

Los duelos entre la experiencia artística y el boxeo están aquí y allá, van del pasado al presente y viceversa. Son peleas a diez o doce rounds con combatientes de peso y estilo tan diversos como Salvador Novo y Miles Davis, Jack Johnson y Arthur Cravan, John Jackson y Lord Byron, en las que adquiere este deporte proporciones estéticas al ser visto como la férrea coreografía, construida a golpes de sudor y sangre, de dos que buscan eliminarse o eternizarse.

Hacia 1925, en uno de sus primeros trabajos ensayísticos, atreve el joven Salvador Novo “Algunas sugestiones al boxeo” para que este oficio, dice, pueda pasar a la categoría de arte que tanto ha ambicionado. Inmune en un principio a los encantos del pugilismo, cuyas reglas modernas se deben a John G. Chambers y el marqués de Queensberry, unas pocas visitas a la arena (a razón de dos pesos la entrada en ring general) convencen al cronista, entre otras cosas, de que se trata del más completo de los espectáculos descubiertos porque “hace un actor de cada espectador”:

“Todos nuestros muslos siguen el dinamismo de los contrincantes, nos sentimos capaces de aconsejarlos, de competir con ellos y, ebrios de fuerza, de retar al vencedor. No pueden leerse sentados estos pentateucos de rounds. Arrancan de la luneta como los libros esenciales, y he ahí lo auténtico de su calidad. Pienso que, de seguir asistiendo, seré pronto un atleta, tanta es la gimnasia sueca que se hace con los brazos, que ‘al imán de sus golpes atractivo sirven los pobres de obediente acero’”. (Los versos finales parodian a sor Juana: “Si al imán de tus gracias, atractivo / sirve mi pecho de obediente acero”.)

Sin embargo, cree Novo que el arte del boxeo precisa de algunas ligeras adiciones para merecer esa categoría, entre ellas el acompañamiento musical. Anhela un Wagner que componga La hora del ring; y sugiere además en el foro una orquesta oculta que toque un tempo di valse a cada clinch.

Tan arriesgada propuesta tendrá sus ecos décadas más tarde. No serán el vals ni la música de concierto los que den la armonía adecuada a un encuentro boxístico, sino el jazz; y el Wagner de este deporte es Miles Davis, cuyo álbum A tribute to Jack Johnson (1970) imita los ritmos o respiraciones adecuados a la danza del cuadrilátero. Como informa Ian Carr en su extensa biografía de Miles Davis, éste recibió el encargo de hacer la música de fondo para un extenso documental sobre el gran peso pesado, el primer negro en conquistar ese título en los Estados Unidos. Davis se identificaba con el personaje por ser él mismo asiduo a los gimnasios, a los amores furtivos con las damas y también alguien que navegaba a contracorriente en ríos aún hostiles a la raza negra. Al final del disco se escucha al actor Brocks Peters decir estas palabras: “Soy Jack Johnson, campeón del mundo en peso completo. Soy negro, nunca me dejaron olvidarlo. Soy negro, nunca dejaré que lo olviden”.

Música en el cuerpo

Jack Johnson visitó la ciudad de México, como recuerda Novo en su ensayo, pero también otras urbes, en su huida de la justicia estadounidense que lo condenó a cárcel y multa por el doble crimen de sostener relaciones con una mujer blanca de 19 años de edad. Con esta dama se instala en Europa (casorio incluido), lo que propicia el encuentro de Johnson en Barcelona con el extravagante Arthur Cravan, poeta y boxeador, quien llegó a ostentar el campeonato semipesado de Francia. El combate se realiza el 23 de abril de 1916 en la plaza de toros Monumental con no muy buena entrada.

Refiere Jérôme Gauchet que ese domingo de Pascua el poeta Cravan no dio la talla: “Se niega a combatir, huye de la gran masa negra, lo que irrita a Johnson, que lo deja k.o. en el sexto asalto bajo los abucheos de los cinco mil espectadores”.

Se afirma que la mejor arma de Arthur Cravan era el uppercut irónico, del que se sirve profusamente en la revista unipersonal Maintenant (con seis números publicados entre 1912 y 1915) y que aplica a André Gide en una visita inesperada, cuando al presentarse en el hogar del autor de Los monederos falsos le espeta de buenas a primeras: “Creo mi deber declararle que prefiero, con mucho, por ejemplo, el boxeo a la literatura”, un golpe del que André Gide ese día no se repondrá.

Para Cravan era el boxeo una forma de poner música a su cuerpo. Algo similar habrá sentido, más de un siglo atrás, George Gordon Byron cuando entrenaba no con Jack Johnson sino con un casi homónimo de éste, John Jackson (“de cabellos ralos traídos hacia delante, de gran nariz rota, de ojos muy separados y cejas pronunciadas y caídas”, describe Eduardo Arroyo), que fuera campeón británico. Lord Byron escuchaba en el gimnasio por parte de su instructor esta letanía: “Golpea a derecha, golpea a la izquierda, quien no está contigo está contra ti”.

El esfuerzo físico era para Byron un umbral hacia la epifanía. “Ayer por la mañana he boxeado de nuevo con Jackson y mañana voy a repetir la sesión de ayer”, escribió. “Mis hombros y mis brazos están cansados, pero después del ejercicio estoy mejor dispuesto para el trabajo intelectual. Cuando el esfuerzo es frecuente, más fresco está mi espíritu el resto del día. No soy mal boxeador, cuando puedo controlar mi sangre fría, y la práctica del pugilato me permite resaltar la parte etérea de mi persona. He boxeado una hora y he escrito una oda a Napoleón y la he copiado.”

Según el pintor español Eduardo Arroyo, posee Byron un carácter forjado en los golpes, dados y recibidos, un carácter de boxeador; por su cojera se llamaba a sí mismo el “Tullido transformado”, por lo que habría que ubicarlo en la estirpe de los boxeadores cojos que tuvo entre nosotros al Macetón Cabrera como estandarte. El epitafio de John Jackson reza que tenía “el corazón de un león y la fuerza de un gigante”. De su casi homónimo y fulgor futuro, Jack Johnson, dijo Arthur Cravan: “En la estela de Poe, Whitman y Emerson, es la mayor gloria de América. Si hubiera de darse aquí una revolución, lucharía para que se le entronizara rey de los Estados Unidos”. Lo entroniza Miles Davis, de algún modo, en un tributo musical en donde boxeo y armonía se funden, como quería Salvador Novo, cual si un Richard Wagner hubiera compuesto, en efecto, La hora del ring.

Suena en el cuadrilátero la campana del arte señalando el fin de la batalla, y en la arena retumba, como colofón de la gimnasia sueca que por diez rounds no dejaron de practicar los espectadores, un gran alarido.

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