sábado, 26 de marzo de 2011

Cioran o la lucidez

26/Marzo/2011
Milenio
Ariel González Jiménez


Empecemos por las correcciones, si es que se acostumbran en estos casos: no recuerdo quién —pero seguro sabía de qué hablaba– me dijo que Cioran no se pronunciaba tal como lo hacemos casi siempre (literalmente), sino Chioran, lo mismo que el nombre de su paisano Mircea (Eliade), que viene a ser algo así como Mirchea. Bueno, pues desde entonces los pronuncio a ambos de esta manera causando no poco desconcierto entre algunos.

Ahora que estamos en la antesala del centenario del primero, me da igual, sin embargo, cómo habré de pronunciar en lo sucesivo su nombre, porque de seguro a él —que escribió: “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido, pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno”— no le habría importado. ¿O sí?

Dígase como sea, estamos hablando de un pesimista cuya lucidez nos hacía pensar en términos optimistas cuando menos acerca del futuro de la literatura de la desazón. La nombro así deliberadamente, porque aunque todas las evocaciones que se hacen por estos días del rumano hablan sobre todo del filósofo, yo prefiero hablar del escritor, porque no encuentro un sistema que permita suponer una filosofía como tal (a menos que se entienda por filosofía lo que popular y ampliamente se entiende: una forma de ver la vida). Cuando él dice: “Toda lucidez es la consecuencia de una pérdida”, creo que es claro que está observando el pensamiento no desde el pensamiento mismo, esto es, desde sus reglas, tendencias y estructuras lógicas y argumentales, sino desde ese universo insondable que a veces llamamos alma.

Nacemos solos y morimos solos, pero casi siempre lleva toda la vida entender esta perogrullada. Y es que algunas gentes tienen la suerte de no pensar demasiado, entonces se la pasan ignorando la evidencia de que enfrentamos un destino único, irremediable, decididamente nuestro, muy personal y demasiado simple, pero siempre parcial o totalmente absurdo (desde el mirador de Sastre, quien escribió “es absurdo que hayamos nacido, es absurdo que tengamos que morir”).

Ese también es el gran tema de Cioran, si bien en su obra el sentido que tiene ese recorrido (la vida) que persistimos en completar como si en ello nos fuera algo trascendental, adquiere destellos antes que existenciales, nihilistas; antes que teóricos, vivenciales; antes que filosóficos, literarios.

Saber pesa, es una carga con la que no todos pueden marchar por ahí. “La lucidez —dice el autor de El ocaso del pensamiento— es el resultado de una mengua de vitalidad, como cualquier falta de ilusión. Darse cuenta de algo va en contra de la vida; tenerlo claro, todavía más. Se es mientras no se sabe que se es. Ser significa engañarse”.

Paradójicamente, el examen de la desesperación que hace Cioran enseña que ésta puede no ser tan lacerante cuando es entendida como inherente a la condición humana; y revelado su secreto queda desmontada también su maquinaria más cortante y destructiva. Si no supiéramos de dónde viene (y viene de la esperanza, por ejemplo; viene de las ilusiones en el porvenir) sería una desesperación absoluta, de una irracionalidad tan triste que sólo podría movernos al suicidio (“La muerte es lo sublime al alcance cualquiera”).

Y qué decir del sufrimiento, ese inesperado compañero que llega muchas veces para quedarse con su equipaje de horrendas y crueles verdades. “Eres hombre hasta el momento en que los huesos empiezan a chirriar de tristeza… Después se te abren todos los caminos”. Pero aun ahí surge la certeza de que sólo podemos enfrentar los acontecimientos más adversos y terribles con dura y clara reflexión: sólo así nos liberamos y se abren todos los caminos. Lo demás es una patraña para quienes sólo saben sonreír por temor de aprender a llorar y no parar ya nunca.

En su prólogo para la edición italiana (Adelphi) de La tentación de existir, Roberto Calasso describe con precisión el talante de este singular escritor:

“Pertenece por vocación al pelotón de los condenados a la lucidez. Nadie ha sabido mostrarnos con tanta precisión y con tanta inventiva —casi camuflándose en novelista— que la lucidez es una condena, además de un don. Se trata de una lucidez madurada en el tiempo, en la herencia de toda nuestra cultura. Si «existe un ‘olor’ del tiempo» y hasta «de la historia», Cioran es, entre los animales metafísicos, el mejor adiestrado para reconocerlo, para buscarlo, incluso allí donde, donde con frecuencia, quien hace profesión de historiador no advierte las huellas de esta «agresión del hombre contra sí mismo». No hay observador más perspicaz de ese «lado nocturno» de la historia que hoy envuelve al mundo con su manto oscuro”.

El centenario de Cioran es un buen pretexto para reconsiderar toda esta lucidez, indispensable, quién lo dijera, para no quedar atrapados en el vacío de nuestras tristes existencias.

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