sábado, 5 de marzo de 2011

La última carcajada de Carlos Monsiváis

Marzo/2011
Nexos
Juan Carlos Bautista

Ya sé que esto no le interesa a nadie. Que me puedo meter mi admiración por el culo. Mi admiración que no es ejemplar, ni carece de ponzoña ni es proclive al lloriqueo. Mi admiración que es exigente y díscola y no se la doy a cualquiera. Y sé que Monsiváis ha muerto y pude haberme callado, porque si algo me hace vomitar es el espectáculo servil e hipócrita de escritores que erigen túmulos hueros y ejercen canonizaciones instantáneas de colegas a los que despreciaban y que de pronto tuvieron la impaciencia de morirse. Yo sé que admirar es más laberinto, y que hacerlo con tenacidad, a solas, es un ejercicio fatigoso. Yo me cansé muchas veces de amar, de odiar, de leer, de aburrirme, de entusiasmarme de nuevo con Carlos Monsiváis. Me cansé de llevar a cuestas esa admiración que rayaba en el fanatismo. Y como todo el que admira, esperaba también secretamente su caída, y había un extraño gozo en decir: “Monsiváis está acabado”, “Monsiváis está repitiéndose”, “Me perdí en el último chiste de Carlos Monsiváis”. Todos somos así. Perdónenme el improperio de borracho a la mitad del velorio. Todos los admiradores somos amantes despechados, envidiosos e impacientes; todos somos Chapman con una pistola en la mano. El que admira es cruel como quien tiene una balanza en el puño, y en un plato hay un cerdo y en el otro un dios.

Y yo sé que suena a cursilería contar que lloré el día que murió Monsiváis. Estaba bañándome y mi compañero fue a decirme que se había muerto. Que había tenido el mal gusto de morirse en el peor momento. Que nos dejaba solos a una hora en que el país da miedo. Y creo que no dije nada. Tal vez, solamente: “Ah”. Y casi por inercia me puse a cantar los boleros y las rancheras que yo sabía que le gustaban. “Amor perdido”, “Tú me acostumbraste”, “Cuenta perdida”, “La diferencia”. Y entonces pasó que me puse a llorar. Yo, que no lloré ni por Rulfo, ni por Sabines ni por el maldito de Paz. Y miren si quise a los primeros y odié al último, y al cabo todos me marcaron como a una mula. Luego, a lo largo de la tarde, cosa curiosa, me comenzaron a llegar mensajes de amigos que me daban las condolencias como si yo fuera la viuda. Una Marie-Jo súbita, una María Kodama improvisada y advenediza. Yo. Pienso que ellos se daban cuenta de lo retorcidamente importante que fue siempre el cabrón ese para mí. Monsiváis se me había muerto como alguien absolutamente mío, y esto es muy complejo de explicar.

Nunca fue exactamente mi amigo. Lo veía a veces, le consultaba alguna cosa, quería entretenerlo con algún chisme que se me fastidiaba a la mitad. De pronto nos quedábamos callados; de pronto sentía que le estaba quitando el tiempo al genio. Siempre me despedía de él con un poco de despecho. Recuerdo que yo tenía diecisiete años cuando me acerqué a solicitarle un autógrafo, algo que nunca después le pedí a nadie. En esos días lo leía con devoción y voracidad porque él encarnaba todo lo que quise (y debo decir, no pude) ser. Monsi concitaba todas las cosas que a mí —muchachito ávido, homosexual, militante de izquierda, aspirante a escritor— me importaban. Monsiváis era toda la ciudad de México y era su imposible explicación. Era el gusto desordenado por la cultura popular, la crónica como ejercicio omnívoro, la literatura como puro placer, el cine, los movimientos sociales, los personajes arquetípicos, lo subterráneo y lo nocturno. Claro que empecé a escribir poesía antes de conocerlo porque ya era adolescente antes de eso, y la poesía, nomás para empezar, es cosa de fluidos; pero él me enseñó a ser un lector de poesía, algo más arduo y menos autocomplaciente. Me hizo ver que todo es interesantísimo y delirante. Todo. Claro que después, también de su mano, me fui decepcionando (no sé si él se “decepcionó”, pero a mí me indujo a ello) de algunas cosas: de Cuba, por ejemplo, de la misma ciudad de México, de la poesía mexicana (¿se fijó alguien que en algún momento Monsiváis dejó de escribir en serio acerca de la poesía que se escribió en este país a partir de los setenta?). Sabía de memoria cientos de poemas y gozaba indescriptiblemente impresionando a sus escuchas. Nos preguntaba qué nos parecía tal o cual verso sólo para constatar que nadie entendía nada. Uno de mis libros más manoseados es su Antología de la poesía mexicana. Ahí conocí y aprendí a leer de manera definitiva a muchos de mis poetas esenciales. Leer poesía y leerla bien, con su insistencia en el arte de leer en voz alta, algo que ya nadie sabe hacer.

Ahora quiero llegar a otra cosa —y que me perdonen los puros, los que andan loando las dotes angélicas de Carlos Monsiváis—: yo admiraba en él a la última gran perra que nos fue dado conocer. Todas las locas sabrán de lo que hablo, pero para los bugas y los desprevenidos —pobrecitos— traigo a cuento un fragmento de Daniel Harris que Monsiváis cita en su prólogo a La estatua de sal, la autobiografía desaforada de Salvador Novo:

A los homosexuales les atrajo la imagen de la Perra (The bitch) en parte por su lengua malvada, su habilidad para alcanzar a través del diálogo, a través de su ayuda verbal, sus respuestas velocísimas, ese control sobre otros que con frecuencia los gays no obtienen sobre sus propias vidas. La fantasía de la vagina dentada malévola, rebosante de puñaladas traperas, siempre alerta, siempre dispuesta a demoler a su oponente con una frase pasmosa, es la fantasía de una minoría sin poder que se afirma a través de lenguaje, no de la violencia física […] La ironía se convirtió en el arma mortífera por excelencia en el arsenal gay antes de la revuelta de Stonewall en 1969…

El último que ejerció ese gran arte, ahora extinto, fue Monsiváis. Parece que la cita, que él le aplica a Novo, estaba escrita para él. La capacidad irónica que el público le celebró era poca comparada con su talento privado para el perreo, para el arte de machacar a amigos y enemigos con mecanismos verbales de ingenio fulminante. Era un arte que cultivaron los homosexuales de su generación y que los de generaciones posteriores fueron dejando morir, porque ya no lo entendían, porque ya no tenía lugar en el mundo. Paz reprochó a Novo que hubiera escrito sus epigramas con caca y sangre. Qué hallazgo deslumbrante del que no entiende. Caca y Sangre. De eso se nutría la sagacidad verbal de las perras. De un veneno delicioso y sucio. Con Monsiváis muere ese arte secreto que casi nadie se encargó de registrar.
Yo le temí toda la vida a Carlos Monsiváis. Cuando escribía pensaba siempre en lo que él pensaría. Sé que esto es un asunto para el psiquiatra, pero debo decir que este temor de su mirada y de su risa era lo más paralizante que he conocido. Dejé de escribir muchas cosas por miedo al juicio de Carlos Monsiváis. Se convirtió en mi policía introyectado. Y me costó muchos años sacarlo de mí, burlar su vigilancia imaginaria. Borrar de mi horizonte su risa colgando del aire.

Ahora está muerto. Y según me cuentan, sus funerales se convirtieron en un desfile de preciosas ridículas, de viudos literatos que entre pucheros y sigilo se proclamaban sus herederos legítimos, de funcionarios ávidos de salir en la foto, en fin, en materia ideal para la más despiadada crónica de Carlos Monsiváis. Hasta en su muerte lo rodeamos para que pudiera reírse, ya no con esa sonrisita socarrona y mula, sino a mandíbula batiente.

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