domingo, 6 de marzo de 2011

Educación y lectura en México: una década perdida

6/Marzo/2011
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

En los programas educativos y culturales de los últimos diez años en México (todo lo que va del siglo XXI; el período, hasta hoy, de las administraciones del Partido Acción Nacional), el “problema de la lectura” ha sido, al igual que en los gobiernos emanados del Partido Revolucionario Institucional, más una bandera política que una verdadera preocupación social y cultural.

Pero, en el caso de los gobiernos panistas, de lo que hablamos es de una década perdida para el cambio educativo y el desarrollo cultural de México. La alternancia en el poder creó expectativas ilusorias: expectativas que no debieron ser tales –o, al menos, no tan optimistas– si se hubiera partido de un análisis real de lo que han significado, y significan, en todo el mundo los gobiernos de derechas.

A final de cuentas, el PRI y el PAN han sido protagonistas de una rediviva, y recargada, película tragicómica: Uno miente, el otro engaña, y todo acaba en una disparatada confusión de identidades.

Pero hay algo más obvio. La derecha nunca ha apreciado la cultura escrita e impresa como un medio de emancipación. Antes por el contrario, le preocupa que esta cultura propicie esa emancipación que va siempre aparejada al cuestionamiento del autoritarismo y a la crítica del poder. La derecha ha estado siempre más cerca del dogma y de la censura que del conocimiento y la libertad.

En el tema de la cultura escrita (ya sea impresa o digital), los gobiernos, en general, pero especialmente los dos últimos en México, asumen que la lectura de libros tiene como fin básico “estudiar” y “pasar exámenes” para sacar carreras y hacer currículos que conduzcan al “éxito” (cualquier cosa que se quiera decir con esto). Creen que la lectura es un asunto exclusivamente instrumental y escolarizado, y no la ven como un bien intangible que desarrolla el humanismo y favorece la autonomía, el espíritu crítico y la recreación de sentido a partir de las ideas que encierran los libros.

Si bien los gobiernos del PRI tuvieron la misma concepción utilitaria de la lectura, la verdad es que sus programas dejaban escapar, en su laxo ejercicio del control cultural (puesto que la cultura les importaba un bledo), esa posibilidad de la lectura gratuita o de la gratuidad de la lectura y, en general, de la cultura, todo eso que la visión y la misión autoritarias de la derecha (ya sea seglar o clerical) obstaculizan o, por lo menos, no favorecen ni fomentan porque contradice sus dogmas ideológicos.

La lectura como un acto no utilitario, soberano y al margen de las evaluaciones escolares, más bien le preocupa a este tipo de gobiernos, y la lectura como un ejercicio formativo de autonomía ciudadana le alarma especialmente.

Para los gobiernos, en general, pero en particular para los gobiernos de derechas, el valor de la lectura está asociado siempre al currículo escolar y al prestigio profesional. La lectura sin recompensa curricular se torna sospechosa: cosa de vagos y hedonistas, probablemente de contestatarios y seguramente de inconformes.

Si comparamos cómo estábamos hace diez años y cómo estamos hoy en la cultura nacional, veremos que algo también puede ser nada, puesto que algo se ha hecho. En la comparación, los panistas ni siquiera pintan, pues –con mucho– fue más lo que, sin entusiasmo ni propósito, los gobiernos priístas “dejaron pasar”, que lo que los panistas hicieron, o quisieron hacer, para convencernos de que la cultura formaba parte importante de sus preocupaciones.

Y no porque los priístas hayan sido más cultos, sino porque eran más políticos y sabían de este oficio un principio elemental: el político gana más cuando pierde (o cuando cede al ciudadano) un poco de su poder, que cuando todo lo constriñe al despotismo de su ideología. No pierde gran cosa y sí gana, en cambio, fama de liberal y hasta cierta popularidad. Una cosa es que fueran calculadores, y hasta cínicos, y otra muy distinta es que hayan sido tontos.

Los gobiernos del PAN, en cambio, no acostumbrados a gobernar, creen que su “ideolatría” debe asumirse, e imponerse, como religión, y en ello se empeñan, a grado tal que hasta se enorgullecen de su analfabetismo no ya sólo funcional sino también ético, educativo, cultural, artístico, etcétera.

El ex presidente Vicente Fox, por ejemplo, se vanagloriaba no de leer libros, sino de leer nubes: seguramente no más de 2.9 nubes al año. Todo un récord para un lector de nubes que siempre estuvo apoltronado en los nimbos, cirros y cúmulos y que jamás bajó a la realidad de este país en ruinas. Se fue como llegó. Sólo una cosa cumplió: seis años.

Como la leyenda urbana decía que en México se leía medio libro al año por persona y luego se supo que el índice de lectura es de 2.9 libros per capita anual –según la Encuesta Nacional de Lectura que encargó el Conaculta y que publicó en 2006–, tanto el gobierno de Vicente Fox como el de Felipe Calderón se abocaron, a través de la Secretaría de Educación Pública, a componer y, por supuesto, “mejorar” las estadísticas.

De “Hacia un país de lectores” se pasó a “México lee”: dos programas que se diferencian muy poco entre sí, porque están diseñados con el mismo propósito de atacar lo cuantitativo. La derecha no entiende que la lectura no es sólo un asunto de números. Pero, si de números habláramos, es obvio que el índice de lectura no puede estar mejor que el salario mínimo o los niveles de inseguridad, desempleo y criminalidad.

Lo más reciente que se les ha ocurrido es trasladar la obligación de leer a los hogares y que los padres lleven la cuenta de las palabras que sus hijos leen por minuto, según la tipología establecida en un documento sin pies ni cabeza (Estándares Nacionales de Habilidad Lectora) que, desde sus primeras líneas, revela que fue redactado por alguien que escribe mal porque lee mal: “Mamás y papás, fomentar la lectura en casa mejora la educación de sus hijos.” ¿Qué tipo de oración es ésta? ¿Puede alguien que redacta así ayudar a comprender la lectura?

Hace más de medio siglo, A. S. Neill (autor del clásico de la pedagogía Summerhill) afirmó que la lectura “temprana” y “rápida” es un fetichismo “educativo” de quienes no tienen mucha idea del desarrollo normal de los niños: ni se pueden adelantar etapas, ni se puede ir más rápido nada más porque así convenga al sistema educativo.

Es la misma opinión de Michael Duane, en Educación por la democracia (1970). Más aún, Duane sostiene lo contrario de lo que, por décadas, ha venido alentando el Estado mexicano como políticas educativas y culturales: “La solución, para que el alfabetismo sea universal, no son mejores técnicas para enseñar a leer ni mejorar los métodos de adiestramiento de los maestros, sino los cambios sociales que causarán el efecto de hacer que la lectura sea tan esencial para la vida normal de toda la gente como lo es en la actualidad para las clases medias.”

En otras palabras, no es la lectura la que conduce, casi abstractamente, a la mejoría social, sino ésta (en todas sus vertientes: económica, productiva, educativa, artística, etcétera) la que conduce a la necesidad de la lectura como uno de los elementos esenciales que fortalecen precisamente esa mejoría social.

El 12 de diciembre de 2010, en Proceso, Marta Lamas señaló lo pertinente: “La capacidad para leer no se mide por la rapidez con que enunciamos las palabras, sino que se adquiere a medida que se ejercitan las habilidades de percepción y cognición. Como la lectura es una actividad de producción de sentido, y no un concurso de carreras, lo importante no es la velocidad, sino usar la cabeza.”

Pero “usar la cabeza” no es cosa que se les dé muy seguido a quienes preparan y diseñan estos programas que están hechos únicamente con lo que Dios les da a entender. En el asunto de la lectura, el sistema educativo mexicano está más cerca de los charlatanes que venden humo y velocidad (¡cien páginas en ocho minutos!) que de los pensadores y científicos (Neill, Bettelheim, Piaget, Vigotsky, Chomsky, etcétera) que recomiendan un ejercicio formativo, intelectual y espiritual que no se reduzca a la creación de hábitos.

La cultura exprés, memorística, cuantitativa y epidérmica, es lo que caracteriza a una ideología educativa que no enseña a pensar ni mucho menos a cuestionar, sino a memorizar y a repetir, para competir, en la arena del egoísmo, y del egotismo, por falsas y ridículas supremacías, incluido, por supuesto, el “oprobioso” índice de lectura.

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