Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles
Hacia fines de la década del ochenta y hasta mediados de los noventa, busqué y entrevisté a los escritores mexicanos cuya literatura me interesaba o había despertado en mí alguna seducción. Fue así como conversé con varios de ellos, y este fue el caso de María Luisa la China Mendoza, cuya novela De ausencia (1974) me parece notable. No la traté muchas veces, pero coincidimos en varias actividades literarias. En una de las últimas compartimos mesa, en la Sala Manuel m. Ponce del Palacio de Bellas Artes, en julio de 2012, durante la presentación del libro Nahui Ollin: Sin principio ni fin, de Patricia Rosas Lopátegui, con la autora y con Beatriz Espejo, Silvia Molina y Nadia Ugalde. María Luisa Mendoza murió el 29 de junio de 2018. Rescato esta entrevista que realizamos en mayo de 1990, con motivo de sus sesenta años de edad.
Al recordar su infancia, se define como voraz devoradora de libros, en lo cual mucho tuvo que ver la debilidad de su organismo. “Fui una niña enfermiza –dice–, siempre estuve en cama, tuve todo el inventario de las enfermedades infantiles y ello provocó en mí a la ávida lectora, lo mismo que debió provocar a la escritora. En mi infancia, mientras mis primos jugaban al sol y se metían al mar o al lago, yo leía; porque estaba encerrada, maniatada por alguna enfermedad que podía ser tos ferina, rubeola, anginas, tifoidea, eczema nervioso, reuma, en fin una de tantas enfermedades que hicieron nacer en mí la vocación de lectora y escritora”.
Es María Luisa Mendoza, a quien sus amigos del medio literario conocen como la China; autora de tres novelas significativas en nuestras letras, la segunda de las cuales es, sin duda alguna, su obra más destacada: Con él, conmigo, con nosotros tres (1971), De ausencia (1974) y El perro de la escribana(1980). Ha publicado también un libro de cuentos: Ojos de papel volando (1985) y dos volúmenes de ensayos: La O por lo redondo (1971) y Las cosas (1976). En 1989 apareció un tomo que recoge una parte sustancial de su obra periodística: Trompo a la uña.
Guanajuatense (nacida el 17 de mayo de 1930), María Luisa Mendoza ejerció el periodismo muchos años, sin descuidar su vocación de narradora. Con un estilo inconfundible paladea las palabras, las arracima y luego las va desgranando en la página para llegar a donde desea. Huye de la línea recta; prefiere el camino oblicuo. A propósito de esta actitud, el crítico estadunidense John s. Brushwood ha escrito: “El lenguaje de María Luisa Mendoza trastoca la realidad con sus largas oraciones, con varias reflexiones intercaladas, con sus juegos de palabras y su ritmo coloquial que genera un efecto de canto sin fin, su proustianismo popularizado”.
Con voz segura y por momentos enfáticamente disgustada por el trato que, a decir de ella, le han dado los grupos intelectuales de México, María Luisa Mendoza les reclama y les advierte: “Es increíble la misoginia que hay en México. A las escritoras nos ningunean; desde luego ya no nos pueden evadir o ignorar, pero sí ningunear. Yo soy una gran ninguneada de la literatura de mi patria y a veces mis más íntimos amigos me ningunean. Pero no me importa, porque no soy monedita de oro, pero sí voy a ser muertita de oro, porque cuando yo me pele, mi obra será validada cuando toda la runfla de mafiosos desaparezca de la faz de mi tierra, de la faz de mi país.”
La pasión por escribir
–¿Cómo se inició en la literatura?
–Escribiendo mis diarios; los prodigiosos, llevados y traídos, cursilones, diarios. Un diario es siempre cursi, pero escrito por una mujer es aún más cursi. Sin embargo, cuando releo esos diarios, avergonzadísima de la cursilería espeluznante de toda mi adolescencia, veo que hay en lo profundo de toda aquella hojarasca la pasión por escribir. Los diarios son deleznables, nada de ellos es recuperable, salvo el ejercicio mismo de la escritura. Por otra parte, yo aprendí a escribir leyendo. Si no se lee no se puede escribir, es inútil.
–¿Qué es para usted la literatura?
–Es mi geografía real, el mapa de mi destino, donde me desenvuelvo mejor que en otro lugar; porque allí no envejezco, no carezco de belleza, soy un ser feliz. La literatura es el universo de la imaginación. A mí no me importa estar sola, no ir a un viaje o no recibir una presea, pero sí me importa carecer de un libro o perder la vista. Dejar de ver es terrible, pero dejar de leer es peor; mejor es morirse. (Hace cinco años yo estuve a punto de perder la vista y fue algo realmente angustiante.)
–¿Dentro de qué generación literaria se inscribe?
–Formo parte de la generación del ’30. Y tengo tanta importancia como escritora en esta generación, como las moneditas de oro que se echan los críticos al aire para ver si sale águila o sol. Yo soy un águila o un sol y les aseguro que siempre estaré presente aunque los críticos no me nombren.
–¿De qué escritores se siente deudora?
–De Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, que fue la gran revelación de mi vida literaria urbana. De Marcel Proust, quien junto con Carpentier es mi punto de apoyo literario, y de muchos otros aventadores de oro, del oro de las palabras perfectas: Virginia Woolf, Thomas Mann, Henry James, Scott Fitzgerald, Simone de Beauvoir, Georges Simenon y, desde luego, Cervantes y Pérez Galdós. También del teatro de O’Neill y García Larca. Y entre mis preferencias poéticas están Gorostiza y Sabines.
–¿Qué tanto cree en la disciplina y qué tanto en la inspiración?
–Creo que son más importantes el método y la disciplina que la inspiración, aunque la pobre inspiración está tan desprestigiada que hay que defenderla de nuestros antirrománticos y cursilones contemporáneos que la consideran como una tomadura de pelo. La inspiración existe, no es un acto de fe, existe, pero no puede llegar al escritor que no está ejercitándose en una técnica y en un plan preconcebido. Sin esto último sencillamente no se puede hacer literatura. Hay que tener entrega y escribir todos los días. Los escritores de fines de semana no existen. Yo he mermado mi literatura pretendiendo escribir nada más los fines de semana. El sueño de mi vida sería dejar todo y nada más escribir. Admiro mucho a los escritores como Gabriel García Márquez que escriben a diario. En una ocasión él me dijo: “Si no sientes la necesidad de escribir todos los días, no eres escritor.”
–¿Cuál es su relación con las palabras?
–En mi literatura jamás voy directamente a las cosas, voy bogando en un mar revuelto para poder llegar al punto. Esto también lo he tenido que domar. A veces no quisiera barroquear tanto. En mi literatura las palabras pesan y cuelgan mucho de las ramas. En mis últimos libros me he exigido no ser tan glotona y atascada en el paladeo de las palabras. Me he puesto a dieta de palabras. Con todo, este paladeo refleja la recuperación de una sensualidad que en mí es evidente. Lo que nunca podré es escribir como Voltaire o como Ramón Xirau, que es mi ideal en severidad.
La literatura femenina no existe
–¿Cuál es su libro más satisfactorio?
–De ausencia. Ese es mi amor. Es la novela que escribí con más gusto y con más plenitud. Puse en la protagonista todo cuanto yo hubiese querido ser. Ausencia vivió un tiempo que a mí me hubiera gustado vivir: el final del siglo pasado y el principio de este.
–¿De dónde tomó las características de Ausencia Bautista?
–Todos los escritores tomamos a nuestros personajes de nosotros mismos: de lo que quisimos ser o de lo que quisiéramos llegar a ser. Desde luego, también de la observación de personajes reales. Yo no me juzgo Proust ni mucho menos, pero en mi pequeñísima circunstancia hay una recuperación de la historia. Ausencia Bautista surge de la recreación, de un caso real de una mujer que, junto con su amante, mata a un inglés. Esta crónica se halla en un libro del padre Marmolejo y corresponde a un hecho de fines del siglo pasado. En un principio, la idea fundamental era el crimen, el hecho de sangre, pero al final de mi novela quedó tan sólo como un episodio más. En De ausencia ni siquiera se sabe a ciencia cierta si ese crimen se realiza, y esa es la duda que yo quise dejar en el lector. Desde luego, y parafraseando a Flaubert, Ausencia Bautista soy yo. Claro que sí.
–¿Existe la literatura femenina?
–No, existe la literatura escrita por mujeres, que es distinto. Y es muy buena literatura. En el medio literario mexicano hay graves omisiones. Por ejemplo, dos mujeres de las que nunca se habla son Martha Robles, muy buena novelista e investigadora universitaria, y Marcela del Río, que es una dramaturga muy respetable y una novelista de muy buena factura. Jamás se habla de ellas. Se empieza a hablar de Ethel Krauze, que también solía omitirse. Desde luego, estas omisiones no son privativas para con las mujeres. Ahí está el caso de ese grandísimo escritor que es Ricardo Garibay, del que muy poco se habla. En los resúmenes de fin de año, que sin falta se hacen en las páginas culturales de los diarios, se omite. ¿Cómo es posible? Entre estas omisiones agrégueme a mí, porque mi precioso nombre, castellanísimo, no lo registran por lo visto.
–¿A qué escritores mexicanos admira?
–A Octavio Paz, Carlos Fuentes, Jaime Sabines, José Gorostiza, Miguel Guardia y su poesía íntima y cerrada y de la que tampoco nadie habla, Margarita Michelena, Vicente Leñero y Ricardo Garibay que, como ya dije, me deslumbra.
–¿Qué es lo que más admira en un escritor?
–En primer lugar el hecho de que pueda dejar la pompa y la carne de este mundo para escribir con asiduidad. Desde luego, la palabra y el estilo. Por eso adoro a Sabines, porque me devuelve una palabra prístina, tremendamente sensual y con una alegría y una libertad extraordinarias, además de una formidable carencia de esnobismo. Creo que lo que más admiro en un escritor es la vocación, la disciplina y el estilo, junto con la palabra. Por eso sor Juana Inés de la Cruz es otro de los personajes de mi vida; adoro a sor Juana, porque también fue una escritora con las palabras preñadas: todos los hijos que no tuvo están en cada una de las sus palabras. Además, vamos a ver quién duda de su inteligencia.
–¿Y qué me dice de Rosario Castellanos?
–Ella tuvo todo eso de lo que le estoy hablando: vocación, fidelidad a la escritura, disciplina. Ahí está su gran obra. Como poeta me parece formidable y me gusta mucho como novelista. Hay quienes la ven como perdonándole la vida por sus novelas. Pero Balún Canán es una gran novela. En general, toda la obra de Rosario Castellanos es magnífica, como lo es también la de Elena Garro, en quien igualmente hay una espléndida vocación.
La ingratitud de la crítica en México
–¿Cuál es su relación con el poder?
–Muy cercana, muy plena. Yo vengo de una familia política. Mi padre era un político bastante sobresaliente, y me refiero a su brillantez y a su honradez, a su honestidad intachable. Yo crecí entre políticos, y cuando tuve la posibilidad de una actividad política protagónica la ejercí. Me gusta mucho la política en sí. Lo que me cansa es la batalla dentro de la política, ese intríngulis en el cual yo no entro y que tiene que ver con la adulación y el sobajamiento de dignidades.
–¿Cuál es su opinión de la crítica literaria mexicana?
–La crítica literaria en México es muy ingrata, muy poco generosa, muy atada a las convenciones de los papados ya sea del Kremlin o del Vaticano o, en fin, de los símbolos que usted quiera de un poder circular. Los críticos mexicanos están metidos en su propia y pequeña visión y no quieren salir de ella porque les da miedo estar fuera del rebaño. Cometen adulación o estragos en el honor de los escritores. A los que no formamos parte de ese cogollo poderoso sencillamente nos silencian. Como verá, no tengo buena opinión de la crítica literaria mexicana, si es que se le puede llamar así.
–¿El problema, entonces, son los grupos literarios?
–Es lo mismo. Los grupos literarios son pedantes, racistas, interesados. No es un edén tratarlos. A mí, quizás, lo que me falta es pedantería y vanidad.
–¿Le preocupa la vejez?
–Sí, profundamente. La rechazo, me asusta mucho lo que habrá de ser esa carencia de eficacia, de cuerpo rápido, de movimientos inmediatos, de pensamientos ágiles, de posibilidades amorosas, en fin, de futuro. Lo contrario, precisamente, que mueve a la juventud: tener un futuro, saber que mañana todavía hay tiempo. La carencia de tiempo es lo que más me asusta de la vejez. Claro que es preferible llegar primero a la vejez que a la muerte.
–De no ser escritora, ¿qué le hubiese gustado ser?
–Escritora, nada más. O sí, tal vez me hubiese gustado ser guapa. No es cierto, es mentira; sólo escritora. Eso sí, me hubiera gustado ser escritora de éxito
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