Confabulario
Ernesto Lumbreras
El 1 de julio de 1918, después de 13 años de ausencia, el poeta nayarita Amado Nervo, pone pie en territorio nacional. Desde el Puerto de Veracruz envía telegrama al General Cándido Aguilar, ministro de la Secretaría de Relaciones Exteriores, anunciando su arribo a México en la expectativa de recibir en la capital su nueva misión diplomática. Poco días antes de tan relevante acontecimiento, el 9 de julio, nace Alí Chumacero Lora (1918-2010), en Acaponeta, pueblo situado a 120 kilómetros de Tepic. La coincidencia del retorno del más popular de nuestro líricos con el nacimiento de uno de los poetas de mayor complejidad discursiva —y en consecuencia, autor de una selecta y fiel minoría—, proyecta un relevo simbólico de estafetas entre estos dos autores tan lejanos en vida como en obra. No obstante esas diferencias, el lugar del poeta de En voz baja (1909) siempre tuvo un lugar dominante en la biblioteca del escritor de Páramo de sueños (1956) como en sus trabajos y reflexiones de crítica literaria.
En aquel momento, el poeta modernista estaba por cumplir 48 años; nunca recuperado de la pérdida de su “amada inmóvil”, tal vez intuía que el hilo de la vida no le alcanzaba para otro ciclo solar como infelizmente ocurrió en mayo de 1919. En cambio, para el recién nacido, la generosidad de las Parcas habían dotado una madeja de 92 vueltas al astro rey. Siempre orgulloso del paisanaje común, Chumacero no escatimó elogios para la obra de su coterráneo: “Amado Nervo es el intelectual reflexivo, el prosista acertado, el poeta hondísimo, el hombre sereno que nuestra historia literaria reconoce como una figura que, a la lucidez y a la inteligencia, unió la más vehemente pasión por un mundo no siempre acorde con sus deseos.”1 Ahora, cien años después de aquel cruce en la realidad de los mortales de estos dos escritores, el centenario del poeta de Imágenes desterradas (1948) impone una relectura a su rigurosa y breve obra poética como a los territorios de sus otros haceres, fecundos y generosos.
Además del poeta de piezas memorables como “El responso del peregrino” o “Salón de baile”, a Alí Chumacero se le recuerda como extraordinario lector de galeras y tipógrafo excepcional, especialmente, en esa universidad de las letras nacionales que fue el Fondo de Cultura Económica. Fue también amanuense y espeleólogo estelar de la lengua de Cervantes como escritor consuetudinario y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua; maestro socrático y epicúreo de varias generaciones de narradores y poetas en el legendario Centro Mexicano de Escritores; crítico del arte de la reseña y la monografía en la contra reloj del periodismo por varios lustros en Tierra nueva, Letras de México, El hijo pródigo, México en la Cultura de Novedades, La Cultura en México de Siempre!, El Nacional, Revista de la Universidad entre otra publicaciones de la segunda mitad de nuestro siglo XX; personaje carismático, irónico y procaz de la vida literaria y mundana sobre la que ha dejado anécdotas mordaces y chistes con ingenio artístico y jiribilla de carpa que se repiten, aquí y allá, con el efecto estruendoso de la carcajada y del festejo.
Después de cursar sus estudios primarios en su pueblo natal, de leer la invitación al viaje en el tren o en el río que cruzan Acaponeta, su familia decide enviarlo a Guadalajara. Para 1930 se le ve retratado en un grupo del Colegio López Cotilla según la iconografía que reproduce Pastor de la palabra, Alí Chumacero (2004); en ese mismo álbum, aparecen sus credenciales que lo acreditan como miembro de la Federación de Estudiantes de Jalisco, del club recreativo y cultural Amado Nervo y de un programa de descuentos para ver películas en algunos cines de la capital tapatía. La segunda mitad de la década de los treinta está por comenzar y la administración del General Cárdenas, para desconcierto de propios y extraños, empieza a definir su plan de gobierno, polémico y sin precedentes. Justo en esos años de furores políticos, Chumacero conoce y frecuenta a quienes serán sus cómplices y compañeros de letras en las próximas décadas: José Luis Martínez y Jorge González Durán. Al lado del primero, el nayarita pasará un par de semanas en la cárcel municipal acusados de comunistas. No pasará mucho tiempo para que estos “tres alegres compadres” se vayan con su música a otra parte y abandonan la aburrida y decente Perla de Occidente.
“En apariencia, Chumacero, con su melodía sutil, que él ha explicado en términos musicales remitiendo al impresionismo de Claude Debussy, es curiosamente uno de nuestros poetas más vivos y sensuales”. /Jorge Serratos / EL UNIVERSAL
Para junio de 1937, el poeta en ciernes vive en la ciudad de México, en compañía de sus hermanos, gracias al dinero que envía su padre. Habita un cuarto de vecindad de la calle de Costa Rica, en las inmediaciones del barrio de Tepito. Vino a la Capital con el propósito de continuar sus estudios de preparatoria pero, por la avidez de ponerse al día en materia de poesía y poetas, pospone sus anhelos escolares. Se despacha con voracidad y beneficio la Generación del 27, a los poetas de Contemporáneos, a Claudel, Valéry, Eliot, Perse, Huidobro… Con esa sed libresca, la mayor parte de su tiempo transcurre en la Biblioteca Nacional donde, de paso, habrá de escribir –un 15 de abril de 1938, según recuerda el propio poeta− el primer poema que merece la hoja impresa, “Poema de amorosa raíz”, hermoso texto que es digno de figurar en cualquier antología de poesía amorosa en castellano: “Cuando aún no había flores en las sendas / porque las sendas no eran ni las flores estaban / cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas, / ya éramos tú y yo.”
Poco tiempo después, Martínez, González Durán, Chumacero y Leopoldo Zea sueñan con tener una revista literaria; gracias a los buenos oficios y a la complicidad del Dr. Mario de la Cueva, entonces Secretario General de la UNAM, este sueño se hará realidad y, en enero de 1940, aparece el primer número de la revista Tierra nueva, aventura editorial que duraría tres años. Revisando los índices de sus 13 números, salta a la vista la confluencia de varias generaciones de escritores mexicanos que coinciden en sus páginas, la de Ulises y Contemporáneos, la de Taller y las de un buen número de autores españoles que llegaron a México después de la Guerra Civil española; este escenario de encuentro transgeneracional se habrá de repetir y enfatizar en las dos revistas que Octavio G. Barrera animó por esos años, Letras de México y El hijo pródigo donde Alí Chumacero destacaría como uno de los colaboradores más constantes y versátiles en las faenas editoriales y literarias. Afortunadamente para el lector curioso, la edición de Los momentos críticos (1987) reúne una vasta compilación realizada por Miguel Ángel Flores del trabajo extenuante y programático de crítica literaria que el poeta realizó a lo largo de 30 años.
La década de los cuarenta es central en la gestación y publicación de la mayor parte de su obra poética, concentrada y poliédrica, meditada y de múltiples pliegues. A la edición en el suplemento de Tierra nueva del número 6, su primer libro, Páramo de sueños, se publicaría en 1944 por la UNAM; en 1948, la editorial Stylo publicaría su segunda colección de poemas, Imágenes desterradas. Con estos dos volúmenes, Chumacero pone sus cartas sobre la mesa y muestra una obra poética imposible de obviar por su resolución formal, pulcra y melodiosamente acabada, libre de resabios anecdóticos y de sentimentalismos donde, sobre todo, vale la imagen que se desdobla como un caleidoscopio o se repite como eco o reflejo a la búsqueda de una expresión más acabada; sin ocultar sus orígenes y filiaciones poéticas y, también, filosóficas, los poemas del nayarita parten de los presupuestos teóricos del simbolismo y de la poesía pura −Mallarmé y Valéry, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén y Pedro Salinas, los poetas colombianos de Piedra y cielo, así como varios de los Contemporáneos− para despegar hacia una exploración cada vez más personal. Con la publicación de su tercer y último libro, Palabras en reposo (FCE, México, 1956), Alí Chumacero entra a una dimensión mayor en su propuesta poética y nos entrega uno de los libros esenciales de la poesía mexicana, categórico en su decir musical y conceptual, con indagaciones extremas en los zonas abismales de la condición humana, incandescente o hermético en un primer avistamiento para después, con la exigencia y la curiosidad de un lector atento, desvelarnos un paisaje de familiar transparencia, relatos de los hombres y las mujeres que sobreviven a la soledad y al ruido de la gran ciudad.
Durante los últimos años de la década de los sesenta y toda la década siguiente su obra estuvo en un limbo hasta que, con la publicación de su Poesía Completa (1980) obtuvo, “tardíamente”, el Premio Xavier Villaurrutia de 1984. A partir de ese reconocimiento, las premios, homenajes y reediciones de su libros estuvieron a la alza. En 1986 obtuvo el Premio Internacional Alfonso Reyes; al año siguiente recibió el Premio Nacional de Lingüística y Literatura, en 1996 se le entregó la Medalla Belisario Domínguez por parte del Senado mexicano y en el 2004 el Premio Centenario Gilberto Owen, entre otros estímulos de mucho mérito. El reto actual para su poesía, de cara al encuentro de nuevos lectores, se puede resumir en este verso del propio Chumacero: “Sobre el mármol unánime, el presente / su juventud prolonga.”
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