lunes, 12 de octubre de 2009

Viejos

12 de octubre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Desde que era un niño pensaba en la vejez y me intrigaba cómo sería yo mismo sesenta años después. El paso del tiempo va despejando poco a poco la incógnita y ahora sé que todo será mucho peor de lo que imaginaba. No lamento mi suerte y creo que nada podría haber sido distinto. El tiempo corre en sentido contrario y el futuro carece de misterio. Nacer es un hecho tan sorprendente que desborda toda imaginación, en cambio la muerte cubre el horizonte y cada día que pasa se presenta para darnos un ligero empujón hacia la fosa. “Juro que cuando sea viejo no seré cobarde”, este ha sido mi más firme propósito, no suplicaré a nadie por un día más de vida y nadie se enterará de que el momento de partir se encuentra próximo, me repito todo el tiempo, no permitiré a los doctores opinar sobre mi salud e intentaré tirar un par de golpes antes de que un joven se apiade de mí y me mire con misericordia. En sus memorias, Thomas Bernhard cuenta que siendo un niño le gustaba ir a los sepelios, pues eran una aventura que hacía menos aburrida la rutina del pueblo donde vivía. En estos actos, dice Bernhard, se cubría con mucha tierra a los muertos para evitar que continuaran envenenando a los vivos. Nunca estará de más añadir un poco más de tierra en la tumba.

Si para mis funerales me queda todavía un amigo, le ruego que le dé unos cuantos pesos de más al sepulturero para que no sea tacaño a la hora de echar las paladas.

Comienzo a extrañar a mi padre ahora que los años comienzan a pesar como una montaña. El efecto de su muerte fue tan distinto al que me invadió cuando murió mi madre porque si bien la mañana en que ella se marchó la vida me transformó en otra persona, cuando él lo hizo sentí que su muerte era mi muerte anticipada. Sus huesos endebles son ahora los míos y no puedo parar de pensar que cada uno de sus pensamientos ha tomado mi mente para demostrarme que ninguna rebelión logró apartarme de los caminos más trillados: no tengo vida y soy un remedo vanidoso de ese hombre que nunca me comprendió. Me habría gustado que me pusiera sobre aviso de las miserias a las que nos condena la arrogancia y que me contara sobre las frustraciones que van doblando la espalda de un hombre maduro. La rutina va tejiendo una mortaja y los ojos no miran más allá de su propia tristeza. En “La caída” un Camus desesperado hace decir a uno de sus personajes: “Nunca pude creer profundamente que los asuntos humanos fueran cosa sería.” Yo he creído que lo eran durante mucho tiempo y me he decepcionado y mi padre no me advirtió que a cierta edad las personas dejan de ser importantes y uno comienza a sustituirlas por los recuerdos.

Contra lo que pudiera pensarse me repele la nostalgia y gradualmente he ido perdiendo el miedo a la muerte. Respeto a los ancianos como a nadie y los únicos jóvenes que me interesan son los que tienen alma de viejos. Perder algunas batallas te mantiene despierto, aunque demasiados fracasos hacen amargas a las personas y secretan un veneno que oscurece la vida de los demás. No hay proceso anímico más triste, más desesperado que cuando se enfría la amistad entre dos hombres, dice un personaje de Sánor Márai en “El último encuentro”, lo afirma un hombre de setenta y cinco años que intenta soportarse a sí mismo y aceptar que existen hombres que son superiores a él por sus cualidades morales e intelectuales. La amistad es una compañía pasajera que puede llegar a ser más intensa que una enfermedad o un amor, pero sólo a condición de que sea efímera pues la desgracia quiere que el paso de los años carcoma las relaciones amistosas y vuelva cínicos a los hombres.

A mí me causa placer escuchar las historias de los viejos, y si las repiten varias veces porque la memoria comienza abandonarlos no me importa. Y si inventan y cambian los hechos del pasado para darse importancia los escucho aún con más atención. Lo único que me duele es que se den por vencidos desde temprano, que se acepten viejos y que después de su jubilación se conviertan en elotes que exigen ser tratados con compasión. Tampoco comprendo por qué los ancianos que han sido ateos toda su vida titubean cuando tienen los días contados y miran al cielo con esperanza. Fuera de eso puedo decir sin ninguna duda que la tierra sería un paraíso si todos envejecieran de repente y transformaran en futuro su pasado. Creo que sería un mundo bello e inofensivo.

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